– ¡Voilà! -dijo Pierre, colocando una bandeja delante de Stephen-. Coma y se encontgagá très bien paga la cena de esta noche.

– Gracias -dijo Stephen, atacando los huevos con un entusiasmo fuera de lo común. Le supieron a gloria y devoró hasta el último bocado. Luego se recostó en el respaldo de la silla, satisfecho y encontrándose mucho mejor de lo que hacía un rato creía posible. Saboreó otra taza de café mientras observaba cómo Pierre limpiaba un pez tras otro-. Parece ser que Andrew y Nathan se han ido de pesca esta mañana -comentó Stephen al cabo de un rato.

– Oui. Ha ido toda la familia. Tgaído montones de pescados. Pierre muy ocupado.

– ¿Dónde están ahora?

Pierre se encogió de hombros.

– Cgueo que en el lago con los pegos. -Arrugó exageradamente la nariz en señal de disgusto- ¡Esos pegos! Quelle horreur! Lo desogdenan todo. Huelen fatal. A Pierre no gustag que entguen en la cocina.

– Perfectamente comprensible -murmuró Stephen, estremeciéndose sólo de pensar en el estropicio que aquellas bestias podrían hacer en la cocina. Se levantó y se acercó a Pierre, observando fascinado cómo aquel hombre menudo limpiaba el pescado.

El cuchillo de Pierre se movía de un lado a otro con una gran economía de movimientos, y la pila de pescados limpios iba creciendo a la misma velocidad. Tras observarle atentamente durante varios minutos, Stephen sintió el repentino impulso de probarlo por sí mismo.

– ¿Puedo ayudar? -preguntó con aire despreocupado.

Pierre se detuvo y lo miró de soslayo durante un momento antes de hablar.

– ¿Ha limpiado pescado alguna vez?

– No.

– Le enseñagué. -Le pasó a Stephen un cuchillo y un pez pequeño-. Pguimego le cogta la cabeza -dijo Pierre, y se lo demostró con el pescado que tenía en la mano.

Stephen lo cogió por la cola e imitó las acciones de Pierre.

– Luego cogta aquí abajo y le aganca las tguipas.

Stephen imitó a Pierre, haciendo una raja en el abdomen del pez y extrayéndole las vísceras.

– Luego, sosténgalo pog aquí y gasque con el cuchillo.

Stephen observó cómo Pierre cogía el pez por la cola y lo descamaba deslizando el borde romo del cuchillo a lo largo del cuerpo del pez.

– Luego cogta aquí y voilà. Ya está. -Pierre golpeó fuertemente la cola contra el poyo de la cocina y añadió el pez al montón de pescados limpios-. Usted se encagga del guesto y mientgas tanto Pierre hace otgas cosas.

Stephen cogió el cuchillo, primero torpemente, y estuvo a punto de rebanarse un dedo de cuajo, pero al final le cogió el tranquillo a la tarea, aunque sin igualar la velocidad y la destreza de Pierre.

Al principio, Stephen no entendía muy bien qué impulso se había adueñado de él para ofrecerse voluntariamente a ayudar a Pierre, aparte de una curiosidad insana por aprender una actividad completamente desconocida para él. Pero, para su sorpresa, comprobó que en el fondo le gustaba limpiar pescado. Cuando acabó y dejó el cuchillo sobre el mármol, se sentía bastante orgulloso de sí mismo.

Pierre examinó su trabajo y dijo:

– Ha hecho un buen tgabajo. Ahora le enseñagué a cocinag.

Stephen se pasó la próxima hora en la cocina con su maestro, aprendiendo los detalles de preparar la comida para una familia hambrienta. Codo con codo, frieron la pila de pescados, hicieron al vapor una enorme cacerola de hortalizas y hornearon varias barras de pan mientras Pierre iba explicando anécdotas sobre sus años como cocinero a bordo del barco del capitán Albright.

Escuchando aquellas divertidas anécdotas, Stephen experimentó un desconocido sentimiento de pertenencia, algo que nunca le había ocurrido en su propia casa. Iba acompañado de una agradable sensación de logro y satisfacción. Algo tan sencillo como limpiar pescado o trocear verdura era capaz de inspirarle una camaradería que nunca había sentido hasta entonces. ¿Era aquello lo que hacían sus sirvientes? ¿Charlar y reír mientras trabajaban? ¿Establecían lazos de amistad entre ellos? Stephen sacudió la cabeza. No tenía la más remota idea, y el hecho de saber tan poco sobre la gente que trabajaba para su familia le llenó de vergüenza. Tenían sus vidas y sus familias, pero él nunca se había interesado por ellas. Por supuesto, si el marqués de Glenfield se hubiera ofrecido para ayudar en la cocina, sus sirvientes se habrían muerto del susto.

Poco antes de llevar la comida al comedor, Pierre preparó un plato con cabezas de pescado y lo dejó en el suelo para Berta, la gata.

– Creía que odiaba a la gata -comentó Stephen con una sonrisa mientras veía cómo el cocinero acariciaba cariñosamente al felino en la cabeza mientras éste se le restregaba entre las piernas.

– Begta es buena. Y mantiene a gaya a los gatones -contestó Pierre con una breve sonrisa-. Pero no se lo diga a mademoiselle Hayley. Es nuestgo secgueto, oui?

Stephen asintió y luego ayudó a Pierre a llevar las fuentes llenas de humeante comida al comedor. Llegaron justo cuando los Albright entraban en la habitación.

Hayley miró a Stephen sorprendida cuando lo vio cargando con sus manos una pesada fuente, que dejó en el centro de la mesa.

Stephen se dio cuenta de que ella lo miraba y sonrió:

– Quiero informar a todo el mundo de que he ayudado a preparar la comida -anunció, incapaz de ocultar el orgullo en su voz.

– ¿Ah, sí? -Hayley miró a Pierre, quien confirmó las palabras de Stephen asintiendo solemnemente.

– Él buen cocinego. No tres magnifique como Pierre, pego bueno. -Dirigió una sonrisa de oreja a oreja a Stephen-. Sega bien guecibido en la cocina de Pierre siempgue que usted quiega.

Hayley miró azorada al cocinero.

– Nunca permite que nadie le ayude en la cocina.

Pierre miró a Hayley enarcando las cejas y luego se volvió hacia Stephen.

– Ella ni siquiega sabe poneg agua a calentag -confesó a Stephen simulando hacerle una confidencia en voz alta.

Hayley miró a Pierre con fingida seriedad, pero Stephen la vio torcer el labio.

– Reconozco que no soy muy buena cocinera.

Pierre puso los ojos en blanco.

– Sacrebleu! Es una cocinega pésima. Si cocina ella, salga coguiendo de esta casa.

Stephen rió al imaginar a los Albright saliendo en estampida de la casa. Rodeó la mesa y se sentó en su sitio, a la derecha de Hayley, con Callie al otro lado. Tras tomar asiento, Stephen se inclinó hacia Callie.

– ¿Cómo se encuentra la señorita Josephine esta mañana? -le preguntó en voz baja.

Callie le dedicó una sonrisa radiante.

– Se encuentra bastante bien, gracias. Ahora está descansando.

– Es comprensible -dijo él en tono solemne-. Ayer vivió una experiencia terrible.

– Sí. Pero ahora está bien. Gracias a usted. -Callie lo miró sin poder ocultar su admiración-. Usted es un héroe, señor Barrettson.

Stephen se detuvo a medio camino cuando se estaba llevando el tenedor a la boca. «¡Un héroe!» Si no se le hubiera hecho un nudo en la garganta, se habría reído a carcajadas ante una idea tan absurda. «Vaya ocurrencias tienen los niños y qué cosas tan tiernas les hace decir su inocencia.»

«Aunque no tengan absolutamente nada que ver con la realidad.»


Hayley observó a Stephen durante toda la comida, estupefacta ante lo que veían sus ojos. Stephen rió abiertamente las payasadas de Andrew y Nathan, hechizó a tía Olivia hasta reducirla a un estado de azoramiento y tartamudeo que lindaba con la incoherencia, y hasta mantuvo una conversación con Grimsley y Winston sobre las maravillas de la pesca. Conversó con Pamela sobre música, y se inclinó repetidamente sobre Callie, sonriendo ante todo lo que la pequeña le susurraba al oído.

De hecho, habló y se metió literalmente a todos y cada uno de los miembros de la familia Albright en el bolsillo.

A todos menos a ella.

Al principio, Hayley pensó que era ella quien se estaba imaginando que él la ignoraba, pero, cuando le tocó la manga para atraer su atención, él apartó el brazo, le contestó con un monosílabo y volvió a centrar su atención en Andrew y Nathan.

Bien podría haberle dado una bofetada. Primero la invadió un intenso azoramiento que enseguida dio paso a una oleada de enfado. ¿Qué demonios le había hecho ella para merecer tal rechazo? «¡Dios mío! Este hombre es absolutamente imposible. En un momento me besa como si no quisiera parar nunca y en el momento siguiente me evita como si tuviera la peste. Me hace regalos caros sólo para darse la vuelta e ignorarme al día siguiente. ¿Y todo sólo porque sabe que soy H. Tripp? Me aseguró que había olvidado aquella conversación. ¿Acaso me mintió?»

Cuanto más pensaba en ello, más enfadada y ofendida se sentía Hayley. Ya la había hecho sufrir un hombre, y no iba a permitir que le ocurriera otra vez lo mismo. Cuando acabaron de comer, a Hayley le dominaba la rabia, y la sangre le hervía en las venas. ¿Cómo podía haber sido tan estúpida de creer que se había enamorado de un hombre así? Atento en un momento, frío al momento siguiente. Era obvio que aquel hombre era incapaz de aclararse sobre nada.

– ¿Vas a quedarte ahí sentada todo el día?

Las palabras de Stephen, dichas en un tono claramente jocoso, interrumpieron las elucubraciones de Hayley. Mirando a su alrededor, se percató de que todo el mundo se había levantado de la mesa y había salido del comedor.

– Llevas un buen rato ahí sentada, mirando al vacío, con cara de pocos amigos -comentó Stephen desde la puerta.

Dirigiéndole una mirada fulminante, Hayley se levantó con toda la dignidad de la que pudo hacer acopio.

– No veo por qué te tiene que importar que me quede o no aquí sentada todo el día.

Stephen levantó las cejas. Anduvo hacia Hayley y se detuvo cuando les separaba menos de un paso, bloqueándole la salida del comedor.

– Por favor, ¿puedes ser tan amable de apartarte? -dijo ella con voz tirante intentando esquivarle.

Él dio un paso al lado para bloquearle la salida.

– Estás molesta conmigo. ¿Por qué?

Ella le dio un codazo en el pecho y él se quejó.

– ¡Ay!

– ¿Y a ti qué más te da si estoy o no molesta contigo? No me has dirigido la palabra en toda la comida. ¿A qué viene esta repentina muestra de interés?

Stephen repasó el rostro de Hayley con la mirada, y le invadió una oleada de culpabilidad. La había ignorado durante la comida. No con la intención de enfadarla o de herir sus sentimientos, sino sólo por instinto de conservación. En un intento de evitar la tentación, era evidente que había ofendido y enfadado a Hayley. Sintió una punzada de remordimiento.

Ahuecando ambas palmas alrededor de la barbilla de Hayley, le acarició las mejillas con los pulgares.

– Lo siento.

Vio cómo el enfado se esfumaba de sus ojos para dar paso a una mirada de absoluta confusión.

– Creía que nos llevábamos bien. ¿Qué he hecho mal? ¿Es por… por quién soy?

Stephen le puso un dedo en los labios.

– No, Hayley. No has hecho nada mal. Sólo estaba intentando evitar la tentación.

– ¿La tentación?

– Ejerces sobre mí una atracción irresistible. Eso me temo. Pensé que, si te ignoraba, no me sentiría tan intensamente atraído por ti y evitaría caer en la tentación. -Stephen sonrió-. Mi plan no sólo ha sido un estrepitoso fracaso, sino que además te he hecho sufrir en el proceso. -Sin poder controlarse, se inclinó y rozó sus labios con los de ella-. Lo siento. Tú te mereces algo mejor. «Mucho mejor de lo que yo te puedo dar.» Dio un paso atrás y analizó el rostro de Hayley. La cálida oleada de ternura que a menudo le invadía cuando la contemplaba hizo que se le encogiera el corazón-. ¿Podrás perdonarme?

Ella le miró durante varios segundos y luego sonrió.

– Por supuesto.

«¡Lo que faltaba! Otra faceta suya que admirar. Te ofrece su perdón sin hacerse rogar.» Stephen se frotó allí donde Hayley le había dado el codazo.

– Ésta es la segunda vez que te veo enfadada. Pare evitar futuras agresiones contra mi persona, tal vez convendría que me dijeras qué cosas te molestan.

– ¿Aparte de los hombres testarudos que son cariñosos y amables en un momento y fríos y distantes al momento siguiente?

– Sí. Pero yo no soy testarudo.

– Eso es opinable -dijo ella, mientras se le hacían sendos hoyuelos en las mejillas.

– Tal vez. ¿Y qué otras cosas hacen que te enfades?

Ella apretó los labios y reflexionó sobre la pregunta durante unos instantes.

– La falta de consideración -respondió al cabo-. El egoísmo. La crueldad. Las mentiras -dijo finalmente con expresión de seriedad.

Aquellas palabras le calaron muy hondo a Stephen, llenándole de vergüenza. «Falta de consideración, egoísmo, crueldad, mentiras.» Él era culpable de todas ellas. Especialmente de las mentiras, en lo que se refería a su relación con Hayley.