Liz sentía sus dedos cálidos y suaves contra la piel. Quería volver la cara y darle un beso en la palma de la mano. En vez de eso, suspiró.
– Ah, es cierto. Esa cita que dices que es una reunión importante.
– Es una reunión importante.
– Ya, claro.
Él la miró y se rió.
– ¿Me estás llamando mentiroso?
– Estoy diciendo que me ocultas cosas.
– Pero sólo de trabajo. No sobre mujeres -respondió él y se puso muy serio-. ¿Me crees?
– Sí, te creo -susurró ella y David la besó suavemente.
– Ahora tengo que irme a la reunión -murmuró-, pero quiero volver después a comprobar que estás bien. Será sobre las doce de la noche. ¿Te parece muy tarde?
A comprobar que estaba bien, ¿eh? Ella quería leer más cosas entre líneas, pero tenía la sensación de que David quería decir exactamente lo que estaba diciendo.
– No te preocupes por no despertarme -le dijo-. No creo que duerma.
– Lo sé. Por eso voy a volver.
Él miró la cama, como si se diera cuenta de lo que podría ocurrir después.
– Estaré aquí en misión oficial -dijo.
– ¿Es ésa tu forma de decirme que no vas a intentar seducirme?
Él gruñó ligeramente.
– Eres toda una tentación, Liz, tienes que saberlo. Pero se trata de que estés a salvo.
A ella le habría gustado que se tratara de ambas cosas.
– Eres muy amable por preocuparte. Yo no haría nada que no debiera.
– Bien -dijo él y se dirigió hacia la puerta-. Porque en lo que a ti respecta, mi capacidad de control es nula.
Ella se rió mientras David salía de la habitación. Cuando se quedó sola con Natasha, la buena sensación se desvaneció y de repente, tuvo ganas de llorar.
– Estoy bien -se dijo-. Las dos estamos bien.
Ojalá pudiera creerlo.
Vladimir Kosanisky soltó un juramento mientras marcaba un número de teléfono. Respondieron a la llamada al segundo tono.
– Aún no hemos encontrado a la chica -le dijo al americano, con la voz tensa de frustración-. Hemos malgastado un día entero. Creo que será mejor que la olvidemos y busquemos a la niña.
– ¿Y si la chica habla?
Kosanisky pensó en aquella posibilidad. Sophia siempre había sido difícil. Era una pena que él siempre hubiera tenido cierta debilidad por ella. Los sentimientos le habían nublado el juicio.
– La eliminaremos.
– Bien. ¿Cuándo tendréis al bebé?
– Esta noche -respondió Kosanisky-. Mis hombres entrarán en la habitación de la mujer y se llevarán a la niña.
– ¿Harán que parezca un robo?
– No será necesario -dijo Kosanisky, mientras encendía un cigarrillo-. Mi pregunta es sobre la mujer americana. Elizabeth Duncan. ¿Quieres que la mate o no?
Capítulo 8
Liz estuvo relativamente tranquila mientras duró la luz del día. Sin embargo, a medida que oscurecía, comenzó a sentirse más y más nerviosa.
– No pasa nada -se decía una y otra vez.
David le había prometido que iría más tarde y se quedaría con ella y Liz confiaba por completo en él. David cumpliría su promesa. La única pregunta era cuándo iba a llegar.
Comprobó que Natasha estaba bien. La niña estaba profundamente dormida en su cuna. Parecía que la tensión de la situación no la afectaba en absoluto.
– Preciosa -murmuró Liz-. Muy pronto volveremos a casa.
A Portland. A su casa sobre el río, a su vida normal. Había tenido muchas ganas de ir a Moscú, pero en aquel momento sólo quería marcharse.
A las nueve y media ya era noche cerrada. Liz miró por la ventana y observó las luces de la ciudad. El corazón le latía con más fuerza cada vez que respiraba. Tenía los nervios de punta y el cuerpo en estado de alerta. Iban a ir por ella, lo sabía, lo sentía en los huesos. ¿Y si aparecían antes de que llegara David?
– No podemos quedarnos aquí -murmuró en el silencio.
Abrió la puerta de la habitación y miró a ambos lados del pasillo. Se le tensaron todos los músculos del cuerpo al darse cuenta de que no había nadie. Rápidamente, antes de poder cambiar de intenciones, tomó la llave de la habitación y llamó a la puerta de al lado. Diana Winston apareció a los pocos segundos.
– ¡Liz! ¿Qué ocurre?
– Tengo que bajar al vestíbulo a hablar con el recepcionista -respondió ella, intentando mantenerse calmada-. Natasha está dormida, pero me preguntaba si te importaría quedarte con ella un segundo, hasta que yo vuelva.
Diana sonrió.
– Claro que no -dijo. Entró en la habitación de nuevo, avisó a su marido de que salía un momento y siguió a Liz por el pasillo.
Liz la dejó con Natasha y bajó sigilosamente las escaleras, intentando no dejarse ver demasiado. Desde el último rellano divisó al recepcionista, sentado tras el mostrador, leyendo el periódico. Paseó la mirada rápidamente por todo el vestíbulo y no vio a nadie más. ¿Qué había ocurrido con el guardia de seguridad fornido? ¿Se había tomado un descanso, o acaso David le había mentido acerca de que iba a incrementar la seguridad del hotel para protegerla?
Parecía que se le iba a escapar el corazón del pecho y tenía la garganta oprimida. ¿Qué estaba ocurriendo?
El instinto le gritaba que tenía que proteger a Natasha, así que reunió valor, se acercó al mostrador y sonrió al recepcionista para pedirle que la cambiara de habitación. Sin embargo, el joven no parecía muy dispuesto a tomarse la molestia, hasta que Liz le pasó por el mostrador un par de billetes de quinientos rublos, unos cuarenta dólares. Entonces el recepcionista le dio la llave de otra habitación y Liz le pidió que mantuviera en secreto aquel cambio. Él asintió.
Liz volvió a mirar a su alrededor, pero siguió sin ver al guardia. ¿Qué habría ocurrido?
No tenía tiempo de preocuparse de aquello. Le dio las gracias al recepcionista y subió las escaleras hacia su habitación. Cuando llegó, estaba jadeando. Llamó suavemente y Diana abrió la puerta.
– ¿Ya lo has resuelto todo?
– Sí, muchas gracias -respondió Liz. Cuando Diana se marchó a su habitación, ella cruzó el pasillo y fue dos puertas más allá, hasta su nueva habitación. Abrió y entró. La habitación era idéntica a la suya, pero decorada en color azul, en vez de verde. Daba a una callecita interior, en vez de a la calle principal. Era perfecta para sus propósitos.
Volvió a su habitación anterior y metió en una bolsa algunos pañales de Natasha, la leche en polvo y un libro. Tomó también su bolso y un par de almohadas para poder asegurar a Natasha sobre la cama que iban a compartir. Liz sabía que no podría mover la cuna de la niña sin despertar a todo el mundo de su piso.
Se puso la bolsa al hombro y con cuidado, tomó a Natasha en brazos y la llevó a la nueva habitación. La niña no se despertó.
Cuando todo estuvo en su lugar, Liz pensó en llamar a David, pero no se sentía segura con la idea de usar el teléfono.
– Debo de haber visto demasiadas películas de espías -se dijo, intentando encontrar la ironía de la situación-. ¿Verdaderamente pienso que alguien ha pinchado el teléfono?
Aparentemente, la respuesta era afirmativa, porque no pudo descolgar el auricular. Pero aquello no era un problema. Siempre podría mirar por la mirilla cuando apareciera David y lo avisaría para que entrara en su nueva habitación.
Arrastró la silla de la habitación y la colocó junto a la puerta para poder oír los pasos de David y después acercó una lamparilla para tener luz. Intentó concentrarse en su libro, pero la mayor parte del tiempo estuvo escuchando los sonidos de la noche, preparándose para algún tipo de ataque pese a que sabía, por lógica, que no iba a ocurrir.
Un poco después de la medianoche, oyó un débil crujido de la madera del suelo. Esperándose ver a David, se puso en pie y miró por la mirilla de la puerta. En vez de David había dos hombres frente a la puerta de su antigua habitación. Uno de ellos se inclinó ante la cerradura.
Liz estuvo a punto de gritar. Tuvo que taparse la boca con la mano para evitarlo. El miedo regresó, tan frío y líquido como antes.
No era posible que estuviera sucediendo aquello. Los vio abrir la puerta y entrar en la habitación. Sintió pánico. ¿Qué podía hacer? Aquellos hombres se darían cuenta, al instante, de que ni la niña ni ella estaban allí. ¿Comenzarían a entrar en todas las habitaciones para encontrarlas?
Miró frenéticamente a su alrededor, buscando algún modo de escapar, pero no había ninguno. Sólo podría salir por la ventana y la altura sobre la calle era demasiado grande. ¿Podría usar algo como cuerda para descolgarse?
Respiró profundamente y se obligó a dejar de pensar cosas absurdas. Todo iba a salir bien. Aquellos hombres habían entrado silenciosamente. No querían meterse en problemas, ni que los descubrieran. Sí, estaban buscándola en su habitación, pero no tenían ni idea de adonde había ido. Ellos pensarían que se había marchado del hotel.
Liz continuó observando atentamente el pasillo. Después de un par de minutos, los hombres salieron de la habitación mirando a su alrededor, como si estuvieran buscando pistas. Ella bajó la cabeza antes de darse cuenta de que no podían verla.
Uno le dijo algo al otro en voz baja. Liz no pudo oír qué era. Parecía evidente que no querían que los demás huéspedes supieran que estaban allí. Finalmente, cerraron la puerta y se alejaron hacia el ascensor.
Liz esperó a que se hubieran marchado antes de dejarse caer sobre el suelo y acurrucarse. Estaba temblando y apenas podía respirar. ¿Qué habría ocurrido si no se hubiera cambiado de habitación? ¿Se habrían llevado aquellos hombres a Natasha?
Le ardían los ojos y parpadeó para que no se le cayeran las lágrimas. El peligro se había desvanecido por el momento. El pasillo estaba vacío. En silencio, recogió a su bebé, recorrió tres puertas y llamó a la habitación de Maggie.
David encontró un sitio para aparcar muy cerca del hotel. Habría estado muy contento con su suerte si no hubiera visto dos coches de policía aparcados justo enfrente del edificio. En cuanto los vio, tuvo un mal presentimiento.
Salió del coche y miró la hora. Eran casi las dos de la mañana. Aquella reunión había durado mucho más de lo que él había pensado. ¿Le habría entrado pánico a Liz por la espera o habría ocurrido algo?
Se apresuró a entrar al vestíbulo y se encontró a Liz sentada en un banco, con Natasha en brazos. Maggie estaba con varios policías. Su expresión de frustración le dio a entender a David que no estaba muy contenta con la forma en que estaban saliendo las cosas.
Él se acercó a Liz.
– ¿Qué ha ocurrido? -le preguntó.
Ella se sobresaltó al oír su voz, se levantó y lo miró fijamente. David detectó el miedo en sus ojos verdes y la desconfianza.
– Dos hombres han entrado en mi habitación -le dijo ella-. No sabían que me había cambiado de dormitorio una hora antes. Cuando bajé a la recepción a pedir el cambio, el guardia no estaba por ninguna parte. Ni en el pasillo, ni en el vestíbulo.
– ¿Qué?
– ¿Estás jugando conmigo, David? ¿Todo esto no es más que una broma para ti? ¿Me has mentido al decirme que pondrías a alguien de seguridad en el hotel para que estuviera más tranquila?
Él tuvo ganas de agarrarla por los brazos y agitarla.
– Claro que no. Dejé a un agente aquí. Yo mismo hablé con él a las nueve de la noche.
Ella no estaba muy convencida.
– Ahora no está aquí.
David soltó un juramento entre dientes.
– Ahora mismo vuelvo.
Se acercó a Maggie y les mostró su identificación a los policías. Después, les preguntó qué había ocurrido.
En cuestión de segundos entendió la causa de la frustración de Maggie. Los oficiales pensaban que sólo había sido un simple robo. No estaban interesados en oír la versión del secuestro de la niña.
– Los norteamericanos son unos paranoicos -le dijeron.
David los escuchó sin hacer ningún comentario. En vez de discutir, les pidió los detalles. Se haría una denuncia, pero nadie había robado nada… Los policías se encogieron de hombros, indicando que podían hacer muy poco.
– O quieren hacer muy poco -murmuró David en inglés.
Maggie asintió.
– Admito que al principio no me tomé las cosas muy en serio. Me pareció muy extraño que robaran el expediente de Natasha, pero si lo unimos a lo que ha ocurrido esta noche, hay demasiadas cosas que no concuerdan. Está ocurriendo algo.
David estaba de acuerdo con ella. Pero, ¿qué era lo que estaba ocurriendo? ¿Y dónde estaba el guardia?
Dejó a Maggie con la policía y salió del hotel. Recorrió varias calles contiguas al hotel y finalmente, en un callejón oscuro, encontró al guardia. El hombre estaba atado, oculto tras un gran contenedor de basura.
David se inclinó sobre él. Mientras le buscaba el pulso con una mano, con la otra marcaba un número en su teléfono móvil.
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