Afectuosamente,
Callie Eugenia Albright
Cuando Stephen llegó al final de la carta, tenía un enorme nudo en la garganta y los ojos sospechosamente húmedos. «¡El maldito polvo! ¿Por qué Justin no tendrá este asqueroso lugar suficientemente limpio?» Negó con la cabeza y se secó rápidamente los ojos con el dorso de la mano. Debía de haber perdido mucha sangre en su refriega con Melissa. ¿Cómo, si no, se podía explicar que le afectara tanto la carta de una niña?
– ¿Qué te ha escrito Hayley? -La voz de Justin interrumpió sus pensamientos.
– Nada.
– Si no me lo quieres contar…
– No, no es eso. No me ha escrito nada, literalmente. La carta no es de Hayley.
– Entonces, ¿de quién es? -preguntó Justin-. El mensajero dijo que procedía de una tal señorita Albright.
– Y así es. Me ha escrito la señorita Callie Albright.
Justin levantó las cejas.
– ¿Callie? ¿La niña pequeña? ¿La de la diabólica tortura de las sillas que se quedaban enganchadas a las nalgas y la manía de invitar a todo el mundo a tomar el té?
– Esa misma.
Justin parecía haberse quedado sin palabras.
– Estaba seguro de que…
– Estabas equivocado -le interrumpió Stephen en tono cortante-. Ya te dije cuando hablamos al principio de esta semana que no había ninguna esperanza de que hubiera algo entre Hayley y yo. Me detesta. Es normal que lo haga, después de cómo me fui de Halstead y de las cosas que le dije en el jardín.
– ¿Se te ha ocurrido alguna vez disculparte?
– No tiene ningún sentido. Me dijo que no quería volverme a ver nunca más.
Justin le dirigió una mirada penetrante.
– ¡Por el amor de Dios, Stephen! Te salvó la vida. Incluso después de que le dijeras esas cosas.
– Habría hecho lo mismo por cualquiera -insistió Stephen con testarudez-. Ella es así: se preocupa por los demás y es absolutamente generosa.
– Sí. Y también estoy seguro de que es comprensiva y compasiva. Y de que sabe perdonar.
– Las cosas que le dije… créeme, son imperdonables. Tú no viste la expresión de su rostro. Me miró como si le diera asco, como quien mira algo que está flotando en el Támesis, y era lo menos que me merecía.
– No viste la expresión de su rostro cuando no sabíamos si sobrevivirías.
Stephen se pasó las manos por el pelo, haciendo una mueca de dolor al palparse la herida de la cabeza. Había dado vueltas a lo ocurrido en el jardín de Justin miles de veces. Era lo único en lo que pensaba. Por su maldita estupidez había perdido a Hayley, para siempre.
Levantándose de la silla, Stephen se sirvió otro brandy y miró por la ventana. El sol brillaba intensamente, bañando a las gentes más distinguidas de Londres de un dorado resplandor mientras paseaban por Hyde Park, pero Stephen no tenía ojos para nadie.
– No se quedó a mi lado, Justin. Tanto tú como Victoria le pedisteis que se quedara, pero ella se marchó.
– No hasta que supo que te recuperarías. Y además tiene una casa entera a su cargo. Tenía que irse.
– Quería irse. Alejarse de mí.
– Tal vez. -Justin le dio la razón-. Pero ¿puedes culparla realmente por eso?
Stephen apuró su copa.
– No. La traté fatal. Te lo he dicho más de una vez. Ella está mejor sin mí.
– Hummm… tal vez tengas razón. Parece ser que un tal Popplemore está pasando bastante tiempo en casa de los Albright. Puesto que Pamela parece estar comprometida y a tía Olivia ya se le ha pasado bastante el arroz, sólo puedo asumir que Hayley es su principal atracción.
Al oír el nombre de Popplemore, Stephen se dio media vuelta desde la ventana. Justin tenía en la mano la carta de Callie y estaba devorando ávidamente su contenido.
– No recuerdo haberte dado permiso para leer mi carta -dijo Stephen con voz gélida.
Justin le dirigió una sonrisa.
– Tienes toda la razón, pero tampoco te lo he pedido. Entonces, ¿quién es ese tal Popplemore? ¿Un pretendiente?
A Stephen le invadieron los celos.
– Un ex pretendiente -espetó.
Justin arqueó las cejas.
– ¿Ah, sí? ¿Has dicho «ex»? Parece ser bastante actual según la carta de la pequeña Callie. Dice que les visita casi a diario. Imagínatelo.
– Justin. -La palabra de Stephen contenía un inconfundible tono de aviso.
Justin abrió los ojos de par en par, con expresión de fingida inocencia.
– Me estoy limitando a leer las palabras de la niña. Si ya te va bien que ese tal Popplemore corteje a la mujer que amas, nada más lejos de mi intención que objetar nada ante tu decisión. Es obvio que sabes qué es lo que más te conviene.
Stephen dejó la copa en la mesa de Justin dando un fuerte golpe.
– Por supuesto que lo sé.
Justin agitó la carta en el aire.
– ¿Significa eso que no piensas hacer nada al respecto?
Stephen dio un paso adelante y le quitó a Justin de un tirón la carta de la mano.
– No hay nada que pueda hacer.
– De hecho, creo que puedes hacer bastante.
– Déjalo ya, Justin. Es mejor así.
– ¿Mejor? ¿Eso crees? ¿Para quién? Según esta carta, Hayley parece bastante triste, y es evidente que tu estás francamente mal…
– No estoy mal…
Se miraron fijamente durante un largo rato.
– Como quieras, Stephen. Pero creo que estás cometiendo una tremenda equivocación.
– Tomo nota.
– En realidad, no es de mi incumbencia. Ya tengo bastante intentando controlar a Victoria para preocuparme de tus asuntos.
– Exactamente.
– Esta esposa mía agotaría la paciencia de un santo, metiendo siempre las narices en todo. Ya sabes cómo se las arregló para conseguir que Hayley viniera a la fiesta…
En aquel momento se oyó un gran estruendo en el otro extremo de la habitación. Stephen y Justin se giraron hacia el lugar de donde procedía el ruido y observaron cómo se abría de par en par una puertecita ubicada en el rincón más alejado del despacho.
Victoria se precipitó de cabeza desde el armario. Dio un grito sofocado y aterrizó sobre la alfombra hecha un ovillo, resoplando sonoramente
– ¡Maldita y endeble puerta!
– ¡Victoria! -exclamó Justin, corriendo junto a ella-. ¿Te has hecho daño? -Se arrodilló para ayudarla a levantarse, pero Victoria se soltó de sus brazos y se apartó de él.
– ¡Suéltame, tú… tú… oooh! -Se puso de rodillas y se apartó el pelo de la cara con impaciencia-. No se te ocurra ponerme las manos encima, canalla. -Con un gran esfuerzo, se puso de pie, respirando entrecortadamente.
Alisándose la falda con gran ímpetu, avanzó pisando fuerte hacia su anonadado esposo y se detuvo justo enfrente de él.
– Conque agotaría la paciencia de un santo, ¿eh? ¿Cómo te atreves a decir algo semejante? ¡Y con todo el descaro! A ver si te enteras de una vez de que no necesitas «controlar» a Victoria. Soy perfectamente capaz de controlarme a mí misma, muchas gracias.
Luego anduvo con paso airado y la cabeza bien alta hacia su hermano.
– ¡Y tú! Eres el imbécil más testarudo, obstinado y estúpido que he tenido la desgracia de conocer. -Acompañó cada uno de los insultos con un golpe seco del dedo índice en el centro del pecho de Stephen.
– ¡Uy! -Stephen se frotó la piel dolorida y la miró con mala cara. ¿Acaso todas las mujeres que conocía se sentían impelidas a aporrearle el pecho?- Ese hábito tuyo de escuchar detrás de las puertas no es muy propio de una dama que digamos, querida hermanita.
Victoria resopló por la nariz y levantó un poco más la barbilla.
– Es la única forma que tengo de enterarme de algo en esta casa, y debo decir que no doy crédito a mis oídos. No puedo entender que no vayas a explicarte ante Hayley.
– No te debo ninguna explicación, Victoria -dijo Stephen con voz tirante-. Si me disculpáis los dos, debería irme ya. -Dio media vuelta para salir de la habitación.
Victoria lo agarró del brazo y tiró de él con fuerza.
– No hasta que escuches lo que tengo que decirte.
Stephen se detuvo y miró la mano de Victoria sujetándole la manga, luego emitió un largo suspiro.
– Muy bien. Di lo que tengas que decir, pero dilo rápido. Salgo de aquí dentro de exactamente dos minutos.
– Como ya sabes, conozco a Hayley -dijo Victoria sin dudar ni un momento-Creo que es maravillosa. Es encantadora, inteligente, cariñosa, buena y generosa, pero eso no es lo más importante.
– ¿Ah, no? -preguntó Stephen en tono de aburrimiento-. ¿Puedes decirme entonces, por favor, qué consideras más importante?
– Que te quiere.
– Sinceramente, lo dudo.
Victoria se sentía tan frustrada que dio un taconazo de rabia en el suelo.
– ¡Por el amor de Dios, Stephen! ¿Cómo puedes ser tan imbécil? Estuvo sentada en esta misma habitación y me dijo que te quería, algo que ya te había dicho a ti. Y, lo que es más, tú la quieres a ella. -Le agitó la manga, pero Stephen guardó un silencio sepulcral-. Puedes negarlo cuanto quieras -prosiguió-. Pero por qué te empeñas en negarlo es algo que a mí se me escapa por completo. Te ha salvado la vida, no una vez sino dos. Se merece mucho más de lo que le has dado. Fuiste feliz con ella durante tu estancia en Halstead. Y cualquiera que tenga dos ojos en la cara puede darse cuenta de que ahora te sientes profundamente desdichado porque la echas de menos. Ve a verla. Habla con ella. Ella vino una vez a ti, pero tú la echaste a patadas. Ahora eres tú quien debe ir a buscarla.
– No quiere verme -musitó Stephen apretando los dientes.
– ¿Cómo lo sabes? -dijo Victoria chillando-. ¿Has pensado alguna vez en sus sentimientos? La carta de la niña dice que Hayley está triste. ¿Y qué me dices de ese otro hombre? Ese tal Popple-no-sé-qué. ¿Puedes soportar la idea de que otro hombre la corteje? ¿Que se case con ella? ¿Que le haga el amor?
Victoria alargó el brazo y acarició delicadamente la mejilla de Stephen, aunque habría estado dispuesta a golpearle si hubiera sido necesario.
– ¿Cómo puedes permitir que se case con otra persona cuando la deseas tan terriblemente? -le preguntó con ternura-. No te niegues la felicidad, Stephen. Creo sinceramente que, si le explicas por qué te comportaste como lo hiciste, ella te perdonará. El amor es un regalo. No lo rechaces.
Luego se volvió hacia su marido.
– No creas ni por un momento que me he olvidado de lo que acabas de decir sobre mí. Ahora estoy demasiado exhausta por haberme tenido que enfrentar al patán que tengo por hermano. Necesito una reconfortante taza de té antes de enfrentarme al patán que tengo por marido. -Recogiéndose la falda, salió de la habitación cerrando silenciosamente la puerta tras de sí.
Stephen miró fijamente la puerta que se acababa de cerrar.
– Me siento como si me acabara de atropellar un coche de caballos.
– Desde luego. Te ha atropellado, luego ha retrocedido y ha rematado la faena atropellándome a mí.
Stephen se volvió lentamente y se encaró a Justin.
– Tu esposa me ha llamado patán.
– Tu hermana me ha llamado canalla.
– También me ha llamado imbécil.
– Lo eres -dijo Justin con expresión de absoluta seriedad.
– A esa esposa tuya le sobra impertinencia y tiempo libre. Necesita un proyecto o una afición, algo que la mantenga ocupada y, espero, la ayude a mantener la boca cerrada. -Dirigió a Justin una mirada llena de intención-. Tal vez un hijo serviría. Dale a Victoria algo en que ocupar el tiempo aparte de escuchar detrás de las puertas.
– Una excelente sugerencia -dijo Justin, con un brillo malicioso en los ojos-. De hecho, puesto que tú ya te ibas, creo que haré una visita a mi esposa para ayudarla a reponer sus flaqueantes fuerzas de una forma algo más interesante que tomando té. -Se encaminó hacia la puerta-. Tú te ibas, ¿verdad?
Stephen asintió lentamente.
– Sí. Sí, ya me iba. De hecho, tengo muchas cosas que hacer.
– ¿Ah, sí? ¿Qué te traes entre manos?
– Parece ser que tengo que hacer algunas compras.
Justin enarcó las cejas.
– ¿Compras?
– Sí. Me han invitado a una fiesta de cumpleaños. Y, desde luego, no puedo presentarme con las manos vacías, ¿no crees?
Justin lo miró durante un buen rato, con una gran complicidad. Stephen mantuvo una expresión fingidamente neutra.
– No -dijo al fin Justin, apoyando una mano sobre el hombro de Stephen-. Desde luego, no puedes presentarte con las manos vacías.
Capítulo 30
Al día siguiente por la tarde, Stephen se plantó delante de la casa de los Albright con un paquete en cada mano. Miró fijamente la puerta principal; tenía el estómago revuelto y el corazón en un puño. Todo lo que quería estaba dentro de aquella casa, cosas que no sabía que quería hasta que las había experimentado y luego las había perdido. Tras la reprimenda que le había soltado Victoria, se había dado cuenta de que tenía que ir allí, aunque sólo fuera porque le debía a Hayley una explicación de por qué le había mentido y una disculpa por las cosas tan horribles que le había dicho en el jardín de Justin. Si ella le seguía odiando después de hablar con él, se lo tenía bien merecido. Pero, en su fuero interno, él esperaba y rogaba a Dios un desenlace diferente.
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