Hayley…
Ella ocupaba todos sus pensamientos, llenaba cada recoveco de su mente, y no había nada que la pudiera apartar de allí. Si sólo…
– Stephen.
Stephen se quedó helado y luego farfulló una blasfemia y pensó: «¡Maldita sea, hasta oigo su voz!» Siguió andando. Había dado menos de dos pasos cuando volvió a oír que alguien le llamaba. Se volvió y miró fijamente a la mujer que se le acercaba, sin creerse lo que veían sus ojos. Sacudió enérgicamente la cabeza como si quisiera borrar aquella visión, convencido de que sus ojos le estaban engañando. «Debo de estar borracho», pensó. Pero era imposible, sólo se había bebido una copa de champán. La visión siguió avanzando, deteniéndose aproximadamente a un metro de él.
– Hola, Stephen.
Era real. No era ninguna aparición ni tampoco el producto de su imaginación. Se trataba de Hayley. Su ángel. De pie ante él, con el vestido azul pálido que él le había regalado, los ojos luminosos y brillantes y una tímida e insegura sonrisa en los labios. Stephen cerró los ojos y tragó saliva, bombardeado por una tormenta de sentimientos contradictorios. Confusión. Extrañeza. Alegría.
Abrió los ojos de par en par y la miró, recorriendo su figura de arriba abajo con la mirada. «¡Dios! ¡Qué hermosa es! Y cómo la he echado de menos.»
Pero, ¿qué estaba haciendo allí? ¿Cómo lo había encontrado? A Stephen se le paró el corazón. «¡Dios mío! Debe de estar embarazada. Por eso me ha seguido la pista.» Multitud de emociones volvieron a bombardearle. «Hayley. ¡Embarazada!» Se le desbocó el corazón y empezó a latirle con más fuerza. Le embargó un júbilo que no tenía ningún derecho a sentir. Estaba a punto de correr hacia ella, abrazarla con todas sus fuerzas y no dejarla marchar nunca más, cuando recuperó súbitamente la razón.
Dentro de sólo unos minutos iban a tenderle una trampa a un asesino, un asesino que podía estar lo bastante loco o lo bastante desesperado como para matar también a Hayley si estaba en medio. Según sus datos, era posible que alguien le estuviera siguiendo los pasos justo en ese momento. No podía poner la vida de Hayley en peligro. Tenía que quitársela de encima. Y cuanto antes mejor.
– Quiero que vuelvas a la fiesta. Ahora.
Ella negó con la cabeza.
– Tengo que hablar contigo.
– ¿Cómo diablos me has encontrado?
– A través de tu hermana.
– ¿Mi hermana? -«¡Maldita sea», pensó, «vaya lío que ha organizado Victoria!»-. Vete. De inmediato.
– No. No pienso moverme de aquí.
Stephen apretó los puños. «¡Maldita testaruda!» Si le ocurría algo a Hayley, mataría a Victoria con sus propias manos. Y parecía que, a aquel paso, tendría que cargar literalmente a Hayley hasta la mansión. Pero antes tenía que saberlo.
– ¿Esperas un hijo? ¿Por eso has venido?
Ella se puso lívida.
– No -susurró.
– ¿Entonces por qué…? -Se le quebró la voz cuando le asaltó una idea que le heló la sangre. Se impuso la realidad, aplastándole con su implacable peso. Conocía demasiado bien la naturaleza humana y sabía que, si Hayley le había buscado después del daño que debía de haberle hecho abandonándola de aquella forma, era porque, como todo el mundo, quería sacar tajada de la situación.
«¡Dios mío, qué estúpido he sido! Es igual que la multitud de aristócratas cazadoras de fortunas y buscadoras de títulos que me sale a cada paso.» Una gélida rabia le hizo apretar los puños. «¿Cómo he podido ser tan idiota y tan ingenuo?»
La miró con los ojos entornados.
– ¿Sabes quién soy?
– Sí. Sé que eres el marqués de Glenfield.
Stephen le contestó con voz gélida.
– ¿Por eso has venido? Averiguaste que era rico y de buena familia y te imaginaste que podrías sacar tajada. ¿Qué pasa? ¿No ganas lo suficiente vendiendo relatos para alimentar a todas esas bocas hambrientas? ¿Acaso vienes a reclamar los varios miles de libras que crees que te debo por haberme salvado la vida? ¿O tal vez por «los servicios prestados»? -La repasó de arriba abajo con una mirada inconfundiblemente insultante-. No tengo la costumbre de pagar los favores sexuales, pero fuiste un interesante pasatiempo. Lamentablemente para ti, ahora voy un poco justo de efectivo, pero contactaré con mi agente para que te pague mañana.
El rostro de Hayley se había puesto pálido como la muerte.
– ¿Cómo puedes decirme esas cosas tan horribles? -susurró mientras se le quebraba la voz-. ¡Dios mío! ¡No te conozco! ¿Quién eres?
A Stephen se le escapó una risa llena de amargura.
– Como tú misma acabas de decir, soy el marques de Glenfield. Y, en calidad de tal, no tengo el deseo ni la intención de proseguir esta discusión. Cualquier relación que hayamos podido tener es cosa del pasado. Sugiero que lo tengas presente y que te mantengas alejada de mí.
Hayley permaneció completamente inmóvil durante varios segundos. Luego levantó la barbilla, echando chispas por los ojos.
– ¿Cómo demonios he podido equivocarme tanto sobre ti? Eres un hombre frío y horrible. Un completo desconocido. -Tras dirigirle una última y fulminante mirada, con una expresión que reflejaba elocuentemente su desprecio y su rencor, se dio la vuelta.
De repente, a Stephen le asaltó la duda. La indignación, el enfado de Hayley… parecían tan auténticos. ¿La había malinterpretado? Alargó la mano y retuvo a Hayley sujetándola del brazo.
– Hayley, yo…
La palma de la mano de Hayley se estrelló contra la mejilla de Stephen con un ruido seco. Soltándose bruscamente de Stephen, Hayley se frotó el brazo en el lugar donde él la había tocado como si intentara eliminar la sensación de aquel contacto en su piel.
– Como tú mismo acabas de decir, eres el marqués de Glenfield -le devolvió sus mismas palabras, con el pecho hacia delante y echando fuego por los ojos-. Y, en calidad de tal, no tengo el deseo ni la intención de proseguir esta discusión. Cualquier relación que hayamos podido tener es cosa del pasado. No quiero tener nunca la desgracia de volverte a ver. -La mirada despectiva que le dirigió podría haber prendido fuego a un bosque-. Sugiero que lo tengas presente y que te mantengas alejado de mí. -Habiendo dicho esto, se dio la vuelta y se alejó sendero abajo, con los puños apretados a ambos lados del cuerpo.
A Stephen le ardía la cara en el lugar donde la mano de Hayley le había dejado la marca de la bofetada, pero aquel escozor no era nada comparado con el terrible dolor que se le clavaba en lo más profundo de su alma. Sintió como si, de repente, se le hubieran secado las entrañas y se moría por dentro cuando se dio cuenta de que acababa de cometer un terrible e imperdonable error. Tras pasar sólo dos semanas en Londres, rodeado de sus colegas superficiales e interesados, se había olvidado de que realmente existía gente como Hayley.
Le había mirado como si le odiara. Y no la podía culpar por ello. Él también se odiaba a sí mismo.
Inmovilizado por la angustia, la miró fijamente mientras se alejaba.
Y contempló cómo Hayley salía de su vida, para siempre.
Capítulo 26
Hayley estaba tan enfadada, tan desilusionada, tan profundamente dolida que no se fijó en adonde iba. Lo único que quería era alejarse de Stephen lo antes posible. Avanzó con paso airado por un sendero del jardín, echando pestes contra Stephen, hasta que sintió que la cabeza le iba a estallar. De todos modos, estaba contenta de sentir rabia. Le impedía tirarse al suelo, hacerse un ovillo y sumirse en la humillación y la autocompasión.
Tras varios minutos, bajó el ritmo y miró alrededor.
No tenía ni idea de dónde estaba.
Se encontraba rodeada por altos setos. Estiró el cuello y vio las luces de la mansión parpadeando a lo lejos. En plena tempestad emocional, se había alejado bastante del edificio. Divisando un banco de mármol a unos metros, agradeció poderse sentar un rato. No estaba en absoluto preparada para volver a la fiesta.
De hecho, tras pensarlo momentáneamente, decidió que no volvería a la fiesta. ¿Para qué exponerse a la humillante posibilidad de volverse a encontrar con Stephen? Y no le apetecía nada hablar con Victoria. ¿Qué iba a decirle? Apenas podía soportar pensar en las cosas tan odiosas que le había dicho Stephen, y no digamos repetirlas.
Hundió la cara en las manos, profundamente avergonzada. «¡Dios mío! ¡Qué estúpida he sido!» Creía estar enamorada de Stephen, pero, ¿cómo podía estarlo cuando era evidente que no le conocía? El hombre de quien estaba enamorada nunca se habría comportado como aquel frío y amargado desconocido del jardín. «No permitiré que me destruya. Es un mentiroso indigno de mi confianza y de mi amor. Tengo una familia a quien querer, una familia que me quiere y que me necesita.»
Pero, por mucho que lo intentó, Hayley no pudo evitar que las lágrimas le inundaran los ojos y le resbalaran por las mejillas. Lágrimas inútiles y desesperadas por un espejismo, un mero producto de su imaginación, un hombre a quien había amado durante un breve período de tiempo.
Un hombre que, en realidad, no existía.
Casi todos los invitados estaban bailando o conversando. El champán y el brandy fluían a borbotones, y más de la mitad de los presentes estaba cerca de la embriaguez. Una figura solitaria recorrió el salón de baile y se coló disimuladamente por las puertaventanas que daban al jardín. Andando a paso ligero y con la cabeza gacha, se adentró en el jardín. «Pronto estarás muerto, canalla. Entonces todo será mío, como siempre debería haber sido.»
Stephen se quedó mirando fijamente a la oscuridad durante un buen rato después de que Hayley desapareciera en la distancia. Tenía las entrañas en carne viva, los nervios destrozados, el alma dolorida. Aunque llegara a vivir cien años, jamás olvidaría la expresión de profunda desilusión del rostro de Hayley. Ni su última mirada llena de desprecio.
Sumido en sus martirizantes pensamientos, al final empezó a descender por un sendero, girando en la dirección contraria adonde se encontraba la mansión. Casi era la hora en que tenía que encontrarse con Justin, pero necesitaba unos minutos para recomponerse y calmarse. Divisó un banco de mármol y decidió sentarse un rato. Cerrando los ojos con fuerza, intentó, sin éxito, borrar la imagen de Hayley de su mente.
¿Cómo diablos habían contactado Victoria y Hayley? ¿Estaba Justin involucrado de algún modo? Stephen no tenía ni idea, pero estaba dispuesto a averiguarlo antes de que acabara la noche. La mirada desconcertada de Hayley irrumpió súbitamente en sus pensamientos, y él dejó caer su martilleante cabeza sobre las palmas de las manos.
– Hola, Stephen -dijo una voz procedente de la oscuridad.
Stephen levantó la cabeza y miró hacia las sombras. Se le acercó una figura. Todo su cuerpo se quedó completamente inmóvil cuando vio la pistola apuntándole al centro del pecho.
El nerviosismo de Justin crecía con cada minuto que pasaba. Stephen llegaba tarde. La trampa estaba tendida, los agentes de la ley, en sus puestos, pero no había ni rastro de Stephen en la oscuridad del jardín. Pasaron cinco minutos más, pero el sendero del jardín seguía en silencio y desierto. El pulso de Justin empezó a latir con más fuerza, y un terror creciente e implacable se adueñó de él.
«¡Maldita sea, Stephen! ¿Dónde diablos te has metido?»
Stephen miró fijamente el arma que le apuntaba y luego alzó la mirada lentamente. Unos ojillos llenos de odio lo miraban fijamente. Supuso que debería estar sorprendido, pero, en lugar de ello, sintió un raro distanciamiento, como si, en cierto modo, estuviera observando la escena desde lejos. Como si fuese el espectador de una extraña escena de una obra macabra.
– Debo decir que esto no es exactamente lo que me esperaba -comentó en tono neutro. Miró el arma-. ¿Quizá podrías tomarte la molestia de explicarme por qué estás apuntándome con esa pistola? O mejor, ¿tal vez podrías tomarte la molestia de apuntar a algún otro lugar?
Los finos labios de la funesta figura esbozaron una maliciosa sonrisa.
– Me gusta apuntar adonde estoy apuntando. Y, en lo que respecta a por qué te estoy apuntando, es obvio. Voy a matarte.
– Entiendo. -Stephen calculó rápidamente la distancia que los separaba y concluyó que no podría cogerle el arma sin que le disparara antes.
– No te recomiendo que intentes desarmarme. Soy una excelente tiradora. Serías hombre muerto antes de tocarme.
– ¿Ah, sí? -dijo Stephen arrastrando la voz-. No tenía ni idea de que fueras tan buena con las armas, pero creo que tu seguridad en ti misma es infundada. Ya me has disparado varias veces y has fallado.
– No fui yo, estúpido. -Cada palabra era veneno puro-. Esos idiotas que contraté lo hicieron todo mal. Por eso he decidido hacerlo con mis propias manos. Así estaré segura de que estás bien muerto.
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