La noche anterior Stephen la había hecho mujer. Y se sentía mujer. Una sonrisa de complicidad curvó los labios de Hayley, al evocar el tacto de las manos de Stephen, el sabor de su piel, la sensación de tenerlo en su interior, clavado en sus entrañas. Un placentero escalofrío atravesó todo su cuerpo. ¿Cómo iba a impedir que el resto de la familia se enterara? Seguro que su rostro la delataba.
Se levantó de un salto y corrió hasta el tocador. Se miró fijamente en el espejo en busca de signos visibles de su recién estrenada condición de mujer. Extrañamente, tenía el mismo aspecto de siempre, con la salvedad de los labios hinchados y aquel brillo de felicidad en los ojos.
Sintiéndose como si estuviera flotando en una nube, Hayley se vistió a toda prisa. No estaba segura de lo que iba a decirle a Stephen aquella mañana; lo único que sabía era que se moría de ganas de verle. Seguro que, después de la maravillosa noche que habían pasado juntos, podría convencerle para que se quedara en Halstead. Era imposible que siguiera pensando en marcharse después de lo que habían compartido.
Él le había dicho que no tenía nada que ofrecerle, pero ella sólo lo quería a él. Se abrazó a sí misma y empezó a dar vueltas por la habitación, girando como una peonza, ¡Nada era imposible aquella mañana! Tenían que encontrar un trabajo para Stephen como tutor cerca de Halstead; él tenía que escribir una carta renunciando al trabajo que tenía programado. ¿Y hasta se atrevería a soñar con posibles planes de boda? Un hormigueante escalofrío la atravesó de pies a cabeza ante la mera idea. ¡Había tantas cosas maravillosas que hacer!
Acababa de abrocharse el último botón del vestido cuando oyó que alguien llamaba a la puerta.
– Adelante -dijo.
Pamela entró en la alcoba, con una mirada extraña e inquietante en el rostro.
– ¡Pamela! -Hayley corrió hacia ella y le dio un abrazo-. ¿Qué tal fue el resto de la fiesta con Marshall? ¿Te lo pasaste bien?
Pamela sonrió.
– Fue maravilloso. Hayley…
– Me muero de ganas de oírlo -la interrumpió-. Quiero que me lo cuentes todo con pelos y señales. Venga, vamos abajo para hablar sobre ello delante de una humeante taza de té.
– Luego, Hayley. Ahora tengo algo que contarte.
Por primera vez desde que Pamela había entrado en la habitación, Hayley se percató de su expresión preocupada.
– ¿Va algo mal, Pamela?
Pamela entregó a Hayley un sobre lacrado.
– ¿Qué es esto? -preguntó Hayley, visiblemente desconcertada mientras le daba la vuelta al sobre. Iba dirigido a ella.
– Se ha ido, Hayley.
– ¿Quién?
– El señor Barrettson.
Hayley se quedó de piedra.
– ¿A qué te refieres con que se ha ido?
– Su caballo ya no está en el establo…
– Tal vez alguno de los chicos o el mismo Stephen lo ha sacado a dar una vuelta -la interrumpió Hayley mientras una punzada de miedo empezaba a tensarle los omóplatos.
Pamela negó con la cabeza.
– Fueron precisamente Andrew y Nathan quienes se dieron cuenta de la ausencia de Pericles. Yo fui a la alcoba del señor Barrettson para ver si había salido a cabalgar. La puerta estaba abierta, de modo que entré. -Pamela respiró hondo, entrelazó los dedos de las manos y los apretó fuertemente entre sí-. La habitación estaba vacía, la cama sin deshacer. Esta carta, dirigida a ti, estaba en la repisa de la chimenea.
– Eso no significa que se haya ido.
– Se ha llevado toda su ropa, Hayley.
Hayley tuvo una náusea y se apretó el vientre con las manos.
– ¿Cómo lo sabes?
– Los cajones de la cómoda están vacíos, y también lo está el armario. -Pamela tocó el brazo de Hayley-. Lo lamento.
– Debo… debo leer la carta -dijo Hayley, que estaba hecha un mar de dudas-. Seguro que hay una explicación razonable. ¿Me disculpas un momento, por favor, Pamela?
– Por supuesto. ¿Quieres que te prepare un té?
– Sí-dijo Hayley forzando una sonrisa-. Una taza de té me irá de maravilla.
Pamela salió de la habitación, cerrando la puerta con suavidad tras de sí. Hayley rompió inmediatamente el precinto lacrado, le temblaban tanto los dedos que estuvo a punto de rasgar el papel. Sentía las rodillas demasiado débiles para sostenerse en pie, de modo que se derrumbó sobre una silla y extrajo dos cuartillas.
Mi queridísima Hayley,
Cuando leas estas líneas, yo ya estaré lejos de Halstead, una decisión que sé que no entenderás, pero que ruego a Dios llegues a perdonarme algún día.
Déjame empezar diciéndote que la noche pasada fue la noche más hermosa de toda mi vida. Debido a mi repentina partida, soy consciente de que probablemente no me creerás, pero te aseguro que es verdad. Sé que mi marcha te dolerá, como me duele a mí. Por favor, quiero que sepas que odio tener que hacerte daño, pero no tengo forma posible de evitarlo. Mi marcha no es bajo ningún concepto culpa tuya ni podrías haber hecho nada para impedirla. Yo sabía, los dos sabíamos, que me iría algún día. Ese día, simplemente, ha llegado antes de lo esperado.
O quizás haya llegado demasiado tarde. Si me hubiera marchado antes, lo que ocurrió ayer por la noche nunca habría sucedido. Siempre acariciaré con gran estima los recuerdos de la increíble noche que compartimos. Soy un canalla egoísta por haber permitido que ocurriera, pero, de todos modos, no puedo arrepentirme ni tener remordimientos. Es evidente que no soy tan maravilloso como creías, aunque, de hecho, yo nunca dije que lo fuera.
Eres una mujer sorprendente y con una inmensa capacidad para amar -la única persona que he conocido en toda mi vida que es realmente buena-. Por favor, busca a otra persona a quien amar, alguien que te merezca de verdad.
Si las circunstancias fueran diferentes-si mi vida no fuera tan complicada-, tal vez las cosas podrían haber sido distintas, pero hay cosas sobre mí, sobre mi vida, que no conoces, cosas que hacen imposible mi permanencia en Halstead.
Por favor, perdóname por marcharme de este modo, por despedirme con una carta, pero quería que mi última imagen de ti fuera la que ahora tengo, un ángel dormido entre mis brazos. No podría soportar ver el dolor y la pena reflejados en tus ojos.
Te agradezco a ti y también a tu familia toda la amabilidad y el cariño que me habéis dado. Siempre te estaré agradecido por haberme salvado la vida. Me has llegado muy hondo, Hayley, más hondo de lo que nadie me había llegado nunca. Y, por si quieres saberlo, nunca te olvidaré.
Con todo mi afecto,
STEPHEN
Hayley se quedó un buen rato mirando fijamente la carta, con los ojos secos, aparentemente vacía e insensible. Hizo un esfuerzo por seguir respirando regularmente, resistiéndose a dejarse llevar por aquel dolor desgarrador que amenazaba con partirla en dos. «Si consigo no sentir nada, sobreviviré. Si empiezo a llorar, no pararé jamás.»
Todavía podía oír la voz de Stephen preguntándole con ternura desde la noche anterior: «¿Te ha dolido? ¿Te he hecho daño?» Lágrimas de puro dolor se apretaban fuertemente contra el fondo de sus globos oculares mientras ella luchaba por contener el llanto.
«Sí, Stephen. Me has hecho daño. Y mucho.»
De todos modos, sólo podía culparse a sí misma. Él nunca le había prometido nada y sólo le había dado lo que ella deseaba: la oportunidad de convertirse en mujer. Con un supremo esfuerzo, dobló las dos cuartillas con serenidad y se dispuso a introducirlas en el sobre.
Tuvo dificultades al intentar cerrar el sobre, de modo que miró en el interior para ver cuál era el impedimento. Había algo en el fondo. Invirtió el sobre y su contenido cayó revoloteando sobre su palma.
El fondo del sobre estaba lleno de pensamientos marchitos.
Y Hayley no pudo contenerse más las lágrimas.
Capítulo 23
Stephen estaba sentado en su despacho londinense, revisando las cuentas de sus propiedades con su secretario, Peterson. Se masajeó las sienes a fin de aliviarse el palpitante dolor de cabeza que le estaba torturando, pero el masaje no surtió efecto. La voz de Peterson le zumbaba monótonamente en los oídos, intentando ponerle al corriente sobre lo que había ocurrido durante su ausencia. Stephen llevaba en su casa de Londres casi dos semanas, pero todavía no se había puesto al día con las finanzas.
Miraba, fijamente pero sin ver nada, los papeles que tenía delante; las pequeñas filas de números le bailaban ante los ojos sin que nada tuviera sentido. Por primera vez en la vida, le traían sin cuidado sus intereses financieros. Para ser francos, le importaban muy pocas cosas.
– ¿Le gustaría revisar las cuentas de sus propiedades de Yorkshire, milord? -le preguntó Peterson, observándole por encima de las gafas.
– Disculpe, ¿qué me acaba de preguntar?
– Las propiedades de Yorkshire. ¿Quiere revisar…?
– No -Stephen se levantó con brusquedad y se pasó las manos por el pelo-. Tendremos que acabar esto mañana por la mañana, Peterson.
– Pero, milord -protestó Peterson-, las propiedades de Yorkshire…
– Haga lo que crea conveniente -le dijo Stephen, tajante, mientras le indicaba con la mano que podía irse. Peterson, sin palabras, cogió precipitadamente el fajo de papeles y salió del despacho visiblemente consternado.
Stephen vació su copa de brandy y se alejó de la chimenea para volver a llenarla. Las dos últimas semanas habían sido la peor época de su vida. En su casa de Londres todo funcionaba a la perfección. Tenía un servicio impecable, y sus comidas, formales y aburridas, eran obras maestras del arte culinario. Sin niños, sin perros, sin ruidos y sin caos.
Odiaba cada minuto de aquella asquerosa vida.
El día de su regreso había entrado en la cocina, sembrando el pánico entre el abnegado personal del servicio con tan impropia visita. Un marqués nunca entraría en la cocina a menos que hubiera encontrado algo horrible o imperdonable en la comida.
El segundo día Stephen le había pedido a Sigfried que le enseñara a afeitarse. Su ayuda de cámara le miró como si se hubiera vuelto loco y pidió inmediatamente una infusión reconstituyente para su señoría.
En aquel preciso momento, mientras apuraba su segundo brandy, la mente de Stephen retrocedió hasta la velada que había pasado con Hayley en el despacho de la casa de los Albright. Una sonrisa iluminó su rostro cuando la recordó bebiéndose el brandy de un trago y estando a punto de ahogarse cuando el fuerte licor le quemó la garganta. Luego él le había recitado un poema. Y la había besado. Stephen cerró los ojos y casi pudo notar la suave caricia de aquellos labios en los suyos, aquellas manos rodeándole el cuello, aquella lengua…
– No tengo ni idea de en qué estás pensando -la voz rota de Justin venía de la puerta-, pero debe de ser fascinante. Llevo casi un minuto intentando captar tu atención. -Entró en la habitación y se sirvió un brandy-. ¿Quieres compartir conmigo tus pensamientos?
– No -espetó Stephen arrugando la nariz, y luego ignoró completamente a su amigo.
– Creía que estarías poniéndote al día con las finanzas -comentó Justin con aire despreocupado. Dio un sorbo a su brandy y estudió a Stephen por encima del borde de la copa.
– He despachado a Peterson por el resto del día.
– ¿Ah, sí? ¿Por qué?
– Porque no podía concentrarme y estaba malgastando tanto su tiempo como el mío. -Stephen miró con dureza a su amigo-. ¿Has invadido mi intimidad por alguna razón en particular, aparte de para beberte mi brandy?
– Ya que lo preguntas, hay dos razones. La primera es que tenemos que hablar sobre el último atentado contra tu vida.
Stephen suspiró sonoramente.
– ¿Y qué sentido tiene que hablemos sobre ello?
Justin arqueó una ceja.
– Alguien intentó atropellarte ayer por la noche a la salida del club White. ¿No te parece un suceso digno de comentar?
– Creía que lo habíamos comentado ayer por la noche.
– El hecho de que alguien haya intentado asesinarte otra vez bien merece nuestra atención. Es evidente que tenemos que vigilar a Gregory de cerca.
– Gregory estaba dentro del club cuando ocurrió el incidente -le recordó Stephen-. No hacía ni cinco minutos que yo le había dejado sentado en la mesa del farolito.
– Es fácil contratar a alguien -señaló Justin.
Stephen se encogió de hombros.
– Supongo que sí.
– La verdad es que se te ve bastante tranquilo, dadas las circunstancias.
– ¿Cómo se supone que debería comportarme? -preguntó Stephen-. ¿Quizá preferirías que me desmayara o que estallara en llanto?
– Me tranquilizaría si te viera por lo menos un poco preocupado -dijo Justin-Debemos averiguar quién está detrás de todo esto antes de que vuelva a atacar. Tal vez no tengamos tanta suerte la próxima vez. Ya lo hemos retrasado bastante. Gregory es nuestro principal sospechoso.
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