– Eso es lo que vamos a esclarecer -dijo Weston con serenidad. Ordenó a Nellis que mandara a los invitados de vuelta a la mansión y que llamara al juez. Mientras Nellis cumplía sus órdenes, el resto del grupo se separó del médico para dejarle trabajar.
Weston preguntó a Hayley qué había pasado en el jardín, y ella relató con claridad lo ocurrido. Todos la escucharon, con expresión de consternación en sus rostros. Cuando hubo acabado, Weston prosiguió con el relato.
– Oí voces al otro lado del seto. Miré a través del seto y vi a lady Melissa apuntando a la señorita Albright con una pistola. Apunté a través del seto y disparé. -Su mirada se desplazó hasta el cuerpo muerto que había estirado sobre el césped-Atravesé el seto, seguido de lord Blakmoor y de Nellis. Encontramos a lady Melissa muerta, a la señorita Albright conmocionada y a lord Glenfield malherido.
– No me lo puedo creer -musitó Gregory negando repetidamente con la cabeza con expresión atormentada.
Victoria se volvió hacia Hayley con los ojos llenos de lágrimas.
– ¿Cómo podremos agradecérselo? -le preguntó con voz trémula-. Le ha salvado la vida a Stephen. Otra vez.
– Ruego a Dios que así sea -susurró Hayley con voz entrecortada-. Ruego a Dios que así sea.
Hayley estaba mirando fijamente por la ventana del salón, observando cómo el cielo se aclaraba con la llegada del amanecer. Hacía una hora que el médico había dicho que Stephen sobreviviría. La bala sólo le había rozado, pero había perdido mucha sangre, de ahí su prolongada pérdida de conciencia. Su familia había ido a verlo a su alcoba, pero Hayley se había quedado en el salón, a pesar de la invitación de Victoria para que los acompañara. Ella no era un miembro de la familia y además prefería estar sola.
Notó que alguien le tocaba la espalda y se volvió. Victoria estaba a su lado.
– Acabo de estar en la habitación de Stephen -le dijo.
– ¿Cómo está?
– Está durmiendo. El médico le ha dado láudano.
Hayley apretó fuertemente los ojos y exhaló aliviada.
– Gracias a Dios.
Victoria sonrió.
– Gracias a usted. Estaría muerto si no hubiera sido por usted.
Hayley miró hacia abajo mientras sus dedos jugueteaban nerviosamente con los pliegues de su vestido marrón. Se había traído una muda de ropa porque había planeado quedarse a allí a dormir tras la fiesta.
– Gracias por su hospitalidad, pero realmente debo volver a casa.
– No puede pensar en marcharse ahora. Está amaneciendo y no ha dormido nada.
– Debo volver con mi familia. -«¡Necesito salir de aquí!»
Victoria le dirigió una penetrante mirada, pero Hayley se mantuvo en sus trece. Al final, Victoria dijo:
– Si es eso lo que desea… Pero ¿no quiere ver a Stephen? Todos los demás han ido a ver cómo está.
– No -contestó Hayley enseguida, negando con la cabeza. No es necesario.
Una expresión de preocupación y extrañeza se dibujó en el rostro de Victoria.
– ¿Por qué no quiere verle? ¿Ha pasado algo en el jardín que no me haya explicado?
Hayley bajó los ojos y miró fijamente la alfombra. «Soy el marqués de Glenfield… No tengo el deseo ni la intención de proseguir esta discusión. Cualquier relación que hayamos podido tener es cosa del pasado.» Hayley parpadeó para contener las lágrimas que amenazaban con aflorar a borbotones.
– No. No ha pasado nada.
– Vaya a verle -insistió Victoria, estrechando las manos de Hayley entre las suyas-. Él la necesita.
«Ojalá fuera cierto.»
– No, no me necesita.
– Sí que la necesita, Hayley. Y usted lo sabe. Venga. La acompaño.
De pie junto a la cama, mirando a Stephen desde arriba, Hayley tuvo la extraña sensación de que se repetía la historia. Él llevaba un vendaje blanco alrededor de la cabeza parcialmente cubierto por un mechón de pelo negro. Sus rasgos, relajados; su respiración, regular. Tenía exactamente el mismo aspecto que el hombre que ella había rescatado y cuidado en su casa. «¿Sólo fue hace unas pocas semanas? Parece que haya transcurrido toda una vida.»
En menos de un mes todo su mundo había cambiado, elevándola a las alturas del éxtasis sólo para hundirla en las profundidades de la desesperación. Se había enamorado profunda, loca y perdidamente de un completo extraño, un hombre que había descubierto que no conocía en absoluto, un hombre que aquella noche le había dejado tan claro como el agua que ella no significaba nada para él y que no quería tener nada que ver con ella. «Si fueras la persona que yo creía que eras, un simple tutor, un hombre sin familia que me necesitaba, me quería y me deseaba, como yo te deseaba, te quería y te necesitaba a ti…» Se le escapó una sola lágrima que le resbaló lentamente por la mejilla. «No desees lo que no puedes tener.»
Hayley se dio media vuelta y se dirigió a la puerta. Se detuvo momentáneamente en el umbral y observó al hombre que yacía en aquella cama. Lamentó profundamente la pérdida de Stephen Barrettson, el hombre de quien se había enamorado. Y deseó una larga y feliz vida al marqués de Glenfield, fuera quien fuese.
Luego cerró silenciosamente la puerta tras de sí.
Capítulo 28
Tuvo que pasar una semana entera para que Hayley empezara a volver a ser la misma de antes. Por fin, aunque no se encontrara exactamente bien, por lo menos, no se encontraba tan francamente mal. Todavía le dolía el pecho cuando pensaba en Stephen, pero había tomado la firme determinación de quitárselo de la cabeza.
Afortunadamente, tenía muchas cosas con que mantenerse ocupada, la más importante de la cuales era el séptimo cumpleaños de Callie. Hayley se complicó bastante la vida organizando la fiesta, en parte porque quería que aquél fuera un día memorable para Callie, pero también porque aquella celebración le proporcionaba algo en que centrarse. La familia al completo estaba sumamente ajetreada haciendo regalos y buscando lugares ingeniosos donde ocultarlos de los curiosos ojos de Callie.
– No encuentro ninguno de mis regalos -se quejó Callie el día antes de la fiesta.
– Se supone que no tienes que encontrarlos -le contestó Hayley con una sonrisa-. No habrá regalos hasta mañana.
– He buscado por todas partes. Hasta en el cuarto de Winston. -Callie se acercó a Hayley y le susurró al oído-: Tiene dibujos de señoritas medio desnudas debajo de la cama.
La sonrisa de Hayley se esfumó.
– Callie, es de mala educación meter las narices en las cosas de otras personas. Estoy segura de que esas señoritas son, ejem… amigas de Winston.
– No, no lo creo. Parecen malas y…
– ¿ Por qué no vas a buscar a Pamela y a los chicos y bañáis a Winky, Pinky y Stinky? -sugirió Hayley en un intento desesperado de cambiar de tema de conversación-. No podrán asistir a tu fiesta si van así de sucios.
– Desde luego que no -asintió Callie, cambiando de foco de atención-. Sobre todo Stinky.
Al cabo de menos de media hora, los Albright bajaron en masa al lago, cargados con cubos y jabón. Silbaron para llamar a los perros y, en cuestión de segundos, las tres inmensas bestias salieron del bosque a toda velocidad. Los chicos llenaron los cubos y tiraron agua sobre los perros mientras éstos corrían de aquí para allá.
Winky, Pinky y Stinky conocían muy bien el juego y, moviendo las colas y ladrando ruidosamente, se lanzaban contra el agua, intentando coger al vuelo la espuma. Todo el mundo estaba riendo, sin aliento y empapado, cuando una voz masculina irrumpió en la algarabía.
– Parece ser que siempre encuentro a las damas Albright en las situaciones más sorprendentes cada vez que se me ocurre venir sin avisar.
Todo el mundo se volvió hacia la voz. Marshall Wentbridge estaba de pie a unos seis metros, con una amplia sonrisa.
El rostro de Pamela se tiñó de un rojo intenso mientras dirigía a Hayley una mirada de angustiado bochorno.
– Hola, Marshall -gritó Hayley, saludándole con la mano. Luego guiñó rápidamente el ojo a Pamela y añadió-: ¿Le gustaría unirse a nosotros?
Marshall se acercó, quitándose la chaqueta mientras caminaba, con los ojos clavados en Pamela. Tras dejar la chaqueta en la hierba, se sumergió en el agua hasta las rodillas sin dudarlo ni un momento.
– ¿Qué hago? -preguntó con una maliciosa sonrisa en su atractivo rostro.
Hayley le lanzó un trapo mojado, que se estrelló contra la camisa de Marshall, mojándosela.
– Coja un perro, cualquier perro, e intente lavarlo-. Le hizo un gesto jovial con la mano-. Buena suerte.
A los seis les costó más de una hora encontrar alguna mejoría en el aspecto de los perros. En cuanto conseguían coger a un perro y lavarlo, la maldita bestia corría al bosque y regresaba cubierta otra vez de barro y hojas secas.
Pero, por fin, los animales se tranquilizaron y, entre risas y bromas, los Albright lograron bañarlos con la impagable ayuda de Marshall. En cuanto concluyeron, Hayley envió a Callie y a los chicos por delante para que se lavaran y se cambiaran de ropa. Se agachó para recoger los cubos y el poco jabón que había sobrado y, cuando se levantó, vio a Pamela y a Marshall muy cerca el uno del otro, cogidos de la mano. Hayley enseguida apartó la mirada, sin querer interrumpir un momento tan íntimo.
Se apresuró a recoger el resto de los utensilios y, cuando se disponía a volver a casa, se le acercaron Pamela y Marshall. Hayley no pudo evitar fijarse en la expresión radiante de sus rostros y en que iban cogidos de la mano.
Tuvo que hacer un esfuerzo para contener la risa al contemplar el aspecto desaliñado de Marshall. Tenía una pinta de lo más impropia de un médico. Se preguntó qué pensarían sus colegas del Ilustre Colegio de Médicos si le vieran en aquel estado.
– Ha sido muy amable de su parte ayudarnos a bañar a los perros -dijo Hayley con una sonrisa.
Marshall sonrió.
– Hacía tiempo que no me lo pasaba tan bien.
Hayley volvió a coger los cubos que había depositado puntualmente en el suelo.
– Bueno, si me disculpan, ahora soy yo la que necesito desesperadamente bañarme.
– Si no le importa-se apresuró a decir Marshall-, me gustaría hablar un rato con usted.
Volviendo a dejar los cubos en el suelo, Hayley le dedicó toda su atención.
– Por supuesto que no me importa, Marshall. Usted dirá.
Marshall carraspeó varias veces.
– Bueno, ejem, en ausencia de una madre o un padre de familia, y puesto que usted es la adulta que lleva la casa… -Se detuvo a media frase, ruborizándose un poco más con cada minuto que pasaba-. Bueno, siendo ésa la situación, creo que usted debe ser la primera en saber que le acabo de pedir a Pamela que se case. Conmigo. -Volvió a carraspear.
Hayley tuvo que hacer un gran esfuerzo por mantener una expresión de seriedad acorde con la solemnidad de la situación. Allí estaban los dos, con aquel aspecto tan desaliñado, fuertemente cogidos de la mano y con el amor reflejándose ostensiblemente en sus radiantes rostros. Se volvió hacia Pamela.
– ¿Quieres casarte con Marshall, Pamela? -preguntó Hayley en lo que esperaba que pareciera un tono serio.
Pamela asintió tan enérgicamente que Hayley temió que se fuera a marear.
– Oh, sí.
Luego Hayley se volvió hacia Marshall:
– ¿Por qué quiere casarse con mi hermana?
– Porque la quiero-dijo sin dudar-. Quiero compartir mi vida con ella. Quiero que sea mi esposa.
Hayley sonrió.
– Eso es cuanto necesito saber. -Se acercó y los abrazó a ambos a la vez-. Estoy muy contenta por los dos -dijo, conteniendo las lágrimas. «Todo cuanto quería para ella se está haciendo realidad.» Frotándose los ojos, Hayley añadió con una risita-: Estaba pensando, Pamela, que nos hemos gastado una fortuna comprándote vestidos preciosos, y mira en qué momento se le ha ocurrido a Marshall pedirte que te cases con él. Hueles a perro muerto y pareces un gato ahogado.
Pamela se rió y miró a Marshall con ojos radiantes de felicidad, quien la rodeó por la cintura y la apretó contra su costado.
– Pero un gato ahogado muy hermoso -dijo Marshall. Miró al rostro de Pamela, que le observaba emocionada desde abajo y se desvaneció su risa. La miró extasiado y añadió-: Francamente hermoso.
Hayley era lo bastante inteligente como para saber cuándo estaba de más su presencia, y aquél era, sin lugar a dudas, uno de esos momentos. Se apresuró a disculparse y dejó solos a Pamela y a Marshall. Cargada de cubos y trapos, tomó el sendero que llevaba hasta la casa. Justo antes de que el sendero describiera un recodo, miró hacia atrás.
Pamela y Marshall estaban fundidos en un fuerte abrazo y Marshall besaba apasionadamente a su hermana. Hayley se dio la vuelta y reanudó su camino. Sabía lo maravilloso que es y lo dichosa que se siente una mujer cuando el hombre a quien ama la estrecha entre sus brazos.
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