Justin se sirvió un dedo de brandy y tomó asiento en la butaca que había enfrente de la de Stephen. Los dos hombres permanecieron en silencio durante varios minutos, mirando fijamente la danza de las llamas.

Justin se aclaró la garganta.

– Si continúas bebiendo a ese ritmo, vas a acabar en un estado incluso peor que el de Gregory al marcharse. -Miró la copa de brandy que Stephen tenía en la mano-. Tal vez ya lo estés.

– Todavía no, pero ésa es mi meta -contestó Stephen. Apuró la copa y se sirvió otra.

– Ya entiendo. Entonces, antes de que lo consigas, ¿quieres oír mis observaciones sobre la cena de hoy?

– Por supuesto, aunque estoy seguro de que coincidirán con las mías.

– ¿Cuáles son las tuyas?

– Mi hermano es un borracho ambicioso, ofensivo y endeudado que estoy seguro de que ha deseado verme muerto por lo menos una docena de veces durante la cena. -Volvió a dar otro trago al brandy, deseoso de alcanzar la insensibilidad-. ¿Tienes algo que añadir?

Justin negó con la cabeza.

– No. -Tras varios minutos de violento silencio, preguntó-: ¿Quieres hablar sobre lo que realmente te preocupa?

El nudo que se le hizo a Stephen en la garganta estuvo a punto de cortarle la respiración.

– No. -Dando un buen trago al brandy, miró fijamente las llamas. «¿Por qué diablos no consigo mitigar el dolor? ¿Cuánto brandy necesitaré beber para que desaparezca de una vez por todas?»

– No es mi intención criticarte, Stephen, pero… ¿consideras que beber hasta la inconsciencia es el mejor remedio a seguir? -le preguntó Justin con voz serena-. Sea quien sea, la persona que ha intentado matarte está ahí fuera, esperando otra oportunidad. Apenas podrás defenderte si estás como una cuba.

Stephen apoyó la cabeza en el respaldo de la butaca y cerró los ojos. El fuerte licor se iba filtrando en su interior, y él estaba empezando a alcanzar el estado de vacío mental que buscaba. Tal vez el alcohol no le ayudaría a encontrarse bien, pero, por lo menos, le evitaría encontrarse tan mal. De hecho, con un poco de suerte y unas cuantas copas más, dejaría de recordar cualquier cosa que le resultara dolorosa.

– Te importa. Ella te importa, ¿verdad? -La afirmación de Justin, formulada con una gran delicadeza, golpeó a Stephen como un jarro de agua fría-. Por eso te sientes tan desgraciado.

Stephen abrió los ojos e inmediatamente se percató de su estado de embriaguez. Tres Justin flotaban en el aire delante de él. Volvió a cerrar fuertemente los ojos.

– No sé de qué me estás hablando -le dijo arrastrando la voz.

– Sí, lo sabes -dijo Justin implacablemente-. No has sido el mismo desde que volviste a Londres. Estás triste, enfadado, con un humor de perros, y saltas a la más mínima contra todo el que se te acerca. No es que te merecieras ganar ningún premio de sociabilidad antes de tu estancia en Halstead, pero ahora estás insoportable, casi imposible.

– No me adules tanto que luego no pasaré por la puerta.

– Si te importa tanto esa mujer, ¿por qué no vas a verla? Dile quién eres en realidad. Sé sincero con ella. Si le importabas cuando no eras más que un tutor, le encantará saber que eres un marqués y el heredero de un ducado.

– Me detestaría por haberla mentido -dijo Stephen en tono sepulcral y desapasionado. Dio un buen trago al brandy-. Hayley valora la sinceridad y la honestidad por encima de todo. Créeme, Justin, ella está mucho mejor sin mí.

– En tu estado actual, no lo dudo. Pero está más claro que el agua que tú no estás mejor sin ella.

– Aunque quisiera volverla a ver, no puedo. No en mi actual situación -dijo Stephen con voz gangosa y cansina-. Mi vida corre peligro. Si Hayley estuviera conmigo, ella también correría peligro. Si yo volviera ahora a Halstead, pondría a toda su familia en peligro. Si me siguieran, guiaría a un asesino hasta su puerta.

Justin lo miró fijamente, con un destello de comprensión en los ojos.

– ¡Por Dios, Stephen! No sólo te importa, estás enamorado de ella, la quieres.

Stephen negó con la cabeza y se arrepintió inmediatamente de haberlo hecho cuando el movimiento le desencadenó al instante un fuerte martilleo en las sienes.

– No digas ridiculeces. El amor no es más que un conjunto de palabras biensonantes recitadas por hombres como lord Byron.

– Tal vez pensaras eso antes, pero me apuesto lo que quieras a que últimamente has cambiado de opinión.

Stephen hizo un gran esfuerzo por abrir sus pesados párpados y miró el fuego. Ante él danzaban bellas imágenes, imágenes que llevaba las dos últimas semanas tratando de olvidar. Pero no lo conseguía. Por mucho que trabajara o por mucho que bebiera, no podía quitarse a Hayley de la cabeza.

Hayley riéndose, Hayley jugando con los niños, Hayley leyéndole un cuento a Callie, Hayley dando clases sobre Shakespeare a los chicos, Hayley riñendo sin enfadarse a sus salvajes perros, Hayley envolviendo a Pamela con una colcha apolillada para ocultar su vestido mojado de la mirada de Marshall Wentbridge.

No podía dejar de dar vueltas a los días que había pasado en la casa de los Albright, y se dio cuenta de que aquélla había sido la época más feliz de toda su vida. A los Albright les importaba él. No su fortuna. Le habían incluido en todos los aspectos de sus vidas, habían compartido con él cuanto tenían. Nunca se había sentido tan a gusto en toda su vida. Y todo se había acabado.

Todo.

«¡Maldita sea! ¡Cómo lo echo de menos!»

Stephen echaba de menos el ruido, la confusión y el caos general que reinaba en la casa de los Albright. Echaba de menos el sonido de las risas y el calor de las sonrisas que se intercambiaban en la mesa del desayuno. Echaba de menos coger la diminuta mano de Callie durante la oración de la cena. Y sobre todo, echaba de menos a Hayley.

«¡Por todos los santos! ¡Cómo la echo de menos! Añoro su ternura y su bondad. Me muero por sentir el tacto de sus manos, el sabor de sus besos, la sensación de su cuerpo contra el mío, piel con piel, aquella mirada de amor y admiración brillando en sus expresivos ojos.»

– Les echas de menos.

Las palabras de Justin reflejaron con tal precisión los pensamientos de Stephen que éste no se pudo contener una risa llena de amargura. Luego tragó saliva y asintió.

– Sí. -«Les echo muchísimo de menos. No te imaginas hasta qué punto.»

Le costó un gran esfuerzo decir aquella palabra con el inmenso nudo que se le había hecho en la garganta. Tras engullir el poco brandy que le quedaba en la copa, Stephen dejó con cuidado la copa junto a la garrafa que había en la mesa de caoba. Se inclinó hacia delante, apoyó los codos en las rodillas y hundió el rostro en las palmas. Se sentía vacío, triste, desgraciado, increíblemente culpable y mucho más que un poco borracho.

– Me dijo que se había enamorado de mí. Que me quería -dijo Stephen arrastrando la voz, incapaz de contener las palabras-. Me dijo que no tenía por qué irme, que podía buscarme un trabajo como tutor en Halstead y ser un miembro más de la familia. -Se pasó las manos por la cara y luego entrelazó fuertemente los dedos de ambas manos entre las rodillas abiertas, bajando la cabeza en un gesto de profunda aflicción.

Súbitamente, levantó la cabeza y clavó su apagada mirada en Justin.

– ¿Y sabes qué hice yo cuando me dijo que me quería? ¿Sabes qué le di yo a cambio de lo bien que se había portado conmigo? ¿A cambio de haberme salvado la vida? ¿De ofrecerme su amor? -Se le escapó una risa amarga-. Ahora te explico lo que hice, lo que le di yo a cambio. Le robé la inocencia y me marché a la mañana siguiente. Sin una palabra. No, eso no es del todo cierto. Le dejé una carta en la que le decía que se buscara a otro hombre a quien amar.

Justin lo miró fijamente, visiblemente impresionado.

– ¿Comprometiste la reputación de la señorita Albright?

– Completamente.

Justin miró a Stephen con los ojos como platos. Abrió la boca, pero no le salieron las palabras.

– ¿Nada que añadir? -dijo Stephen con una rancia sonrisa en los labios-. ¿He conseguido impresionarte?

– He de reconocer que sí-admitió Justin. Tras una larga pausa, preguntó-: ¿Has considerado la posibilidad de que hayas podido dejarla embarazada?

Stephen sintió como si faltara oxígeno en la habitación. «¡Dios! ¿Cómo no he pensado en eso antes? Porque estaba demasiado abatido para pensar con claridad.» No, no lo había considerado.

– ¿Y si está embarazada?

El brandy estaba haciendo que a Stephen le diera vueltas la cabeza a gran velocidad.

– No lo puedo saber. Ya haré mis averiguaciones discretamente dentro de varios meses para saber cómo está y si está esperando un hijo.

– ¡Dios mío, Stephen! Creí que era una posibilidad factible que la señorita Albright perdiera la cabeza por ti, pero debo admitir que, a pesar de mis bromas, nunca pensé seriamente que tú pudieras perderla por ella.

– Es un ángel -dijo Stephen, arrastrando tanto la voz que apenas se le entendía. Se le cayeron los párpados y luego añadió-: Hermosa Hayley, del valle de heno. ¡Dios, cómo la echo de menos…! -Su voz se fue desvaneciendo y se le desplomó la cabeza hacia un lado.

Justin negó repetidamente con la cabeza, visiblemente sorprendido. No se podía creer que Stephen estuviera reducido a un estado tan lamentable. Y estaba francamente sorprendido por lo que Stephen acababa de reconocer en pleno estupor etílico. «Debo ayudarle a recuperar la sensatez e intentar mantenerlo sobrio o, si no, sea quien sea la persona que quiere verlo muerto, seguro que logra su objetivo.»

Cogió a Stephen por las axilas y lo levantó de la butaca. «¡Dios! Pesa una tonelada. Una tonelada de peso muerto empapado en brandy.» Stephen se enderezó un poco y Justin medio lo empujó y lo arrastró escaleras arriba. Lo llevó a una de las habitaciones para invitados y lo dejó caer sin demasiados miramientos sobre la cama.

Justin miró a su amigo con el corazón encogido y embargado por la lástima. En vista de las palabras de Stephen y de su estado actual, tan impropio de él, Justin sólo podía concluir que su amigo estaba enamorado de Hayley hasta la médula. Se preguntaba cuánto tiempo tardaría él en darse cuenta. Lo único que Justin deseaba es que no tardara demasiado.

Victoria Mallory no podía dormir.

Se había retirado poco después de la cena, esperando que su ausencia ofreciera a Justin la oportunidad de estirar a Stephen de la lengua y quizá sonsacarle lo que tanto le preocupaba.

Estaba muy preocupada por su hermano. Desde su regreso hacía dos semanas, no había vuelto a ser el mismo. El Stephen de antes era cínico y arrogante y parecía estar de vuelta de todo, pero también sabía ser simpático, divertido e ingenioso y siempre tenía una palabra cariñosa para ella.

Ahora apenas hablaba con nadie y, cuando lo hacía, siempre respondía en tono cortante y con monosílabos. Si decía más de dos o tres palabras seguidas, las acompañaba de una mirada gélida y daba por concluida la conversación. Cuando no estaba mirando a alguien con cara de pocos amigos, estaba bebiendo.

Pero lo que más alarmaba a Victoria era aquella mirada de apesadumbrada resignación en sus ojos. Era casi como si nada ni nadie le importara lo más mínimo.

Cuando llevaba una hora dando vueltas en la cama, Victoria no podía aguantar aquella inactividad por más tiempo. Sencillamente, tenía que saber qué estaba ocurriendo. Se puso la bata y bajó cautelosamente las escaleras.

Se detuvo fuera del salón y pegó la oreja a la puerta. Silencio. Hizo girar lentamente el pomo intentando no hacer ruido y vio que el salón estaba vacío. Avanzó por el pasillo hasta la biblioteca.

Se deslizó con sigilo, el sonido de sus pasos amortiguado por la gruesa alfombra persa. Al detenerse junto a la puerta de la biblioteca, oyó un inconfundible murmullo de voces. Triunfante y sin el menor atisbo de culpa, se arrodilló y miró a través del ojo de la cerradura. Oscuridad. «¡Maldita sea! Debe de estar puesta la llave.» Apretó la oreja contra la puerta, pero las palabras se oían apagadas y distorsionadas.

Sin darse por vencida, Victoria se dirigió a toda prisa hacia el despacho teniendo cuidado de no derribar o golpear ninguna mesa. Cuando llegó a la puerta que unía ambas habitaciones, contuvo la respiración e hizo girar apenas el pomo. Para su regocijo, éste no se resistió. Abrió la puerta con sumo cuidado un par de centímetros y apretó la oreja contra la rendija. Le llegó la voz de Justin: «¿… consideras que beber hasta la inconsciencia es el mejor remedio a seguir? Sea quien sea, la persona que ha intentado matarte está ahí fuera, esperando otra oportunidad. Apenas podrás defenderte si estás como una cuba».

A Victoria se le heló la sangre y se cubrió la boca con la mano para enmudecer un grito sofocado. «¡Santo Dios! Alguien está intentando matar a Stephen!» Volviendo a pegar la oreja a la rendija, escuchó atentamente toda la conversación, aumentando su asombro con cada minuto que pasaba.