Stephen miró teatralmente a su alrededor.
– ¿Y dónde está mi querido hermano? Venga, Gregory, sal de tu escondrijo. ¿Te has escondido entre los setos?
Una carcajada llena de amargura rasgó el aire.
– Tu hermano no es más que un parásito borracho que vive a mi costa. No tiene suficiente cerebro pata matar a nadie.
– Entonces, ¿no estás haciendo esto por él? -Stephen la observaba atentamente, esperando una oportunidad para desarmarla.
Ella lo miró como si se hubiera vuelto loco.
– ¿Por qué iba hacer algo por Gregory? Le detesto. Esto lo hago por mí. ¡Sólo por mí! Cuando hayas muerto, Gregory heredará el título y las propiedades y yo me convertiré en marquesa. Y, cuando muera tu padre, también seré duquesa. Los miembros de la alta sociedad dejarán de despreciarme y rechazarme como la molesta, poco agraciada, tímida e insignificante mujer del segundo hijo de un duque.
Dirigió a Stephen una mirada fulminante y llena de odio mientras le temblaba la voz de pura rabia.
– Me convertiré en la reina de la ciudad. Todo el mundo buscará mi compañía, mendigará mi favor. Nadie me ignorará ni me despreciará. Nunca volveré a tener que pasar por la humillación de ser la fea esposa de Gregory, una mujer de quien compadecerse. Tendré poder e influencias. -Sus ojos se achinaron hasta convertirse en sendas ranuras-. Y no me veré obligada a soportar más la indiferencia de Gregory. En lugar de ello, tendré multitud de amantes, todos ellos disputándose mis favores, deseosos de complacerme.
Stephen se dio cuenta de que tendría más probabilidades de salir con vida si la hacía hablar.
– Dime, Melissa, si ansiabas tan vehementemente un título, ¿por qué no te casaste con un hombre que ostentara uno? ¿Por qué te conformaste con Gregory?
– No tuve otra elección. Mi padre arregló mi matrimonio. Al principio, estaba profundamente feliz, encantada de poder escapar por fin de mi familia. ¿No sabías que tengo tres hermanas mayores?
– No -respondió Stephen negando con la cabeza.
– Claro que no lo sabías. Nadie lo sabe. Nadie pierde el tiempo hablando conmigo. No soy guapa. No tengo una portentosa inteligencia ni ningún don para la música. Soy fea y patosa y tímida y, por lo tanto, fácilmente despreciable. Insignificante. -Miró a Stephen con ojos brillantes-. Mis tres hermanas son muy guapas. Guapas y con mucho talento. Los hombres se arremolinaban en torno a ellas y mis padres les organizaron maravillosas puestas de largo y abrieron la casa a multitud de pretendientes. Todas pudieron elegir un buen partido.
Melissa hizo una breve pausa para coger aire y luego prosiguió.
– Me han ignorado, apartado, aplastado, ridiculizado y ocultado durante toda la vida. Creía que mi vida iba a cambiar cuando me casé con Gregory, pero todavía empeoró más. Yo ya sabía que él sólo se había casado conmigo por mi dinero, pero esperaba… -Su voz se fue desvaneciendo y a Stephen le pareció detectar el brillo de las lágrimas en sus ojos. Pero, cuando prosiguió con su discurso, su tono de voz era tan duro como el granito-. Gregory me desprecia y aprovecha cualquier oportunidad para demostrármelo. Me humilla pavoneándose con sus mujeres ante mis narices, como si yo no pintara nada, como si no fuera nadie. Me habría gustado tener un hijo, pero tu hermano ni siquiera me toca. -Dio un paso adelante-. Ha cometido un error. Todos habéis cometido un error. Y, después de esta noche, todo lo que siempre he deseado, todo lo que siempre me ha sido negado, todo cuanto merezco, será mío. -Cogió la pistola con ambas manos y la niveló con el pecho de Stephen.
Stephen se quedó completamente inmóvil, curiosamente con la mente en blanco. Melissa estaba demasiado lejos para desarmarla y lo bastante cerca como para acertar el tiro si tenía tan buena puntería como ella decía. Stephen se dio cuenta de que el pulso de su inminente verdugo era perfectamente estable.
– ¿Quieres decir tus últimas palabras? -dijo la mujer teatralmente.
De repente, a Stephen le asaltó la imagen de Hayley. Ella era lo único bueno que le había pasado en toda la vida, y la había perdido para siempre. La idea de luchar por su vida, una vida vacua y carente de sentido, le llenó de resignado agotamiento. ¿Para qué luchar por una vida que no merecía la pena vivir?
Stephen esbozó una amarga semisonrisa.
– Espero que los títulos y el prestigio te hagan más feliz de lo que me han hecho a mí.
Melissa le apuntó al corazón.
– Adiós, Stephen -dijo educadamente, con el mismo tono que podría haber empleado para preguntarle si quería una taza de té.
Y luego apretó el gatillo.
Capítulo 27
Hayley se levantó del banco e inició el largo paseo de vuelta a la mansión. Llevaba andando varios minutos cuando oyó unas voces apagadas a lo lejos. Al principio, no les prestó atención, sintiendo sólo una ligera irritación por la posibilidad de cruzarse con alguien y verse forzada a mantener una conversación, algo que, desde luego, no le apetecía lo más mínimo. Lo único que quería era irse de aquella horrible fiesta y volver a Halstead lo antes posible.
Aceleró el paso, esperando que las personas que estaban conversando no se percataran de su presencia. Pero, conforme se iba acercando a ellas, varias palabras inconexas llegaron a sus oídos: «Esperaba… Molestia… Pistola… Obvio… Matarte…»
La palabra «matarte» la hizo aminorar la marcha. Se detuvo, aguzando el oído. Las voces venían del otro lado del seto. Se acercó un poco más al seto y se dio cuenta de que una voz era de mujer y la otra de hombre. Sus ojos se abrieron de par en par cuando volvió a oír hablar al hombre: «¿Y dónde está mi querido hermano? Venga, Gregory, sal de tu escondrijo. ¿Te has ocultado entre los setos?»
Hayley reconoció de inmediato la voz de Stephen. Se agachó, miró entre las ramas del seto y observó atentamente intentando ver algo en la oscuridad. Stephen estaba sentado en un banco, a unos seis metros de ella. Hablaba con una mujer que se encontraba de espaldas a Hayley.
Escuchó atentamente la conversación, aumentando su horror a cada segundo que pasaba. «¡Dios mío! Si no hago algo, esa mujer va a disparar a Stephen.» Se puso de pie y miró alrededor completamente desesperada. La casa estaba demasiados lejos para ir a pedir ayuda. Aquella loca podía apretar el gatillo en cualquier momento. Procuró respirar más pausadamente y mantener la calma mientras se rompía la cabeza intentando idear un plan. Al volver a mirar a través del seto, vio a la mujer nivelando la pistola con el pecho de Stephen.
– ¿Quieres decir tus últimas palabras? -dijo la mujer teatralmente.
Hayley respiró hondo y pensó: «Ahora o nunca.»
Y se lanzó contra el seto.
– ¡Uf!
Hayley no volvió a exhalar hasta que aterrizó sobre el césped, encima de la mujer. La fría pistola salió despedida cuando ambas chocaron contra el suelo. La mujer se quejó e intentó moverse, pero Hayley la retuvo.
– Quíteme las manos de encima-gritó la mujer, intentando zafarse de ella.
– No pienso hacerlo -dijo Hayley apretando los dientes. Se sentó sobre la espalda de su prisionera, y le aplastó los hombros contra el suelo con ambos brazos. Miró a su alrededor y sintió un gran alivio al ver la pistola en el suelo a varios metros. Su mirada se desplazó hasta el banco donde estaba sentado Stephen, y se le paró el corazón.
Stephen estaba estirado en el suelo, inmóvil, boca abajo.
– ¡No! ¡Dios mío, no! -Su angustiosa súplica retumbó en el silencio de la noche. Se olvidó inmediatamente de la mujer que tenía debajo. Se levantó de un salto y corrió junto a Stephen. Arrodillándose, le dio la vuelta con suavidad y emitió un grito sofocado. Stephen tenía la cara cubierta de sangre y una herida en la sien que le sangraba profusamente. Hayley percibió un fuerte olor metálico. Temerosa incluso de respirar, le puso una mano en el pecho y casi se desmayó del alivio al sentir el latido del corazón bajo la palma-. Stephen, Dios mío, ¿me oyes? -Le tocó suavemente la cara con dedos temblorosos. Él escudriñó su rostro por un instante y luego cerró lentamente los ojos-: ¡Stephen! -gritó Hayley en tono desgarrador. Con el rabillo del ojo, captó un movimiento. Miró a su alrededor y vio a la loca avanzando hacia ella mientras se sacaba una pequeña pistola de entre los pliegues de la falda. Una negra oleada de odio, que no se parecía a nada de lo que Hayley había sentido antes, se adueñó completamente de ella. Dejó con sumo cuidado la cabeza de Stephen en el suelo y luego se levantó y se encaró a la mujer que se le estaba acercando.
– No sé quién es usted, pero ha cometido un grave error -dijo la mujer, mientras seguía avanzando hacia ellos, deteniéndose a poco más de un metro. Y volvió a apuntar con la pistola a Stephen.
Hayley no dudó ni un momento. Se lanzó contra la mujer, empujándola hacia atrás con todas sus fuerzas. La estatura de Hayley, combinada con su rabia, derrumbó a la mujer, que acabó tumbada boca arriba sobre el césped, desarmada de nuevo y completamente aturdida. Cogiendo la pistola del suelo, Hayley se le acercó y la apuntó desde arriba, dispuesta a apretar el gatillo si fuera necesario.
Se oyeron gritos y el ruido de pasos corriendo detrás de Hayley. Una distracción momentánea la hizo apartar la vista de la loca durante una fracción de segundo.
Fue suficiente.
La mujer se arrojó sobre Hayley, a la que cogió desprevenida. Hayley cayó al suelo y la pistola salió despedida de su mano, volando por los aires. La mujer intentó desesperadamente hacerse con el arma, cogiéndola al vuelo por la empuñadura. Riéndose triunfalmente, empuñó la pistola y apuntó al pecho de Hayley.
El ruido del disparo retumbó en el silencio de la noche.
Justin atravesó el seto, jadeando, e inspeccionó visualmente sus alrededores. Contempló la escena que tenía delante y se le heló la sangre en las venas. Había una mujer tirada en el césped, cubierta de sangre. Otra mujer estaba sentada a pocos metros con la cara hundida en las palmas. También había un hombre en el suelo, medio oculto tras un banco de mármol.
– ¿Qué ha ocurrido? -preguntó a Weston, el agente de la ley que se encontraba arrodillado junto a una de las mujeres.
– Está muerta-informó él sin el menor atisbo de emoción en la voz.
Justin se arrodilló junto a Weston y miró el rostro de la mujer muerta.
– ¡Santo Dios! -susurró, consternado. Miró a la otra mujer y luego la volvió a mirar para cerciorarse. Los ojos casi se le salen de las órbitas-. ¿Señorita Albright? -No se habría quedado más helado si se le hubiera aparecido la mismísima Virgen María-. ¿Qué diablos está haciendo usted a aquí? -Luego volvió a dirigirse a Weston-. ¿ Qué ha pasado?
Antes de que ninguno de los dos pudiera responder, Nellis, el otro agente de la ley, chilló:
– Es lord Glenfield. Le han disparado.
Justin se levantó de un salto y corrió hasta donde estaba Nellis. Echó una mirada al rostro ensangrentado de Stephen y le dio un vuelco el corazón.
– ¿Está vivo?
– Sí, pero debe verlo un médico sin tardanza.
– Vaya a buscar al doctor Goodwin, es uno de los invitados de la fiesta -ordenó a Nellis, quien se fue corriendo a cumplir el mandato. Justin se quitó rápidamente la chaqueta y se la puso encima a Stephen, rogando a Dios que su amigo sobreviviera.
A poco más de un metro, Hayley se puso en pie temblando y se apartó el pelo de los ojos. Vio a la mujer en el suelo y a un hombre arrodillado junto a ella. El hombre se levantó y se acercó a Hayley.
– ¿Está muerta? -susurró Hayley. Un escalofrío le recorrió la espalda.
– Lo está -asintió el hombre.
– Le ha disparado usted -dijo Hayley. Luego respiró hondo y tragó saliva, mientras se echaba a temblar-. Me ha salvado la vida -añadió con un hilo de voz-Gracias.
– No se merecen, ¿señorita…?
– Albright. Hayley Albright.
– Yo me llamo Weston -dijo amablemente. Tomándola del brazo, añadió-: ¿Por qué no me deja que la acompañe hasta la mansión, señorita Albright, y…?
– No. -Hayley negó con la cabeza y se volvió hacia Stephen-. Quiero quedarme. -Se soltó del brazo de Weston y se acercó a Stephen, arrodillándose junto a él-. ¿Está vivo? -preguntó a Justin, aterrada por la posible respuesta.
Justin la miró.
– Sí. Parece que todavía le queda un atisbo de vida.
En aquel momento llegó el médico, seguido casi inmediatamente de Victoria y otro hombre. En vista de su parecido con Stephen, Hayley supuso que era su hermano, Gregory, el esposo de la loca. El médico empezó inmediatamente a explorar a Stephen, y Justin abrazó a Victoria contra su pecho.
Gregory miró a su esposa muerta y se quedó lívido.
– ¿Qué diablos ha pasado aquí? -preguntó con voz trémula.
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