Una sonrisa arqueó los labios de Stephen.

– Sí. He heredado una pandilla bastante pintoresca.

– Y no te olvides de los perros -le recordó Gregory-. Ya sabes, los tres sabuesos de Mayfair [17].

Stephen resopló.

– No me lo recuerdes.

– Por lo menos no tendrás que preocuparte demasiado por que alguien pueda entrar a robar en tu casa con esas bestias dentro.

– Me siento completamente seguro -asintió Stephen-. Me temo que la porcelana será la que se llevará la peor parte.

– Destrozarán hasta el último de los muebles que posees -le avisó Gregory entre risas.

La imagen de Hayley, riéndose y jugando con aquellos inmensos perros, acudió de súbito a su mente.

– Desde luego. Pero me compensa con creces, Gregory. Créeme, con creces.


La boda tuvo lugar a las diez de la mañana del día siguiente en la catedral de San Pablo. Stephen estaba de pie junto al altar, al lado de Gregory, esperando con una impaciencia apenas disimulada a que Hayley recorriera el largo pasillo de la catedral.

Callie llegó primero, sonriendo tímidamente y esparciendo pétalos de rosa. Cuando vio a Stephen, miró disimuladamente a ambos lados y luego frunció los labios y le envió un beso. Stephen miró rápidamente a su alrededor y le guiñó el ojo exageradamente, lo que provocó una risita sofocada en la pequeña.

Pamela fue la segunda en llegar, encantadora, con un vestido color melocotón claro. Sonrió a Stephen mientras ocupaba su sitio en la parte delantera de la iglesia. Stephen le devolvió la sonrisa y luego se quedó extasiado al divisar a Hayley. Se deslizaba lentamente por el pasillo, con la mano apenas apoyada en el brazo de Andrew.

Stephen contuvo la respiración y sintió que se le paraba el corazón. Vestida con un sencillo y elegante vestido de satén color marfil de cola corta, era la criatura más exquisita que habían visto los ojos de Stephen. Largos y finos filamentos de los que colgaban aguamarinas y diamantes se entrelazaban entre sus rizos castaños, titilando cuando los iluminaba la luz solar que entraba por las vidrieras de la catedral.

Pero fueron sus ojos los que cautivaron a Stephen y lo convirtieron en su eterno prisionero. Aquellos hermosos ojos de un azul cristalino lo miraban fijamente, luminosos, resplandecientes y rebosantes de un amor tan evidente que Stephen se sintió profundamente abrumado. No estaba seguro de qué había hecho para merecer el amor de aquel hermoso ángel, pero iba a aceptarlo con los brazos abiertos, agradeciéndoselo a Dios cada día.

La ceremonia duró sólo un cuarto de hora y, cuando concluyó, Stephen apretó la mano de su mujer («¡su mujer!») contra su brazo y la condujo triunfalmente hasta la puerta de la iglesia.

De vuelta a la casa de Londres, se sirvió un suntuoso banquete de boda, pero Stephen apenas probó bocado. Lo único en que podía concentrarse era en Hayley. Sus resplandecientes ojos azules, su radiante sonrisa y aquel atractivo rubor que coloreaba sus mejillas cada vez que se cruzaban sus miradas por encima de la mesa.

Stephen no podía esperar a tenerla sólo para él, y se felicitó mentalmente por su brillante plan de empezar la primera etapa del viaje de novios inmediatamente después de la comida. No tenía ningunas ganas de pasar la noche de bodas en una casa de ciudad atiborrada de gente, por muy a gusto que se sintiera con ellos. Aquella misma tarde viajarían a su finca del campo, donde pasarían una semana antes de proseguir el viaje de novios por Francia. Stephen miró disimuladamente el reloj de sobremesa e intentó ocultar su impaciencia. «Ya falta poco. Muy poco.»

Tras dos horas que a él le parecieron años, Stephen por fin ayudó a Hayley a subir al elegante carruaje negro. Ella sacó la mano por la ventana y lanzó por los aires el ramo de rosas y pensamientos. El ama de llaves de Stephen, visiblemente emocionada, lo cogió al vuelo.

Stephen tomó asiento delante de Hayley e hizo una seña al chofer para que se pusiera en camino. Los invitados despidieron a la pareja de recién casados agitando las manos en el aire y Hayley les respondió con el mismo gesto hasta que desaparecieron en la distancia.

Stephen la observó encandilado, el corazón golpeándole fuertemente contra la caja torácica, el pulso acelerado y descontrolado. Era suya. Por fin.

Ella le sonrió, con ojos brillantes, y a él se le cortó la respiración. Había tantas cosas que quería, necesitaba decirle y, sin embargo, no encontraba las palabras.

– La ceremonia ha sido hermosa, ¿verdad? -preguntó ella.

Él tragó saliva y asintió.

– Y en el banquete estaba todo delicioso. Todo el mundo ha disfrutado de lo lindo… -Su voz se fue desvaneciendo y su expresión se tornó seria-. Stephen, ¿va algo mal?

Stephen carraspeó. Tenía la garganta muy seca.

– No. Todo es perfecto.

– ¿Estás seguro? Pareces…

– Te quiero, Hayley. -Las palabras brotaron de su boca como el vapor saliendo a borbotones de una tetera hirviendo. Resopló, profundamente frustrado por su incapacidad para expresar los sentimientos que se agolpaban en su interior-. Cuando te he visto en la iglesia, avanzando hacia mí, estabas tan exquisita… Eres todo cuanto podría haber soñado. -Le cogió las manos y las apretó entre las suyas-Me gustaría tener palabras para decirte lo mucho que significas para mí, lo mucho que has cambiado mi vida, lo inmensamente feliz que me haces.

– Lo sé, Stephen -dijo Hayley con lágrimas en los ojos-. Me lo demuestras cada día con las cosas tan maravillosas que haces. Tus acciones hablan de tu amor, y tu hermosa sonrisa me dice lo feliz que eres. Las palabras no siempre son necesarias.

Él sintió un gran alivio interior. Ella lo entendía. Ella lo sabía.

Sin dejar de mirarse mutuamente, él se sentó al lado de ella y ahuecó las palmas alrededor de su rostro. Rozó suavemente los labios de Hayley con los suyos mientras el corazón le latía con fuerza, rebosante de un amor tan intenso que hasta le dolía. Cuando ella suspiró su nombre, él la rodeó con los brazos, ahondando el beso hasta que empezó a temblar del esfuerzo por contenerse.

Levantando la cabeza, Stephen miró aquellas acuosas profundidades donde flotaba el amor. Amor por él. «¡Dios! ¡Vaya sensación!» Todo su cuerpo empezó a palpitar en respuesta, llenándolo de una acuciante necesidad de hacerle el amor. Justo allí. En aquel momento.

Una vivida imagen de Hayley desnuda, ofreciéndosele, restregándose contra su cuerpo, relampagueó en su mente y lo obligó a ahogar un gemido. Apartó los brazos de ella de su cuello y colocó decididamente las manos de su amada sobre la falda del vestido de novia. Luego se alejó de ella al máximo en el asiento de terciopelo. Su esposa se merecía una noche de bodas en un lecho como Dios manda, con champán y luz de velas. Era un hombre capaz de controlarse. Podía esperar hasta la noche. Siempre y cuando dejara de tocarla.

En un intento de centrar la atención en otra cosa, Stephen sacó un fajo de cartas del bolsillo.

– ¿Te apetece jugar a cartas?

Ella se quedó boquiabierta.

– ¿Estás enfadado conmigo?

– No.

– Entonces, ¿qué diablos te pasa? Decías que te morías de ganas por estar a solas conmigo y ahora que lo estás, ¿te apetece jugar a cartas?

El le acarició la cara con ambas manos.

– Por supuesto que no me apetece jugar a cartas, pero no puedo seguir besándote.

– ¿Puedo preguntarte por qué no?

– Porque te deseo desesperadamente. ¡Maldita sea! -Lo dijo como si fuera a explotarle el pecho, casi violentamente-. Si te vuelvo a tocar, no podré contenerme. Te mereces algo mejor que un rápido revolcón en un coche de caballos en marcha.

La comprensión se reflejó en los ojos de Hayley, y la mirada que dirigió a Stephen transmitía tal invitación sensual que Stephen sintió que el deseo le hormigueaba en todos los poros. El sudor le perló la frente mientras luchaba por mantener el control.

– Si continúas mirándome de ese modo, amor mío, te desnudaré en menos que canta un gallo, te lo puedo jurar.

– ¡Santo Dios! -Ella deslizó la yema de un dedo por el labio inferior de Stephen-. ¿En menos que canta un gallo? ¿Cuánto dura eso?

Con una sola y sutil caricia, Stephen perdió la batalla.

– Estás a punto de comprobarlo.

Con un hondo gemido, Stephen deslizó los dedos por el cabello de Hayley, esparciendo alfileres a diestro y siniestro. Apretó los labios contra los de ella en un beso desesperado y dolorido que les dejó a ambos sin aliento. Si no le hubieran temblado tanto las manos, indudablemente la habría desnudado en menos de un minuto. Los dos minutos y medio que tardó casi lo matan. A pesar de sus trémulas manos, él se desembarazó de su propia ropa en menos de treinta segundos.

– Hayley -gimió Stephen, cubriéndola con su cuerpo-. ¡Dios, cómo te quiero! -Su tacto era tan increíblemente reconfortante. Parecía que había pasado una eternidad desde que notó su piel contra la de ella por última vez. Cubrió la boca de Hayley con la suya y jugueteó con la lengua, introduciéndosela y sacándosela frenéticamente en un baile amoroso que le hizo fluir la sangre por las venas a borbotones.

Stephen intentó ir despacio, pero no podía. Estaba demasiado duro, demasiado excitado, se había contenido durante demasiado tiempo, la deseba demasiado desesperadamente. La penetró con una larga embestida que le paró el corazón y arrancó un gemido entrecortado de su pecho.

Ella se apretó contra él, suspirando su nombre una y otra vez. Él sintió las oleadas del climax atravesando el cuerpo de ella y explotó su pasión. La explosión duró un momento interminable y fue tan profunda que Stephen no sabía dónde acababa ella y dónde empezaba él. Se desplomó sobre ella, sin aliento, saciado y muy cerca de la muerte. Pasaron tres largos minutos hasta que fue capaz de levantar la cabeza y mirar a Hayley.

Ella lo miró con ojos brillantes.

– Santo Dios, creo que me gusta bastante eso de un rápido revolcón en un coche de caballos en marcha.

Stephen se tumbó al lado de Hayley y le apartó un rizo rebelde de la frente con una media sonrisa en los labios.

– Ya te había avisado de lo que pasaría.

– ¿Ah, sí?

Stephen deslizó sutilmente un dedo por el puente de la nariz de Hayley.

– He intentado comportarme como un caballero, esperando a tener una cómoda cama.

– Llevaba tres meses esperando, Stephen. No quería esperar más tiempo. Además, la puerta del establo ya estaba abierta. Tú ya sabes a qué me refiero… No veía ninguna razón para prolongar más nuestra agonía.

Stephen soltó una risita.

– Sólo tú podrías pensar en vacas en un momento como éste.

Un brillo malicioso iluminó los ojos de Hayley.

– De hecho, no es precisamente en vacas en lo que estaba pensado.

– ¿No?

Hayley deslizó las manos por el pecho de Stephen, luego le hizo cosquillas en el abdomen con las palmas y siguió bajando hasta que sus yemas rozaron su virilidad.

– Categóricamente, no estaba pensando en vacas -musitó ella, y luego deslizó la lengua por el labio inferior de Stephen mientras sus dedos rodeaban y apretaban suavemente el turgente miembro.

Stephen gimió, sin acabarse de creer que volviera a estar duro como el hierro tan pronto, pero lo estaba. Empujó a Hayley sobre la espalda y se colocó entre sus muslos.

– Sólo es un viaje de cinco horas y tenemos que recuperar el tiempo perdido durante tres largos meses, querida esposa -dijo él, deslizándose en su aterciopelada y acogedora calidez-. No podemos desperdiciar ni un solo segundo.

– No -dijo ella soltando un profundo suspiro-. Ni un solo segundo.

Epílogo

Los dolores de parto de Hayley empezaron por la mañana exactamente nueve meses después del día de la boda. Stephen deambulaba nerviosamente sobre la alfombra del despacho privado de su casa londinense intentando concentrarse en algo, cualquier cosa que no fuera el terror malsano que amenazaba con desmontarlo. Miró el reloj de sobremesa y se dio cuenta de que sólo había pasado un minuto desde la última vez que lo había mirado.

Alguien llamó a la puerta, y él la abrió tan bruscamente que casi arranca las bisagras de cuajo. Pamela estaba de pie ante él.

– ¿Ya está? -preguntó Stephen.

Pamela negó con la cabeza con una compasiva sonrisa en los labios.

– Podría durar varias horas más.

Stephen se pasó las manos por el pelo.

– ¿Varias horas más? ¿Es normal que dure tanto?

– Sí. -Pamela lo tomó del brazo y estiró delicadamente de él para sacarlo de la habitación-. ¿Por qué no vienes al salón? Tu madre y tu padre acaban de llegar, y Gregory, Victoria y Justin también están aquí.

Stephen se paró en secó, frenando a Pamela.