– Supongo que querrás que deje de llevar pantalones de montar y de juguetear en el lago.
La expresión de Stephen se suavizó y negó con la cabeza.
– No, no cambies nada. Me gusta todo de ti, especialmente esas cosas que te hacen tan maravillosamente diferente.
Hayley sintió una dicha desbordante. Pero todavía había un pequeño obstáculo que se interponía en su camino.
– Hay algo que debo decirte, Stephen.
– Basta con que me digas que sí.
Hayley negó con la cabeza.
– Me refiero a que hay algo que debes saber, algo sobre mí.
– Soy todo oídos.
Hayley dio un paso atrás y se apretó el estómago con la mano.
– No sé muy bien cómo decírtelo más que diciéndotelo. -Respiró hondo y deseó lo mejor-. Quiero seguir escribiendo y vendiendo relatos para Gentleman's Weekly.
– Cuando seas mi mujer, desde luego no te faltará dinero.
– No tiene nada que ver con el dinero. Disfruto escribiendo esos relatos. Me ayudan a mantener vivo el recuerdo de mi padre. -Cuando vio que él guardaba silencio, añadió-. Es importante para mí, Stephen.
– Entiendo.
A Hayley se le encogió el corazón al oír aquel tono tan serio y desapasionado. Era evidente que lo desaprobaba.
– Soy consciente del escándalo que supondría que alguien descubriera que soy H. Tripp. Debes de pensar que soy…
– Inteligente. Creo que eres absolutamente inteligente. Y maravillosa. -Una lenta sonrisa curvó los labios de Stephen-. Parece ser que acabo de proponerle el matrimonio a uno de los «hombres» más famosos de toda Inglaterra. Desde luego, ¡vamos a dar que hablar a los miembros de la alta sociedad! -Atrayéndola hacia sí, la besó hasta que a ella empezó a darle vueltas la cabeza.
– ¿O sea que no te importa? -dijo Hayley casi sin aliento cuando él levantó la cabeza.
Stephen arqueó una ceja.
– ¿Importarme? Que la mujer a quien amo tenga talento para escribir, aparte de ser hermosa y absolutamente maravillosa? ¿Por qué iba a importarme?
– Entonces, ¿me dejarías seguir escribiendo?
– ¿Dejarte? Insisto en que sigas escribiendo. Estoy tan pendiente como todo el mundo por saber qué ocurre en la próxima entrega de Las aventuras de un capitán de barco. -La miró con seriedad-. Ahora, vas a responder de una vez a mi pregunta. ¿Quieres casarte conmigo, Hayley?
Hayley lo miró; su corazón rebosaba tanto amor que apenas podía hablar. Consiguió emitir una sola palabra, pero, al parecer, aquello le bastó a Stephen, puesto que era la única palabra que deseaba oír.
– Sí -dijo con un hilillo de voz.
– ¡Gracias a Dios! -exclamó él fervientemente. Bajó la cabeza y apresó los labios de Hayley en un beso interminable, lleno de dolorida ternura e inequívoco amor. Al cabo de varios minutos, levantó la cabeza-. Sólo hay algo que necesito pedirte -le dijo con voz algo trémula.
– ¿Qué?
– Aun corriendo el riesgo de parecer un poco despótico y demasiado exigente, si el indeseable de Popplefart [16] no está fuera de esta casa dentro de exactamente tres minutos, voy a sacarle de una patada en el culo.
Hayley abrió los ojos de par en par.
– ¡Dios mío! Me había olvidado completamente del pobre Jeremy…
– ¿Pobre Jeremy?
– Sí. Debo decirle que no acepto su proposición.
– ¿Su qué?
– Jeremy me pidió que me casara con él.
– Es hombre muerto -vaticinó Stephen-. Voy a romperle hasta el último hueso de su maldito cuerpo… -Interrumpió su diatriba y dirigió una mirada fulminante a Hayley-. ¿Cuándo te lo propuso?
– Ayer -contestó ella, haciendo un gran esfuerzo por ocultar su satisfacción ante el ataque de celos de Stephen.
– ¿Y no le diste un no inmediatamente?
– Bueno, no. Yo…
– ¿Estabas considerando su proposición? -le preguntó en tono repentinamente sereno.
Ella extendió los brazos hacia él y ahuecó ambas manos alrededor del malhumorado rostro de Stephen.
– No sería fiel a la verdad si te dijera que no pensé en ello, pero tenía la firme intención de decirle hoy después de la fiesta que no podía aceptar su proposición. Se lo diré en cuanto bajemos.
– Sigo teniendo ganas de partirle la cara -murmuró Stephen entre dientes-. He visto cómo te besaba en la sien cuando salíais del bosque. Si a ese Popplepuss se le ocurre volver a ponerte las manos encima, va a saber lo que es el dolor.
Las comisuras de los labios de Hayley se arquearon en una dulce sonrisa.
– Popplemore.
– Eso.
Hayley rozó sus labios contra los de Stephen, contraídos en una mueca de seriedad.
– ¿Por qué no bajamos ya? Daremos a la familia la gran noticia y yo acompañaré a Jeremy hasta la puerta. -Hayley se colgó literalmente del cuello de Stephen y le paso la lengua por el labio inferior.
– Una excelente idea -dijo él mientras la apretaba fuertemente contra su cuerpo. Pasó los dedos por los rizos de Hayley y la besó, un beso que empezó tiernamente pero pronto se hizo apasionado.
– Stephen -susurró Hayley, agarrándose a los hombros de él mientras los ardientes labios de Stephen descendían por el lado de su cuello.
Él rozó levemente con la lengua el trepidante pulso que latía en la base del cuello de Hayley.
– ¿Sí?
– Todo el mundo se estará preguntando qué estamos haciendo aquí arriba. Deberíamos bajar-dijo sin mucha convicción.
Stephen le dio un último y largo beso.
– Tienes razón. No podemos quedarnos aquí mucho más tiempo. Si no, acabaremos en tu cama. -Apretó la mano de Hayley contra su brazo y empezó a andar hacia la puerta.
– Espera -dijo Hayley, soltándose del brazo de Stephen. Se agachó y recogió el ramillete de flores que él le había regalado. Se le había caído al suelo durante el beso y ahora estaba ligeramente aplastado-. No puedo dejarme mis flores. -Se levantó y se acercó el ramo a la cara, inspirando profundamente-. Es el regalo más maravilloso que me han hecho en toda mi vida.
Stephen le acarició tiernamente la mejilla.
– ¿Sabes cuál es el regalo más maravilloso que me han hecho a mí? -le preguntó con dulzura.
Hayley lo miró a la cara, la cara más atractiva e irresistible que había visto nunca. Lo quería tanto que hasta le dolía. Sacudió la cabeza.
Él se llevó la mano de Hayley a los labios y le besó la palma ardientemente.
– Tú, mi amor, eres el regalo más maravilloso que me han hecho en toda mi vida.
Capítulo 32
Tres meses más tarde, por fin llegó la vigilia de la boda.
«¡Gracias a Dios!», pensó Stephen mientras daba un sorbo a su copa de brandy en la biblioteca de la casa de Londres de su padre.
Esperar tres largos e interminables meses para convertir a Hayley en su esposa casi lo mata. Habría preferido desposarla inmediatamente con un permiso especial, pero se dio cuenta de que sería sumamente egoísta de su parte negar a Hayley el tipo de boda que se merecía sólo porque él no podía esperar a empezar su vida en común, por no mencionar lo mucho que le costaba no ponerle las manos encima. Además Hayley insistió en que, por muchas ganas que tuviera de casarse con él, quería esperar a que se hubiera celebrado la boda de Pamela.
De modo que Stephen tuvo que esperar tres terriblemente largos meses, durante los cuales tuvo que movilizar hasta él último ápice de su capacidad de autocontrol para abstenerse de hacer el amor con Hayley. Se había volcado completamente en el trabajo para tener la mente y las manos ocupadas. Inmediatamente después de la boda de Pamela y Marshall, que se había celebrado el mes anterior, Hayley y el resto de los Albright se habían trasladado a Londres. Mientras la casa de los Albright estaba vacía, Stephen lo organizó todo para que la repararan y la reformaran, y Hayley se la había regalado a los recién casados como regalo de bodas.
Desde que Hayley llegó a Londres, siempre parecía estar ocupada con la madre de Stephen y Victoria preparando la boda. Stephen se quejaba de no poder pasar más tiempo con su prometida, pero el mero hecho de tenerla cerca, sabiendo que dentro de pocas semanas estarían juntos, le llenaba de una dicha hasta entonces desconocida para él. Él se encargó de buscar tutores para Nathan y Andrew y dedicó una considerable cantidad de tiempo a enseñar Londres a los chicos y a Callie mientras las mujeres ultimaban los detalles de la boda.
Pierre estaba cómodamente instalado en la cocina de Stephen, y Grimsley, resplandeciente con su librea granate y dorada, se encargaba de contestar a la puerta. Winston estaba a cargo del mantenimiento del edificio, un trabajo que se tomaba muy en serio, tan en serio como su incipiente coqueteo con el ama de llaves de Stephen.
Y ahora, por fin, después de tanto esperar, de tantas noches sin dormir, completamente solo, dando vueltas en su enorme cama y con el cuerpo tenso y dolorido, por fin iba a concluir la larga espera. Al día siguiente, Hayley sería su esposa. Aquélla era la última y maldita noche que tendría que pasar sin ella. Apoyando las botas en una otomana, Stephen cerró los ojos, recostó la cabeza en el respaldo de la silla y emitió un largo y sonoro suspiro de satisfacción.
– Pareces bastante satisfecho -dijo Gregory mientras entraba en la habitación. Tomó asiento en una butaca orejera que había enfrente de Stephen.
– Lo estoy -asintió Stephen sin dudarlo. Miró a su hermano de arriba abajo. Durante los tres últimos meses Gregory había experimentado un profundo cambio. Desde el horrible episodio con Melissa, Gregory había recapacitado sobre su vida y había hecho algunas mejoras espectaculares. Ahora se tomaba las cosas mucho más en serio y era mucho más responsable y, por primera vez en su vida, mostraba interés por cosas distintas de sí mismo. Había dejado de jugar y de beber en exceso. Siguiendo la sugerencia de Hayley, Stephen había encargado a su hermano la gestión de dos pequeños feudos. «Si le demuestras que crees en él y confías en él, estoy segura de que estará a la altura de tus expectativas.» Stephen se tomó aquel consejo con un gran escepticismo, pero hizo caso a Hayley y comprobó, para su sorpresa, que ella tenía razón. Gregory estaba haciendo un trabajo admirable.
Gregory levantó su copa en el aire y propuso un brindis.
– Porque, al fin, ha llegado tu última noche como solterón -dijo con una medio sonrisita.
– Amén -dijo Stephen fervientemente. Tras tres meses de celibato, se sentía como si estuviera a punto de explotar.
Estuvieron varios minutos sentados en silencio, bebiendo brandy y observando la danza de las llamas. Al final, Gregory rompió el silencio.
– Quiero… eh, quiero que sepas… -Empezó, pero se calló súbitamente.
Stephen se volvió para mirarle y se sorprendió al ver que se había ruborizado.
– ¿Sí?
– Quiero que sepas que durante los últimos meses… -Gregory carraspeó-. Te agradezco mucho la confianza que has depositado en mí, Stephen. Soy consciente de que nunca hemos tenido una relación muy estrecha y que, después de lo que pasó con Melissa…
– Lo que pasó con Melissa no fue en absoluto culpa tuya, Gregory-dijo Stephen con voz serena.
– Supongo que no, pero sigo sin poder evitar sentirme en cierto modo responsable.
– No lo hagas. Eso es agua pasada. Y no es necesario que me des las gracias. Me has demostrado que mereces mi confianza con tu trabajo y tu buen sentido de los negocios.
Volvió a hacerse el silencio; el único sonido en la habitación era el crepitar del fuego.
– Hayley me cae muy bien -dijo Gregory al cabo de varios minutos-. Es como un soplo de aire fresco.
– Sí, lo es. -«Aire fresco con olor a rosas.»
– Mamá se ha encariñado mucho con ella, y Victoria la quiere con locura -prosiguió Gregory-. Pero lo más sorprendente de todo es la reacción de papá.
Stephen soltó una risita.
– Sí. Parece un milagro, ¿verdad?
– Creo que papá ha caído bajo una especie de hechizo.
– Desde luego -asintió Stephen-. Trata a Hayley con una asombrosa ternura. Pero, en cierto modo, no me sorprende. Cuando conocí a Callie, recuerdo que me dijo que yo también iba a querer a Hayley, que todo el mundo la quería.
– Vaya niña tan lista -dijo Gregory con una sonrisa.
– Muy lista.
– Es una lástima que Hayley no tenga más hermanas -dijo Gregory con tristeza-. Pamela ya está casada, y Callie es demasiado pequeña.
– Siempre te queda la opción de tía Olivia -recordó Stephen a su hermano con una mirada maliciosa-. Creo que me has sustituido en su lista de afectos.
Gregory se rió.
– Es todo un personaje. Esta mañana se me ha salido un zapato cuando estaba en el salón y me he agachado para volvérmelo a poner. Tía Olivia ha entrado en el salón como Pedro por su casa y me ha preguntado qué hacía. Yo le he contestado: «Se me ha salido el zapato.» Ella se ha sonrojado, me ha dicho: «Si insiste», y me ha dado un fuerte abrazo de oso. Luego me ha señalado con el dedo y me ha llamado joven desvergonzado.
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