– Así es como te deseo. Pienses lo que pienses, no se te ocurra decirme que no te deseo.

Hayley se quedó helada, sintiendo cómo la turgente virilidad de Stephen palpitaba en su palma. Las emociones la bombardeaban por todos los flancos, como un barco vapuleado por la furia de un huracán. Él la deseaba. No del mismo modo en que ella lo deseaba a él, pero la prueba de su deseo era real e inconfundible, literalmente palpable. Y demasiado irresistible.

La cabeza de Hayley se rebeló contra el deseo de su cuerpo, gritándole que era demasiado arriesgado, que tenía demasiado que perder. Su reputación, el respeto de su familia. ¿Y si se quedaba embarazada?

Pero no podía acallar a su corazón. Ya tenía veintiséis años. Y durante toda su vida había sido muchas cosas: hermana, amiga, enfermera, cuidadora.

Pero nunca había sido, sencillamente, mujer.

Hayley miró aquellos hermosos ojos, atormentados por la pasión contenida, aquella mirada tan intensa que transmitía una necesidad que ella jamás había soñado con provocar en un hombre. No podía seguir esquivándolo, huyendo de aquella ardiente promesa sensual que manaba de todos y cada uno de sus poros, del mismo modo que no podía arrancar la luna del cielo.

Quería experimentar la pasión, y no quería hacerlo en las manos de ningún otro hombre más que él.

Stephen estudió el rostro ruborizado de Hayley y casi se cae de rodillas al comprender lo que le estaban diciendo sus ojos. Bastó con una sola mirada para sellar su destino.

Un impulso irrefrenable se apoderó de él y entregó su conciencia al mismísimo diablo. La atrajo fuertemente hacia sí y tomó su boca, abriendo con la lengua la entrada a aquella cálida gruta. Temió que su intensidad la asustara, pero ella le devolvió el beso con la misma pasión, enredando los dedos en su pelo y poniéndose de puntillas para apretarse más contra él. Cada parte de ella se adaptaba perfectamente al cuerpo de él, todos sus picos y valles encajados en su cuerpo como si los dioses los hubieran tallado expresamente el uno para el otro. Él la rodeó fuertemente con ambos brazos, pero parecía no tenerla lo bastante cerca. Deseaba absorberla literalmente, metérsela en la piel. En el alma.

Los labios de Stephen dejaron un ardiente rastro en el fino cuello de Hayley, mientras él se dejaba embargar por su embriagador perfume a rosas y sus gemidos entrecortados. Cuando los labios de Stephen llegaron al escote del camisón, él levantó la cabeza.

Mirándola a los ojos, Stephen le desabrochó lentamente los botones del camisón hasta la cintura, con dedos temblorosos pero decididos.

Cuando hubo acabado, separó el tejido hacia ambos lados, lo deslizó sobre los hombros de Hayley y luego se lo bajó por los brazos. Soltó el camisón y éste cayó sobre los tobillos de Hayley hecho un remolino.

Bajó la mirada y se quedó sin respiración. Ella era increíble. Absolutamente perfecta.

Sus enhiestos senos apuntaban a Stephen con orgullo, sus crestas de color coral endureciéndose bajo su ardiente mirada masculina. Su estrecha cintura daba paso a unas voluptuosas caderas que desembocaban en dos largas y esbeltas piernas. La visión del triángulo de rizos castaños en el vértice de los muslos amenazó con eliminar el poco control que Stephen creía que poseía todavía. Cogiéndole las manos, entrelazó sus dedos con los de ella.

– Eres hermosa, Hayley. Increíblemente hermosa.

Stephen sentía como si le fuera a estallar el corazón. Le bombardeaban emociones completamente desconocidas, atacándole por todos los flancos. Ella estaba allí delante, alta y orgullosa, pero sus ojos abiertos de par en par y el rápido ascenso y descenso de su pecho delataban su nerviosismo.

Desentrelazando los dedos, Stephen deslizó las manos sobre los brazos de Hayley describiendo un movimiento ascendente, y luego le acarició la espalda. Bajó la cabeza y la besó, muy lentamente y con una gran ternura, para ayudarle a relajarse. Siguió el contorno de sus labios con la lengua, saboreándola, tentándola hasta que ella fundió su boca con la de él y le rodeó el cuello con ambos brazos.

Él la sedujo poco a poco, con la boca y con las manos, intentando hacer de aquella experiencia todo cuanto ella deseaba, cuanto ella merecía. Los ángeles merecen el cielo, y aunque sólo fuera por aquella única y maravillosa noche, Stephen estaba decidido a dárselo o a morir en el intento.

Stephen se colocó detrás de ella y le deslizó ambas manos por la espalda hacia arriba y hacia abajo, desde los hombros hasta las nalgas, acariciando con los dedos la suavidad de su piel. Ella se retorcía de placer, restregándose contra el cuerpo de Stephen, la respiración, irregular, los suspiros, entrecortados. Aquéllos eran los sonidos más eróticos que Stephen había oído nunca.

Cuando le acarició con las palmas los lados de los senos, él supo que había tocado la tecla adecuada cuando ella respiró brusca y profundamente. Inclinándose hacia delante para verla mejor, deslizó los pulgares suavemente sobre los pezones de Hayley. Ella le recompensó con un gemido de placer.

Llenándose las manos con la turgencia de aquella carne tan sensible, él la siguió atormentando con los dedos, y luego bajó la cabeza y le rozó levemente los erectos pezones con la lengua. Ella emitió un largo y hondo suspiro, enredó los dedos en el pelo de Stephen, tiró de su cabeza y la atrajo hacia sus senos.

El se dejó guiar por Hayley, se colocó delante de ella y le lamió el pezón, acariciándoselo suavemente con la lengua, luego se introdujo el palpitante ápice en la boca y succionó. Los labios de Stephen se movían frenéticamente hacia dentro y hacia fuera, alternando entre ambos senos, hasta que los quejidos de Hayley se fusionaron en un largo y efusivo gemido de placer.

Stephen deslizó una mano hacia abajo y enredó los dedos en los suaves rizos que cubrían las partes íntimas de Hayley.

– Separa las piernas para mí, Hayley.

Ella obedeció y él acarició su humedad, separando los protuberantes pliegues de carne femenina. Una carne que sólo él había tocado, una carne que ya estaba caliente y húmeda. Para él. Una oleada de posesividad se adueñó súbitamente de Stephen. Aquella mujer era suya. Sólo suya. Deslizó suavemente un dedo dentro de ella, gimiendo de placer cuando sus aterciopeladas paredes se contrajeron en torno a él.

Hayley cerró los ojos y se aferró a los hombros de Stephen mientras susurraba su nombre.

La visión de su rostro ruborizado, sus labios húmedos y enrojecidos por los besos, y aquella palpitante presión en su dedo hicieron que Stephen perdiera el control por completo. Quería, necesitaba sentir las manos de Hayley sobre su cuerpo. Por todo su cuerpo. Deseaba sentirlas sobre su piel. Se despojó rápidamente de sus ropas y se quedó de pie, inmóvil ante ella, dejando que los ojos de Hayley captaran todos los detalles, dándole tiempo para que observara su virilidad. Hayley lo miró de arriba abajo con pasión y él apretó los dientes, ansiando su tacto, pero dejándole que se tomara el tiempo que necesitaba… hasta que no podía aguantar ni un segundo más.

– Tócame, Hayley.

En los ojos de Hayley parpadeaba el reflejo de la duda.

– No sé cómo hacerlo.

– Sólo… tócame. Quiero que percibas con tu tacto lo mucho que te deseo. -Tendió el brazo y guió las manos de Hayley hasta su pecho.

Ella extendió los dedos bajo los de él.

– Te late muy fuerte el corazón -susurró-. Y te arde la piel.

Él deslizó las manos de Hayley hacia los costados de su cuerpo.

– No tengas miedo.

Ella deslizó las palmas por el torso de Stephen, primero con inseguridad, luego con mayor atrevimiento, acariciándole también los hombros y la espalda. Los músculos de Stephen se tensaban y contraían bajo las caricias, delicadas e inexpertas, de Hayley, volviéndole loco. Cuando ella empezó a descender, acariciándole el vientre, él no pudo contener un gemido.

Ella se detuvo en seco.

– ¿Te he hecho daño?

«¡Me estás matando!»

– No, mi ángel. No pares.

Visiblemente envalentonada por la respuesta, Hayley deslizó las manos por el cuerpo de Stephen una y otra vez. El soportó aquella dulce tortura, consciente de que el entusiasmo y la admiración ante aquel sensual descubrimiento que se reflejaba en los ojos de Hayley compensaba con creces cualquier tormento. Cuando ella se inclinó hacia delante y apretó sus labios contra el pecho de Stephen, éste respiró hondo y apretó los puños.

– ¿Te gusta?

– ¡Dios! ¡Sí!

Una maliciosa sonrisa femenina arqueó los labios de Hayley. Besó el tórax de Stephen lentamente, encendiéndole la piel hasta el punto de que parecía que un infierno ardiera en su interior. Cuando le rozó el pezón con la lengua, él no pudo soportar más aquel delicioso tormento.

Cogiéndola en brazos, la llevó hasta el lecho y la tumbó delicadamente sobre la colcha. Estaba a punto de estirarse a su lado, cuando se detuvo, completamente paralizado ante la expresión que vio en el rostro de Hayley. La mirada de Hayley traslucía una mezcla de sensualidad, curiosidad y poder femenino recientemente descubierto. Hayley se arrodilló y miró fascinada su enhiesta virilidad.

Todavía de rodillas, se desplazó hasta el borde de la cama con los ojos clavados en aquella parte de la anatomía de Stephen que parecía a punto de explotar.

Excitado más allá de lo soportable, Stephen le cogió la mano y la guió hacia su prominente miembro.

– Tócame, Hayley. No tengas miedo.

Dubitativa y tan hermosa que a él se le antojaba increíble, le tocó suavemente la punta del miembro con el índice. El gemido de Stephen retumbó en el silencio de la habitación. Nunca una caricia íntima le había hecho alcanzar tan doloroso placer. Moriría si ella continuaba. Moriría si se detenía.

– Tócame otra vez -le suplicó con voz ronca-. No pares, por favor.

Ella deslizó los dedos a lo largo de la tensa virilidad de Stephen y él tuvo que apretar los dientes ante aquella maravillosa sensación. Cuando Hayley rodeó su erección con los dedos y presionó suavemente, a él casi se le detuvo el corazón. Hayley deslizó la mano a lo largo del miembro varias veces más hasta que Stephen le cogió la muñeca. Si ella no paraba, Stephen corría el riesgo de derramar el elixir de su pasión sobre la palma. Y no era eso lo que deseaba. No era lo que ninguno de los dos deseaba. Stephen ya no podía aguantar mucho más.

Empujándola suavemente hacia atrás, se tendió sobre ella, mirando sus luminosos ojos.

– Probablemente esto te dolerá…

– Tú nunca podrías hacerme daño, Stephen.

– Inclinándose sobre ella, la besó en la boca, y el imperioso deseo eliminó toda posibilidad de conversación. Abriéndose paso entre sus muslos, Stephen la penetró suavemente, muy poco a poco, hasta que topó con una barrera… Intentó franquearla con delicadeza, pero fue inútil. Sólo tenía dos opciones: retirarse o embestir.

La cogió por las caderas.

– No quiero hacerte daño -le dijo apretando los dientes.

– No me importa -contestó ella entre jadeos. Empujó hacia arriba en el mismo momento en que él se hundía profundamente entre sus piernas, y juntos rasgaron la fina barrera que separaba a la niña de la mujer.

Stephen apoyó la frente en la de Hayley y se quedó completamente inmóvil. O todo lo inmóvil que le permitían su respiración agitada y su palpitante corazón. ¡Dios! Estaba tan húmeda y se contrajo con tal fuerza alrededor del miembro de Stephen… Como una mano que lo estrujase enfundada en un guante de terciopelo.

Gotitas de sudor salpicaron la frente de Stephen mientras se esforzaba por permanecer inmóvil para dejar que ella se fuera acostumbrando a la sensación de tenerlo dentro.

– ¿Estás bien, Hayley? -dijo con un ronco susurro.

– Nunca he estado mejor. ¿Hay más o esto ha sido todo?

Stephen levantó la cabeza y la miró a los ojos. No pudo evitar sonreír.

– Hay más.

Ella le rodeó el cuello con los brazos y se retorció bajo su cuerpo.

– Enséñamelo. No te olvides de nada.

Dejando de lado cualquier duda, él empezó a moverse lentamente dentro de ella, retirándose casi por completo, sólo para volverse a hundir completamente en sus profundidades otra vez. La mirada de Stephen estaba clavada en la de ella, hipnotizado por el juego de emociones que reflejaba su expresivo rostro. Aceleró el ritmo de las embestidas, temblándole los brazos bajo su peso, decidido a darle a ella placer antes de encontrar el suyo.

Stephen observó cómo la tensión iba creciendo dentro de ella. Hayley se aferró a sus hombros, buscando sus embestidas, con la respiración entrecortada. Cuando alcanzó el clímax, arqueó la espalda, tiró la cabeza hacia atrás e hincó las uñas en la piel de Stephen.

– Stephen. Oh, Dios… Stephen…

Gritó su nombre una y otra vez. Stephen observó cómo Hayley se dejaba llevar por el placer, devorando con ojos y orejas aquella respuesta tan desinhibida. Las contracciones de Hayley estrujaron el miembro de Stephen, llevándole al límite. Volviendo a embestir, derramó su semilla dentro de ella, entregándole un trozo de sí mismo, un trozo de su alma.