– Creo que no, aunque siempre existe la posibilidad de que tenga una hemorragia interna. En tal caso, no sobrevivirá a esta noche.

Grimsley inspeccionó con la mirada los desolados alrededores y movió repetidamente la cabeza en gesto de negación.

– ¿Qué vamos a hacer con él?

– Llevarlo a casa y cuidarlo -contestó ella sin dudar ni un momento.

El arrugado rostro de Grimsley palideció visiblemente.

– Pero, señorita Hayley, ¿y si resulta ser un loco o algo parecido? ¿Y si…?

– Su vestimenta… bueno, lo que queda de ella, es fina y elegante. No hay duda de que es un caballero o que trabaja para un caballero. -Cuando Grimsley abrió la boca para hablar, Hayley levantó la mano pidiendo silencio-. Si resulta ser un asesino demente, le golpearemos en la cabeza con una sartén, lo echaremos de casa y lo enviaremos a los tribunales. Mientras tanto, se quedará con nosotros en casa. Llevémoslo ya, antes de que se muera mientras nosotros hablamos.

Grimsley suspiró y miró hacia arriba, donde se encontraba el caballo.

– Sabía que iba a decir eso. Pero ¿cómo vamos a cargarlo ladera arriba?

– Cargándolo, viejo fósil enclenque -gritó Winston junto a la oreja de Grimsley, haciendo estremecer al anciano-. Estoy más fuerte que un toro, ya lo creo que sí. Podría cargar a ese tipo durante treinta kilómetros si fuera necesario. -Se giró hacia Hayley-. Puede contar conmigo, zeñorita Hayley. No soy ningún endeble saco de huesos, como alguien que sabemos los dos. -Entornó los ojos y dirigió a Grimsley una mirada fulminante.

– Muchas gracias a los dos. Grimsley, usted irá primero, guiándonos con la lamparita.

– Yo lo cogeré por los pies, señorita Hayley -dijo Grimsley con dignidad-. Lleve usted la lamparita.

A pesar del cansancio, Hayley esbozó una sonrisa, y el enfado que le acababa de provocar la actitud del anciano se desvaneció por completo.

– Se lo agradezco, Grimsley, pero yo ya me he puesto perdida y usted se orienta mucho mejor que yo. Lleve la lamparita, por favor. -Hayley vio que Winston estaba a punto de hacer un comentario y le dirigió una mirada asesina. Él puso los ojos en blanco y mantuvo la boca cerrada.

– Ahora -prosiguió Hayley-, tenemos que darnos prisa para llevarlo a casa y acostarlo en una cama caliente lo antes posible.

Winston cogió al hombre por las axilas mientras Hayley se peleaba con los pies. «¡Dios, este hombre pesa más que Andrew y Nathan juntos, y eso que mis hermanos no son ningún peso pluma! Hayley pensó que tal vez había evitado herir los sentimientos de Grimsley, pero al día siguiente le dolería la espalda. Por primera vez en su vida, dio gracias a Dios por su estatura y su fuerza tan poco femeninas. Tal vez sacaba una cabeza a la mayoría de los hombres y eso le impedía bailar en pareja con elegancia, pero le permitiría cargar a un hombre pesado montaña arriba.

Resbalaron dos veces mientras ascendían por la pendiente y ambas veces a Hayley se le encogió el corazón cuando el hombre se quejó y odió no poder evitar hacerle daño al trasportarlo. El terreno era accidentado, lleno de rocas y lodo. Hayley tenía la ropa completamente destrozada y las rodillas en carne viva, por los rasguños y rozaduras que se había hecho con los afilados cantos de las rocas, pero en ningún momento pensó en tirar la toalla. De hecho, aquel dolor incluso incrementó su determinación. Si ella estaba sufriendo, aquel hombre estaba sufriendo mucho más.

– ¡Caray, este tipo pesa más de lo que parece! -dijo Winston entre jadeos cuando, por fin, llegaron arriba.

Tras descansar brevemente para recuperar el aliento, llevaron al hombre hasta la calesa mientras Grimsley guiaba al caballo tirando de las riendas. El hombre gimió dos veces más y a Hayley se le volvió a encoger el corazón. Estaban avanzando lentamente, pero, por lo menos, Winston y Grimsley habían dejado de discutir.

Cuando llegaron al vehículo, Hayley dio instrucciones a los dos hombres:

– Lo estiraremos sobre el asiento para que esté lo más cómodo posible. -Una vez hecho esto, Hayley soltó un largo y hondo suspiro de alivio. El herido seguía con vida-. Grimsley, vigile al hombre. Winston, conduzca la calesa. Yo montaré el caballo.

Tardarían otras dos horas en llegar a casa. Montando a horcajadas el imponente caballo, Hayley apretó los talones contra los costados del animal y emprendió la marcha. Mientras avanzaban, oró fervientemente para que el hombre sobreviviera al viaje.


En un oscuro callejón cerca del puerto de Londres, se detuvo un coche de caballos arrastrado por un corriente caballo de alquiler. El único ocupante observó el exterior a través de una rendija que abrió en la cortina mientras se aproximaban dos hombres.

– ¿Está muerto? -preguntó el ocupante del coche de caballos con un leve susurro.

– Por supuesto que está muerto. Le dijimos que nos desharíamos de ese engreído y lo hemos hecho. -Los pequeños y brillantes ojos de Willie, el más alto de los hombres, miraban amenazadoramente.

– ¿Dónde está el cuerpo?

– Boca abajo dentro de un riachuelo, aproximadamente a una hora de Londres -contestó Willie, y luego dio indicaciones exactas de la localización.

– Excelente.

Willie se inclinó y dijo:

– El trabajo ya está hecho, de modo que ahora nos gustaría recibir nuestra paga.

Se abrió ligeramente la cortina y una mano enfundada en un guante negro de piel salió por la ventana y dejó caer una bolsa en la mano abierta de Willie. Sin una palabra más, se cerró la cortina. El chofer recibió una indicación y el coche de caballos desapareció en la oscuridad de la noche.

Una sonrisa de satisfacción apareció en el rostro del ocupante del carruaje.

Estaba muerto.

Stephen Alexander Barrett, octavo marqués de Glenfield, por fin, estaba muerto.

Capítulo 2

Stephen estaba soñando.

Manos, muchas manos, lo estaban transportando. Se sentía ingrávido, como una nube que flotase en un cielo de verano azul intenso arrastrada por una cálida brisa. Algo deliciosamente fresco le tocó la frente. Percibió un intenso perfume a rosas. Oyó voces en torno a él… dulces, reconfortantes. Y luego, de repente, cesó el movimiento y se hizo el silencio.

Con un gran esfuerzo, logró abrir los ojos. Vio a una mujer. Una mujer hermosa de cabello castaño y resplandeciente. Le estaba sonriendo.

– Ahora está a salvo -le dijo, apretándole suavemente la mano-, pero está muy grave. Tiene que intentar recuperarse con todas sus fuerzas. Yo me quedaré a su lado hasta que se cure. Se lo prometo.

Stephen la miró fijamente, abrumado por la belleza de aquel rostro, la suavidad de aquel tacto, la dulzura de aquella voz. La mirada de sincera preocupación de aquellos ojos hizo que se sintiera confuso. «¿Dónde estoy? ¿Quién es esta mujer? ¿Y por qué diablos me encuentro tan asquerosamente mal?» Le latía la cabeza, le ardía hombro y era como si tuviera una enorme losa encima del pecho. Intentó mover el brazo, pero desistió cuando le atravesó una fuerte punzada de dolor.

La mujer apretó algo maravillosamente fresco contra su frente. Aquella sensación calmante fue una bendición para su ardiente piel.

Aquello era como estar en el cielo.

Eso era. Debía de estar en el cielo. Ella debía de ser un ángel.

La agradable frescura volvió a calmarle la frente una vez más y él cerró lentamente los ojos. Estaba muerto, pero ¿y qué más daba?

Le había tocado un ángel.


– ¿Ha mejorado, Hayley? -preguntó la voz dulce y femenina de Pamela desde el umbral de la puerta.

Hayley se giró hacia su hermana y vio la preocupación en sus ojos.

– Me temo que no -informó a su hermosa hermana de dieciocho años-. No hay forma de bajarle la fiebre, y sigue entrando y saliendo de un estado delirante.

Pamela cruzó la habitación y apoyó una reconfortante mano sobre el hombro de Hayley. Ésta apretó la mano de su hermana y esbozó una sonrisa, con la esperanza de borrar la expresión de preocupación del rostro de Pamela.

– ¿Hay algo que pueda hacer? -Preguntó Pamela-. ¿Te relevo? Ya llevas una semana así y apenas has descansado.

– Tal vez más tarde, pero me encantaría tomar una taza de té. ¿Te importaría traerme una?

– En absoluto. Ahora mismo te la traigo. También te traeré la bandeja de la cena. Recuerda que debes alimentarte bien para conservar tus propias fuerzas. Si no, no podrás ayudar a nuestro herido a recuperar las suyas.

– Estoy más fuerte que un toro -dijo Hayley para tranquilizarla. Lo cierto era que se sentía muy débil, pero nunca lo reconocería delante de Pamela. Sólo conseguiría preocupar a su hermana, y eso era lo último que quería. Pamela había padecido recientemente una dolencia estomacal. Todavía se veía demasiado pálida y frágil para que Hayley pudiera estar tranquila.

– Acabarás enfermando si sigues así -le advirtió Pamela-. Te traeré la cena y te comerás hasta el último bocado. O si no…

– O si no, ¿qué?

Pamela se acercó más a su hermana.

– O si no, le diré a Pierre que no te ha gustado la comida tan suculenta que te ha preparado.

Una sonrisa sincera iluminó el rostro de Hayley por primera vez en días.

– ¡Dios me libre! ¡Eso jamás! Un insulto de ese calibre a nuestro «queguido cocinego fgancés» sería algo imperdonable.

– Ya lo creo. O sea que, cuando te traiga la cena, te la comes. O «pagagás» las consecuencias. -Después de señalar a Hayley con el dedo con ademán de aviso, Pamela salió de la habitación y cerró la puerta tras de sí.

A solas con su paciente, Hayley le volvió a refrescar la cara una y otra vez con un paño frío. Las heridas ya no representaban una amenaza para su vida, pero la fiebre que había desarrollado sí. Su cuerpo ardía bajo los dedos de Hayley. Durante la última semana, ella había estado sufriendo por él, observando cómo entraba y salía del delirio, gimiendo, agitándose violenta y desesperadamente en la cama, con la piel ardiendo y la cara sumamente pálida. El médico lo había visitado a la mañana siguiente de su llegada y había salido de la habitación negando con la cabeza.

– No hay nada que pueda hacer, señorita Hayley -dijo el doctor Wentbridge con seriedad-. Limítese a mantenerlo lo más cómodo posible y rece para que el final llegue pronto. Sólo podría salvarlo un milagro.

Y por eso Hayley pidió un milagro en sus oraciones.

Hacía seis años que su madre había fallecido en aquel mismo lecho al dar a luz a Callie. Su padre también había muerto allí. No iba a permitir que muriera nadie más.

Hayley prosiguió con sus cavilaciones, pensando en cómo habían cambiado sus circunstancias desde que su querido padre falleciera hacía tres años. El capitán Tripp Albright tuvo una muerte lenta y una larga agonía, que casi mata a Hayley del sufrimiento al verlo en aquel estado y que la dejó con sólo veintitrés años completamente responsable de sus dos hermanos y sus dos hermanas menores. Ella les hacía de madre, de padre, de hermana, de niñera y de ama de casa, al tiempo que traía el dinero al hogar -responsabilidades que nunca se había planteado abandonar, pero que a menudo la agotaban físicamente y la consumían emocionalmente.

Tras la muerte de Tripp Albright, su hermana Olivia se fue a vivir con la familia para ayudar a cuidar de los niños. Hayley también heredó la antigua tripulación de su padre -Winston, Grimsley y Pierre- tres ex marineros con el corazón destrozado, cuyo amor por las aventuras de ultramar murió junto con su capitán.

Los tres hombres habían jurado que, si ya no podían velar por el capitán Albright, honrarían la promesa que le habían hecho en su lecho de muerte de velar por su familia. Y se habían negado desde el principio a recibir una paga como sirvientes, insistiendo en que tenían suficientes ahorros para vivir.

Aquellos hombres resultaron ser una verdadera bendición. Para su consternación, Hayley descubrió que también había heredado de su padre, encantador pero negado para los negocios, un montón de deudas. Convencida de que podría afrontar la situación, lo había mantenido en secreto para no dar a su apenada familia otro disgusto más.

No obstante, afrontarlo todo ella sola representaba una carga muy pesada, y Hayley recordaba que durante aquellos primeros meses a menudo lloraba antes de dormirse. En un abrir y cerrar de ojos, había perdido su juventud, sustituida por un impenetrable muro de responsabilidades. Añoraba desesperadamente a sus padres, añoraba su cariño, su guía y su apoyo. La habían dejado con una casa llena de bocas hambrientas dependiendo de ella y menos de cien libras en efectivo. Noventa y ocho libras y diez chelines, para ser exactos.

Y se sentía demasiado sola. La única persona en la que creía que podía confiar la había abandonado cuando más la necesitaba. Tras fallecer su padre, Jeremy Popplemore, su prometido, se desentendió en lugar de responsabilizarse de la familia de Hayley. Al poco tiempo se había dado el capricho de emprender un largo viaje al continente, y ella no lo había vuelto a ver desde entonces.