A pesar de todos sus esfuerzos por seguir despierta, sus párpados no tardaron en caer y permanecieron cerrados. Su último pensamiento antes de que la reclamara el sueño fue preguntarse si aquel apuesto desconocido se despertaría algún día.

Capítulo 3

Stephen despertó lentamente.

Tomó conciencia poco a poco de diversas partes de su cuerpo y de inmediato deseó no haberlo hecho.

Todas le dolían endiabladamente.

Era evidente que alguien le había prendido fuego a su hombro, y una legión de demonios le estaba estrujado las costillas de una forma insoportable. Y, en nombre de Dios, ¿quién diablos le estaba aporreando la cabeza? Probablemente la misma bestia que se dedicaba a clavarle cuchillos en las piernas. «¡Maldita sea! Que ese indeseable se vaya al infierno», pensó.

Con un gran esfuerzo, abrió lentamente los ojos. Intentó girar la cabeza, pero enseguida desistió de la idea cuando el más leve movimiento le hizo palpitar las sienes a un ritmo atroz. «¡Dio mío! ¿Cuánto bebí anoche? ¡Qué resaca tan asquerosamente horrible!» En vez de mover la cabeza, deslizó cautelosamente la mirada, inspeccionando el entorno más inmediato.

Le resultaba completamente desconocido.

De pronto sintió un fuerte mareo que le obligó a cerrar los ojos de golpe, mientras juraba evitar durante el resto de su vida el licor que lo había dejado en aquel estado. Apretando los dientes a causa del dolor, hizo un gran esfuerzo para volver a abrir los ojos e inspeccionó la habitación. La confusión se unió a los percusionistas que le estaban aporreando la cabeza.

Era la primera vez que veía aquella alcoba. «¿Dónde demonios estoy y cómo he llegado hasta aquí?»

En el hogar ardía un pequeño fuego que iluminaba débilmente la estancia con un suave resplandor. Vio una mesa de madera de cerezo y un gran armario ropero de caoba. Paredes decoradas con un descolorido papel a rayas. Recias cortinas color vino. Un par de butacas orejeras a juego. Una jarra y un juego de vasos de cristal.

Había una mujer durmiendo en un sofá.

La mirada de Stephen se detuvo, fascinado por aquella mujer. En una habitación llena de objetos desconocidos, aquella mujer le parecía, en algún sentido, vagamente familiar. Un halo de brillantes rizos castaños enmarcaba un rostro exquisito, de finos rasgos. Largas y oscuras pestañas reposaban sobre sus mejillas proyectando sombras crecientes en su cutis color crema, que parecía de porcelana. Stephen se preguntó de qué color serían los ojos que ocultaban aquellas pestañas. Su mirada se detuvo en los labios de la mujer y permaneció fija en aquella parte del cuerpo durante un rato. Aquella mujer tenía la boca más bonita que él había visto nunca. Labios rosados, carnosos y sensuales. Eran unos labios increíbles, que parecían pedir a gritos que alguien los besara. ¿Los habría besado él alguna vez? No, concluyó. No recordaba haber probado su sabor. Y él sabía que nunca olvidaría el tacto y el sabor de una boca tan sensual. Pero entonces, ¿por qué le resultaba aquella mujer tan familiar?

Antes de que pudiera reflexionar detenidamente sobre ello, sintió otro mareo al tiempo que las sienes empezaron a latirle con furia. Un gemido escapó de sus labios.

El sonido, aunque apenas audible, aparentemente penetró en los sueños de la mujer, que abrió lentamente los ojos con un temblor de pestañas. Stephen vio que posaba en él una mirada somnolienta. Durante varios segundos ambos se miraron fijamente a los ojos. «Azules. Sus ojos son azules. Del azul claro de las aguamarinas.»

La mujer abrió los ojos de par en par. Soltó un grito sofocado, se puso en pie de un brinco y se acercó a la cama.

– ¡Está despierto! -Apoyándose con la cadera en el borde de la cama, alargó la mano y le tocó la frente-. La fiebre ha remitido. ¡Gracias a Dios! -exclamó con una sonrisa.

Stephen la observó, intentando poner orden en sus ideas. El tacto de su mano era suave, reconfortante y familiar. ¿ Quién era aquella mujer? ¿Y dónde diablos estaba?

– ¿Le apetece beber un poco de agua? -le preguntó con una voz suave y rasgada que le recordó a un buen brandy, suave, penetrante y cálido.

Stephen tenía los labios secos y le dolía la garganta. Era como si un batallón entero de Napoleón le hubiera entrado por la boca y pisoteado la garganta con las botas puestas. Consiguió hacer un pequeño gesto afirmativo con la cabeza.

Ella cogió una jarra que había en la mesita de noche y vertió agua en un vaso. Lo incorporó ligeramente, sosteniéndole la cabeza con una mano, le acercó el vaso a los labios con la otra y le ayudó a beber. El agua fresca le bajó por la garganta, calmando la sensación de sequedad. Cuando el vaso estuvo vacío, ella lo volvió a acostar con delicadeza.

– ¿Quién…? -dijo la palabra con un ronco susurro.

– Me llamo Hayley. Hayley Albright. -Una dulce sonrisa iluminó sus carnosos labios-. ¿Puede decirme cómo se llama usted? Me encantaría poderme referir a usted de otra forma que con la palabra «herido».

– Ste… Stephen. -La palabra apenas fue audible, pero ella pareció oírla.

– ¿Stephen? -Él asintió a duras penas y ella amplió la sonrisa-. Bueno, Stephen, bienvenido de nuevo al mundo de los vivos. Hemos estado muy preocupados por usted. ¿Cómo se encuentra?

Quería contestarle que había tenido días mejores, pero un dolor agudo le atenazó repentinamente el brazo, e hizo una mueca. La mueca le exacerbó el latido de las sienes. Cerró los ojos y emitió un gemido.

– No intente moverse ni hablar, Stephen -le instó ella dulcemente-. Limítese a quedarse quieto. Ha estado muy grave durante esta última semana.

– ¿Grave? -repitió Stephen, haciendo un esfuerzo por volver a abrir los ojos. «Bueno, eso tiene sentido. Sabe Dios lo fatal que me encuentro.»

– Sí, le encontramos medio sumergido en un riachuelo en un bosque que hay aproximadamente a una hora de Londres. Le habían disparado en el brazo y tenía una herida profunda en la cabeza, sin mencionar las costillas rotas y un sinfín de cortes, rasguños y moretones. Conseguimos traerle a casa y le hemos estado cuidando desde entonces. -Sus ojos recorrieron el rostro de Stephen, con expresión de sincera preocupación-. ¿Se acuerda de algo?

Stephen la escuchó mientras su mente retrocedía al pasado, intentando asimilar aquellas palabras. Al principio, no tenía ni idea de sobre qué le estaba hablando Hayley, pero, de repente, empezó a recordar. Oscuridad. Peligro. Alguien siguiéndole. Un disparo. Olor a quemado. Un calor abrasador. Un dolor candente en el brazo. Corriendo a toda prisa a lomos de Pericles por el bosque. Un segundo disparo. Y luego una caída.

Las pinceladas y las piezas del rompecabezas encajaron rápidamente. Alguien había intentado matarle. Otra vez. Era la segunda vez que le ocurría en sólo un mes. Pero, ¿quién quería verle muerto? Y ¿por qué? Se le hizo un nudo en el estómago. Fuera quien fuese su enemigo, sin duda lo volvería a intentar en cuanto descubriera que seguía con vida. Tenía que averiguar dónde estaba.

– ¿Dónde… estoy? -«Maldita sea», pensó, «tengo la garganta como si me la hubieran rasurado con una navaja de afeitar oxidada.»

– En mi casa, la casa de los Albright, justo a las afueras del pueblo de Halstead, en Kent. Unas tres horas al sureste de Londres.

Menos mal. Afortunadamente estaría a salvo en un pueblecito tan alejado de la ciudad. Stephen abrió la boca con la intención de hablar, pero, en vez de hacerlo, se encontró a sí mismo mirando a Hayley fijamente, completamente prendado de la expresión de su rostro. Además de tener unos ojos preciosos, su mirada era la más bondadosa que había visto nunca. Transmitía ternura, compasión y sincera preocupación, como un dulce baño de miel. «¿Cuándo fue la última vez que alguien me miró así?», se preguntó. No había habido ninguna otra vez. Nadie le había mirado de aquel modo. Nunca.

Pasó un largo minuto antes de que pudiera preguntar con voz ronca:

– ¿Y mi caballo?

Ella esbozó una sonrisa.

– Su caballo está bien. Es el animal más distinguido que he visto en toda mi vida. Y uno de los más listos. Fue él quien nos guió hasta usted. Se hizo un corte en la pata delantera y algunos rasguños sin importancia, pero está prácticamente curado. Hemos cuidado muy bien de él, se lo prometo. -Hayley se acercó a Stephen y le cogió la mano, apretándosela suavemente entre sus palmas-. No debe preocuparse por nada. Sólo concéntrese en ponerse bien y en reponer fuerzas.

– Duele. -Tragó saliva-. Cansado.

– Lo sé, pero ya ha pasado lo peor. Lo que ahora necesita es comer y dormir. ¿Tiene hambre?

– No. -Vio cómo ella vertía varias gotas de un medicamento en un vaso de agua. Luego lo incorporó, le sostuvo la cabeza para que pudiera beber y le volvió a colocar la cabeza sobre la almohada.

– Le he dado láudano para el dolor. También le ayudará a conciliar el sueño. -Le puso la mano en la frente.

Stephen notó su suave tacto y, de repente, recordó por qué aquella mujer le resultaba tan familiar.

– Ángel -murmuró mientras cerraba los ojos-. Es el ángel.


Varias horas después, Hayley se unió al desayuno familiar.

– Tengo buenas noticias para todos -informó al grupo con una radiante sonrisa en el rostro-. Parece ser que nuestro paciente va a salir de ésta. Esta madrugada se ha despertado y hemos estado hablando un rato. He ido a ver cómo se encontraba y le he tocado la frente justo antes de venir. Está durmiendo plácidamente y no parece tener fiebre. -«Y tiene los ojos verdes. De un precioso verde musgo. Como un bosque en el crepúsculo», añadió para sus adentros.

– Son muy buenas noticias, señorita Hayley -dijo Grimsley mientras dejaba en la mesa una gran fuente de huevos revueltos y arenques ahumados.

– Ya lo creo que sí -intervino Andrew, de catorce años-. ¿Crees que el tipo ese sabrá jugar al ajedrez? Nathan juega fatal. -Andrew dirigió a su hermano menor una mirada fulminante.

– Se llama Stephen, no tipo ese -informó Hayley a su hermano con una mirada de aviso. Supuso que aún debía de estar agradecida porque Andrew no hubiera utilizado una expresión más dura, como asqueroso y repugnante canalla, para referirse al herido.

– ¿Crees que le gustarán las meriendas con pastas y té, Hayley? -preguntó Callie, de seis años, con la esperanza brillando en sus ojitos azules.

– Por descontado que no -intervino Nathan. Puso los ojos en blanco con toda la aversión masculina de que puede hacer acopio un niño de once años-. Es un hombre, no una…

– Ya basta, Nathan -le regañó Hayley con un tono que hizo callar al niño inmediatamente. Se giró hacia Callie y acarició los negros rizos de la pequeña-. Estoy segura de que le encantará tomar el té contigo.

Nathan y Andrew resoplaron disgustados. Callie sonrió alegremente.

Winston entró en el comedor con ropa de trabajo. A petición de Hayley, tanto él como Grimsley comían en el comedor con el resto de la familia. En casa de los Albright nadie estaba para formalismos, y los dos sirvientes eran como dos miembros más de la familia.

Hayley saludó al ex marinero con una afectuosa sonrisa, haciendo un esfuerzo por no reírse abiertamente ante la expresión que se dibujaba en su rostro. Tenía cara de haberse levantado con el pie izquierdo, como un oso a quien han despertado en plena hibernación.

– Buenos días, Winston. Tengo buenas noticias. El hombre se ha despertado y le ha bajado la fiebre.

Winston negó repetidamente con la cabeza y señaló a Hayley con su recio dedo acusador.

– ¡Que me encadenen a la regala y me golpeen con el sextante! Hay que tener cuidado con quién mete uno en casa. Espero que no sea ningún asesino, zeñorita Hayley. Lo arrastramos hasta aquí, le salvamos su miserable vida y ahora tenemos que rezar para que no sea un criminal que nos pueda matar mientras durmamos. Parece despiadado, ya lo creo que lo parece. He visto suficiente mundo con su padre, que en paz descanse, para reconocer a un canalla en cuanto lo veo. Lo mataré con mis propias manos. Le…

– Estoy segura de que no será necesario -interrumpió Hayley sin apenas poder contener la risa-. Parece un hombre muy agradable.

– Parece un necio gorrón -masculló Winston.

– ¿Te ha dicho algo, Hayley? -preguntó Pamela en un evidente intento de modificar el cariz que estaba tomando la conversación.

– Sólo ha dicho unas pocas palabras. Tenía mucho dolor, de modo que le di un poco de láudano. Tal vez se encuentre mejor conforme vaya avanzando la mañana.

Tía Olivia levantó súbitamente la cabeza y miró hacia arriba, con una expresión de confusión en el rostro.

– ¿Cabaña? ¿Para qué queremos una cabaña?

Hayley se mordió la cara interna de los pómulos para contener la risa. Tía Olivia, que guardaba un extraordinario parecido con su fallecido padre, siempre estaba absorta en el libro que estaba leyendo o en su labor de punto. Con la atención fija en su última novela o labor, y siendo un poco sorda, raramente podía seguir una conversación entera.