Estuvieron cosiendo el resto de la tarde, parando solamente para cenar. A Nathan y Andrew les impresionó bastante la invitación que había recibido Hayley. Tras la cena, las tres mujeres siguieron trabajando durante las oscuras horas de la noche, charlando jovialmente, cortando y cosiendo. Callie se quedó con ellas, junto con la señorita Josephine, hasta que no pudo mantener los ojos abiertos. Se quedó dormida en el sofá del salón, abrazada a su muñeca.
– ¡Ya está! -dijo Pamela, levantándose y desperezándose. Miró el reloj de sobremesa que había en la repisa de la chimenea. Casi era medianoche.
– Pruébatelo, Hayley, querida -dijo tía Olivia.
Ayudaron a Hayley a ponerse el vestido encima de la combinación. Tía Olivia había cosido hábilmente un paño de puntilla en la espalda para que el corpiño le quedara más holgado. Un volante color crema, cuyo tejido habían extraído de un antiguo vestido que se le había quedado pequeño a Pamela, adornaba los bajos del vestido. Y tía Olivia había añadido una cinta de terciopelo color crema debajo de la línea del busto.
– ¡Te sienta de maravilla! -dijo Pamela entusiasmada mientras daba la vuelta alrededor de su hermana-. Es absolutamente perfecto.
– La condesa se quedará impresionada -predijo tía Olivia con una sonrisa.
– Siempre y cuando yo no haga nada que me haga quedar en ridículo -dijo Hayley.
– Tonterías. Seguro que te adora -dijo Pamela ayudándola a quitarse el vestido-. Como todo el mundo.
A Hayley le embargó una profunda tristeza.
«No, no todo el mundo.»
Al día siguiente, un elegante coche de caballos, con puertas lacadas y adornadas con el blasón de la familia Blackmoor, llegó a la finca de los Albright exactamente a la once en punto de la mañana. La familia Albright al completo, incluyendo a Pierre, escoltó a Hayley hasta la puerta del coche de caballos. Ella los abrazó a todos, prometiéndoles que les explicaría hasta el último detalle cuando volviera a casa al atardecer.
Un lacayo uniformado con librea ayudó a Hayley a subirse al coche de caballos y partieron, entre chillidos de los niños y agitar de manos.
En cuanto su familia se perdió en la distancia, Hayley se acomodó en el asiento e inspeccionó el interior del coche de caballos. Nunca había viajado en un vehículo tan lujoso. Deslizó la mano sobre los voluminosos cojines de terciopelo color vino y hundió los dedos en su suavidad.
Con un suspiro, se apoyó en el respaldo, observando cómo pasaba rápidamente el paisaje ante sus ojos. Una vez en Londres, observó cómo iban cambiando los alrededores conforme iban saliendo de los arrabales de la ciudad y entrando en los barrios de más postín. Hayley vio a damas y caballeros elegantemente vestidos paseándose, lujosas tiendas y magníficos edificios. El coche de caballos se detuvo finalmente ante una impresionante construcción de ladrillo. El lacayo le abrió la puerta y la ayudó a bajar.
Subiendo lentamente la escalinata, la mirada de Hayley se fijó en la magnífica estructura del edificio, desde sus envejecidos ladrillos color rosa hasta el pequeño pero hermoso jardín de flores. Justo antes de que pisara el último escalón, se abrió uno de los dos inmensos porticones.
– Buenas tardes, señorita Albright -dijo un mayordomo de rostro impasible mientras daba un paso atrás para dejarle entrar en el vestíbulo.
– Buenas tardes -contestó ella con una sonrisa. Entró en el vestíbulo y contuvo la respiración. Una enorme araña, la mayor que Hayley había visto en su vida, colgaba del techo. Una majestuosa escalera describía una curva y luego ascendía al segundo piso. El suelo del vestíbulo era de mármol verde oscuro y brillaba tanto que Hayley podía verse reflejada.
– ¿Quiere que le guarde el abrigo? -La voz del mayordomo volvió a captar súbitamente la atención de Hayley, y ella le entregó el chal.
– Gracias.
– La condesa está en su sala de estar privada. Por favor, sígame.
Mientras seguía al mayordomo por el pasillo, Hayley fue observando la decoración con sumo interés, intentando no parecer patosa. Lujosas mesas de caoba se extendían a lo largo del vestíbulo, todas ellas adornadas con inmensos arreglos florales elaborados con flores frescas. Admiró las flores y fue nombrando mentalmente cada una de ellas a medida que iba avanzando. Varios espejos realzaban las paredes tapizadas con seda color marfil. Se miró disimuladamente en uno de ellos y sintió un gran alivio al comprobar que el viaje no le había estropeado el peinado.
El mayordomo se detuvo en seco ante una puerta, y Hayley estuvo a punto de chocar contra su espalda de lo concentrada que estaba fijándose en cuanto la rodeaba. Él señaló la puerta y le indicó, con un solemne ademán de la cabeza, que podía entrar en la habitación.
Un fuego crepitaba en el hogar, creando una atmósfera sumamente acogedora. La habitación estaba agradablemente iluminada y decorada en tonos alegres, la luz del sol entraba por unos altos ventanales estilo Palladian. Varios óleos sobre escenas pastoriles decoraban las paredes tapizadas en seda de color verde claro. Dos butacas flanqueaban el sofá, y en un rincón de la habitación había un escritorio de cerezo. También había varios jarrones de cristal llenos de flores frescas, cuya dulce fragancia perfumaba el aire de la sala. Hayley tuvo la sensación de acabar de entrar en un jardín encantado.
– ¿Señorita Hayley? -preguntó una dulce voz a su espalda-. Muchísimas gracias por aceptar mi invitación, sobre todo teniendo en cuenta la brevedad de la nota que la acompañaba.
Hayley se volvió para saludar a su anfitriona, y la sorprendió gratamente la primera visión que tuvo de la condesa. No estaba muy segura del aspecto que esperaba que tuviera la condesa de Blackmoor, pero, desde luego, no se había imaginado nada parecido a aquella joven encantadora que se le acercaba con una cordial sonrisa en su hermoso rostro.
La condesa le tendió la mano.
– Encantada de conocerla, señorita Albright.
Hayley consiguió recordar los buenos modales e hizo una desgarbada reverencia. Luego estrechó la mano de la condesa.
– Es un placer conocerla, lady Blackmoor. Y soy yo quien debe estarle agradecida por su amable invitación.
– Por favor, venga conmigo y tome asiento -la invitó la condesa guiándola hasta el sofá-. Pensé que podríamos conversar unos minutos antes de que nos sirvan el té.
– Esta habitación es una preciosidad -comentó Hayley cuando se hubo sentado.
– Gracias. Es mi favorita. Por frenético que sea mi ritmo de vida, siempre que puedo me refugio aquí para encontrar un poco de paz. -La condesa se inclinó hacia delante y examinó a Hayley sin disimular su interés-. Debo admitir, señorita Albright, que no es exactamente como esperaba. -El rostro de Hayley debió de delatar su consternación porque la condesa se apresuró a añadir-: Oh, no me malinterprete, por favor. Estoy muy sorprendida, gratamente sorprendida, se lo aseguro. -Alargó el brazo y le dio un breve apretón en la mano.
Hayley dejó escapar un suspiro de alivio. Luego devolvió a la condesa su cordial sonrisa y le confesó:
– En tal caso, debo admitir que usted tampoco es exactamente lo que me esperaba encontrar.
– ¿Ah, sí? ¿Y qué se esperaba encontrar? -preguntó con expresión de genuina curiosidad.
– ¿Sinceramente?
– Por supuesto.
– Bueno, me la imaginaba ataviada con algún tipo de impresionante vestido oscuro y unos quevedos colgando de la nariz. Varios collares de perlas, un moño sumamente serio de cabellos grises, y tendiendo a la obesidad. Me imaginaba que cojearía y que sería muy, muy anciana -concluyó Hayley con una tímida sonrisa en los labios.
La condesa estalló en carcajadas.
– ¡Santo Cielo! ¿Y aun así aceptó mi invitación?
– Para serle franca, me planteé la posibilidad de rechazarla, pero mis hermanas menores no me dejaron hacerlo -confesó Hayley, relajándose en presencia de la condesa. A pesar del noble linaje de su anfitriona, era cordial y acogedora, y a Hayley le gustó en cuanto la vio-. Están muertas de envidia porque estoy tomando el té con una condesa. Mi hermana pequeña, Callie, vive para invitar a la gente a tomar el té. Ahora estará en casa, dando vueltas nerviosamente, esperando ansiosa mi regreso para que le cuente cómo sirve el té una condesa.
– ¿Qué edad tiene?
– Seis años. Cumple siete dentro de dos semanas.
– ¡Qué encanto! -La condesa llamó para que le trajeran el carrito del té-. Por favor, prosiga, estoy deseosa de oírlo todo sobre usted y su familia. -Escuchó con sumo interés mientras Hayley le hacía un breve resumen sobre los Albright, incluyendo a Grimsley, Winston y Pierre.
En cuanto hubo terminado, llegó el té.
– ¿Y qué me dice de sus padres? -preguntó la condesa, sirviendo dos tazas.
– Fallecieron los dos.
– ¡Qué terrible desgracia! ¿Y quién cuida de sus hermanos? ¿Su tía?
A Hayley se le escapó una risita.
– No, tía Olivia es un amor, pero me temo que no sería capaz de cuidar de una pandilla tan movida como la que forman mis hermanos.
– Entonces… ¿tienen una institutriz?
– No, sólo estoy yo. Y, por supuesto, Pamela.
La taza de té de la condesa se detuvo súbitamente a medio camino antes de llegar a sus labios.
– ¿Se refiere a que usted está a cargo de toda la casa?
Hayley asintió, divertida ante la expresión de asombro de su anfitriona.
– A veces resulta difícil, pero no los cambiaría por nada del mundo. ¿Tiene hermanos o hermanas, milady?
– Tengo dos hermanos -contestó, cambiando inmediatamente de tema para volverse a centrar en Hayley. Le hizo literalmente decenas de preguntas sobre Halstead, los Albright y los intereses de Hayley. A cambio, la condesa explicó multitud de divertidas anécdotas sobre el fulgurante mundo de la alta sociedad. Hayley se preguntaba por qué la condesa no había mencionado todavía quiénes eran sus amigos comunes, pero era reticente a sacar el tema antes de que lo hiciera su anfitriona. No quería que la condesa pensara que era maleducada.
Cuando acabaron la segunda tetera, Hayley miró por casualidad el reloj de sobremesa y estuvo a punto de volcar la taza.
– ¡Dios mío! No puede ser más tarde de la cinco, ¿verdad?
La condesa se rió.
– Estaba disfrutando tanto de la conversación que no puedo creerme que el tiempo haya pasado tan deprisa.
Hayley se acabó la taza y empezó a levantarse.
– He disfrutado mucho tomando el té con usted, pero debo irme. Si no, mi familia empezará a preocuparse.
– Por favor, no se vaya todavía -le dijo la condesa mientras la retenía tocándole suavemente el brazo-. Todavía no hemos hablado de nuestros amigos comunes.
Volviendo a tomar asiento en el sofá, Hayley dijo:
– Debo admitir que, al principio, me corroía la curiosidad por saber de quiénes se trataba, pero ya hace un buen rato que me he olvidado completamente de ellos, sean quienes sean. -Sonrió-. Es muy extraño, pero tengo la sensación de que hace mucho tiempo que la conozco.
La condesa le devolvió la sonrisa.
– Me ocurre exactamente lo mismo. De hecho, me encantaría que fuéramos amigas.
Normalmente a Hayley le habría desconcertado bastante la idea de entablar una relación de amistad con una dama de tan ilustre cuna. Pero, tras aquella tarde con la condesa, se sentía muy a gusto y relajada en su presencia.
– Sería un honor para mí, lady Blackmoor.
– En tal caso, insisto en que me llame Victoria. Todos mis amigos me llaman así.
– De acuerdo… Victoria. Usted puede llamarme Hayley.
– Excelente. Hayley, creo que es hora de que hablemos sobre nuestros amigos comunes.
Hayley esperó, corroída por la curiosidad.
– Soy toda oídos.
– Creo que usted conoce a mi marido. La curiosidad de Hayley dio paso a la confusión.
– ¿Su marido? -El conde de Blackmoor. Hayley sacudió la cabeza.
– Estoy segura de que no he tenido nunca ese placer.
– Tal vez le conozca por su nombre de pila -sugirió Victoria.
– Es del todo improbable.
– Se llama Justin Mallory.
Hayley miró fijamente a Victoria, muda de asombro ante sus desconcertantes palabras. Tardó un minuto entero en recuperar la voz.
– Conozco a un señor Justin Mallory, pero debe de tratarse de una coincidencia. El señor Justin Mallory que yo conozco no es un miembro de la nobleza.
Victoria se levantó del sofá y cruzó la habitación hasta llegar al elegante escritorio que había en un rincón. Volvió con un cuadrito enmarcado y se lo entregó a Hayley.
– Éste es mi marido, Justin Mallory, conde de Blackmoor.
Hayley miró la diminuta pintura y sintió como si no le llegara la sangre a la cabeza. El apuesto caballero que la miraba era, sin lugar a dudas, el mismo Justin Mallory que ella conocía. Consternada y confundida, dijo:
"Rosas Rojas" отзывы
Отзывы читателей о книге "Rosas Rojas". Читайте комментарии и мнения людей о произведении.
Понравилась книга? Поделитесь впечатлениями - оставьте Ваш отзыв и расскажите о книге "Rosas Rojas" друзьям в соцсетях.