– No, nadie va a construir ninguna cabaña, tía Olivia -contestó Pamela en lugar de su hermana levantando la voz-. Esperamos que el herido mejore durante esta mañana.

Tía Olivia asintió, con la comprensión reflejándose en sus ojos.

– Bueno, eso espero. La pobre Hayley ha cuidado a ese hombre hasta la extenuación. Recuperarse por completo es lo mínimo que puede hacer él. Y me alegra oír que no vamos a construir ninguna cabaña. No la necesitamos para nada. Ya tenemos bastante con la casa, el establo y el corral.

Todos los días, después de desayunar, el grupo recogía la mesa y luego cada uno se dedicaba a sus obligaciones. Todo el mundo se ponía manos a la obra para ayudar en las tareas domésticas. Yendo tan justos de dinero como iban, no podían contratar a ningún sirviente, exceptuando a una mujer que venía una vez por semana para ayudar a lavar la ropa.

Haciendo caso omiso de las protestas de Andrew y Nathan, Hayley reunió a toda la familia para encargarle a cada uno la tarea de aquel día. A los chicos les tocaba sacudir las alfombras de sus dormitorios, una tarea que odiaban, aduciendo que era cosa de mujeres. Sin inmutarse, Hayley los mandó afuera. A Pamela le tocaba sacar el polvo, y a tía Olivia zurcir ropa. Callie iría a recoger los huevos al gallinero mientras Winston reparaba el tejado. Y Hayley trabajaría en el jardín con Grimsley en cuanto comprobara cómo se encontraba Stephen.

Hayley fue a coger la cesta de los huevos para entregársela a Callie.

– ¿Has visto a Callie? -le preguntó a Pamela.

– No durante los últimos minutos. Probablemente ya está de camino al corral.

– Se ha olvidado de coger la cesta -dijo Hayley con un suspiro. Fue hasta la puerta principal, salió al exterior y cruzó el césped. Cuando llegó al corral, asomó la cabeza y miró dentro.

– ¿Callie? ¿Dónde estás? Te has olvidado de coger la cesta. -Sólo obtuvo el silencio como respuesta. Miró alrededor, sin ver ni rastro de su hermana pequeña.

«Y ahora, ¿dónde puede haberse metido esta niña?»

Stephen abrió lentamente los ojos con un gran esfuerzo, parpadeando ante la fuerte luz solar que se colaba por la ventana. En silencio, repasó mentalmente su anatomía y constató, para su alivio, que se encontraba mejor que la última vez que se había despertado. Le seguían doliendo la cabeza y el brazo, pero el dolor sordo que le paralizaba todos los huesos del cuerpo se había esfumado.

Giró la cabeza y se encontró mirando fijamente a una niña pequeña de cabello oscuro que estaba sentada en el sofá. Recordaba vividamente a la joven que había visto la última vez que se había despertado, y aquella niña era un duplicado en miniatura de ella.

Los mismos rizos relucientes, los mismos llamativos ojos de color azul claro. Era obvio que eran madre e hija.

La niña apretaba una vieja y desgastada muñeca entre sus rollizos bracitos y estudiaba a Stephen, con el rostro iluminado por una ávida curiosidad.

– Hola -le dijo con una sonrisa-. Por fin se ha despertado.

Stephen se humedeció los resecos labios con la punta de la lengua.

– Hola -le contestó con voz ronca.

– Me llamo Callie -dijo la niña, balanceando las piernas adelante y atrás como un péndulo-. Y usted se llama Stephen.

Stephen asintió con la cabeza y sintió un gran alivio al comprobar que el movimiento sólo le había provocado un leve latido en las sienes.

La pequeña le enseñó su muñeca.

– Le presento a la señorita Josephine Chilton-Jones. Puede llamarla señorita Josephine, pero no la llame nunca Josie. A ella no le gusta, y no se deben hacer cosas que no le gustan a la gente.

Stephen, sin saber si la pequeña esperaba una respuesta, se limitó a volver a asentir con la cabeza. Al parecer, su respuesta agradó a la niña, porque volvió a estrechar a la muñeca entre sus brazos y siguió hablando.

– Estaba muy grave. Los mayores se turnaron para cuidarle, pero a mí no me dejaron. Todo el mundo dice que soy demasiado pequeña, pero eso no es verdad. -Se inclinó hacia delante-. Tengo seis años, ¿sabe? De hecho, estoy apunto de cumplir siete. -Después de facilitarle esta información, se recostó en el respaldo del sofá y volvió a balancear las piernas.

En vista de la mirada expectante de la niña, Stephen llegó a la conclusión de que la pequeña quería que le dijera algo. Se rompió la cabeza intentando pensar en algo que decirle, pero se le había quedado la mente en blanco. La última vez que había mantenido una conversación con un niño él debía de ser también un niño.

– ¿Dónde está tu madre? -le preguntó por fin.

– Mi mamá está muerta.

– ¿Muerta? Pero… si la vi ayer por la noche -susurró Stephen visiblemente confundido.

– Ésa era Hayley. Es mi hermana, pero me cuida como si fuera una mamá. Nos cuida a todos. A mí, a Pamela, a Andrew, a Nathan, a tía Olivia, a Grimsley, a Winston y hasta a Pierre. Ah, y también a los perros y la gata. Mamá está muerta.

– ¿Dónde está tu padre?

– Papá también está muerto, pero tenemos a Hayley. Yo quiero mucho a Hayley. Todo el mundo la quiere. Tú también la querrás -predijo la pequeña asintiendo solemnemente.

– Ya entiendo -dijo Stephen, aunque no entendía nada. ¿Aquella joven cuidaba de toda aquella gente? ¿La única adulta? No, la niña había mencionado a una tía, ¿no?-. ¿Tienes una tía?

Callie asintió, y el gesto hizo rebotar sus brillantes rizos negros.

– Oh, sí, tía Olivia. Es hermana de papá, y vino a vivir con nosotros cuando él murió. Se parece mucho a papá, pero ella no tiene barba, sólo un bigote muy pequeño. Tienes que sentarte en su falda para verlo. Está bastante sorda, ¿sabe?, pero huele a flores y me cuenta cuentos divertidos.

Sin hacer ninguna pausa para respirar, la niña prosiguió:

– Y luego está mi hermana Pamela. Es muy guapa y viene a casi todas las meriendas que organizo. Andrew y Nathan son mis hermanos. -Hizo una mueca de disgusto-. Supongo que son simpáticos, pero siempre se están metiendo conmigo y eso no me gusta.

– ¿Y quiénes son los demás… Winslow, Grimsdale y Pierre?

A Callie se le escapó una risita.

– Querrá decir Winston, Grimsley y Pierre. Antes eran marineros, igual que papá, pero ahora viven con nosotros. Pierre es el cocinero. Es muy refunfuñón, pero hace pasteles que están para chuparse los dedos. Winston arregla las cosas que se estropean en casa. -Se acercó más a Stephen y se inclinó hacia delante, de una forma claramente conspiradora-. Tiene tatuajes por todo el cuerpo y los brazos muy peludos y dice las palabras más feas que se pueda imaginar, como «vete al asqueroso infierno», y dice que Grimsley es «una patada en el culo».

Stephen no estaba demasiado seguro de cómo responder ante aquel nuevo dato sobre el folclore familiar. «¡Santo Dios! ¿Son todos los niños tan precoces?», se preguntó. Miró aquellos perfectos y diminutos labios que acababan de decir «vete al asqueroso infierno» y «culo» y notó que se contraían sus propios labios.

– ¿Y quién es Grimsley?

– Es nuestro mayordomo. Le crujen las rodillas cuando se mueve y siempre está perdiendo las gafas. Él y Winston estaban con Hayley cuando ella le rescató. Le trajeron a casa y Hayley le ha estado cuidando desde entonces. Estaba muy grave -dijo con un inequívoco tono de reprimenda-. Estoy contenta de que ahora se encuentre mejor porque así Hayley podrá descansar. Está muy cansada y lleva una semana entera sin venir a mis meriendas. -Callie miró a Stephen con curiosidad-. ¿Le gustaría venir a mi próxima merienda? La señorita Josephine y yo servimos los mejores bollitos de todo Halstead.

Antes de que a Stephen se le ocurriera una respuesta adecuada, la puerta se abrió de par en par y Hayley entró a toda prisa en la habitación.

– ¡Callie! -Arrodillándose delante del sofá, Hayley abrazó a la pequeña y la atrajo hacia sí-. ¿Qué estás haciendo aquí? Te he estado buscando por todas partes.

– Estaba invitando a Stephen a mi próxima merienda.

Hayley se giró hacia la cama con el rostro iluminado por una tierna sonrisa.

– ¿Cómo se encuentra esta mañana, Stephen?

– Mejor. Hambriento.

Estampando un breve beso en los relucientes rizos de Callie, Hayley se liberó de los pegajosos brazos de la pequeña y se acercó a la cama. Puso la palma de la mano en la frente de Stephen y se amplió su sonrisa.

– Ya no tiene fiebre. Me desharé de este bichito y volveré enseguida con su desayuno. Ven conmigo, Callie -instó a la niña dándole un golpecito en la mano-. Las gallinas te están esperando. Te echan terriblemente de menos.

Callie saltó del sofá y dio unos pasos hacia la cama. Se inclinó hacia delante hasta que su boca estuvo a la altura de la oreja de Stephen.

– Las gallinas me echan de menos porque yo no les llamo «asquerosos y malolientes pajarracos», como Winston -le susurró al oído. Se enderezó y asintió, dirigiendo a Stephen una mirada de complicidad. Luego le dio la mano a Hayley y dejó que ésta la guiara fuera de la alcoba.

Cuando se quedó solo, Stephen emitió un suspiro de alivio. ¿Por qué no estaba aquella niña en un jardín de infancia o con su institutriz? La pequeña hablaba sin parar y, aunque habían dejado de palpitarle las sienes, todavía estaba ligeramente mareado. Levantó una mano y se tocó la frente. Sus dedos palparon un vendaje. Desplazando las yemas por su rostro, se tocó una recia barba de varios días. ¿Cuánto tiempo llevaba allí? ¿Una semana? No era de extrañar que le hubiera crecido tanto la barba.

Deslizó la mano hacia abajo y se palpó el vendaje de las costillas. Una inspiración profunda le bastó para confirmar que aún le faltaba bastante para estar completamente curado. Cuando probó a mover las piernas, descubrió dos cosas: que le dolían pero las podía mover y que estaba desnudo.

Miró bajo la sábana y frunció el ceño. Alguien le había quitado la ropa y le había lavado. Por alguna razón insondable, un extraño hormigueo recorrió todo su cuerpo cuando se imaginó a Hayley Albright inclinándose sobre su cuerpo desnudo.

La puerta de la alcoba se abrió y entró Hayley con una gran bandeja en las manos. Stephen se arregló apresuradamente la sábana. Un calor desconocido le inundó el rostro.

– Ya estamos aquí-dijo, colocando la bandeja sobre la mesita de noche. Miró a Stephen y arrugó la frente-. ¡Santo Dios! Se le han sonrojado las mejillas. Espero que no le haya vuelto a subir la fiebre -dijo mientras le ponía la mano en la frente.

«¿Sonrojado?», se preguntó Stephen y, acto seguido, dijo más bruscamente de lo que pretendía:

– Estoy bien. Sólo tengo hambre.

– Por supuesto. Y no está caliente. -Hayley lo observó detenidamente durante breves momentos, frunciendo los labios-. Hummm. Le resultará mucho más fácil comer si le incorporo un poco.

Alargando el brazo por delante de Stephen, Hayley cogió dos almohadones del otro lado de la cama.

– Déjeme ayudarle -dijo, incorporándolo con delicadeza y colocándole los almohadones detrás de la espalda-. ¿Qué tal?

Tras superar el mareo inicial, Stephen se encontró considerablemente mejor, aunque se sentía muy débil. Y una inspiración profunda habría estado completamente fuera de lugar.

– Bien. Muchas gracias.

Hayley se sentó en el borde de la cama y cogió de la bandeja un cuenco y una cuchara. Luego cogió con la cuchara un poco de una especie de puré de extraño aspecto.

– ¿Qué es? -preguntó Stephen, aunque no le importaba demasiado. Estaba tan hambriento que se habría comido hasta las sábanas.

Ella le acercó la cuchara a los labios.

– Una especie de porridge. [2]

Aunque a Stephen le resultaba raro que alguien le diera la comida en la boca, no tenía fuerzas para discutir. Abrió la boca obedientemente y tragó.

– ¿Le gusta? -preguntó ella, estudiando la expresión del rostro de Stephen.

– Sí. Es muy bueno. Muy peculiar.

– No me extraña, porque tenemos un cocinero muy peculiar.

– ¿Ah sí? ¿En qué sentido? -preguntó Stephen y luego abrió la boca para recibir la próxima cucharada.

– Pierre es…, bueno, bastante temperamental, digamos que tiene bastante genio. Su sensibilidad gala es fácil de herir.

– Entonces, ¿por qué le contrató?

– Oh, no le hemos contratado. Pierre era el cocinero del barco de mi padre. Cuando mi padre murió, Pierre se instaló en casa y se hizo cargo de la cocina. Pobre de quien ose entrar en sus dominios sin su permiso. Y, si Pierre le da permiso para entrar, ya se puede preparar para «cogtag» cebollas y «pelag» patatas hasta que se le caigan los brazos.

Una sonrisa tiró de las comisuras de la boca de Stephen. Pierre tal vez fuera difícil, pero hacía un porridge condenadamente rico. Y Stephen sabía muy bien lo que era tener problemas con los sirvientes. Su propio cochero se había jubilado el año pasado, y él había tardado meses en encontrar un sustituto adecuado.