Se despidió de la niña y de ella y se marchó.

Liz entró en la cocina.

Había un cuenco con manzanas sobre la mesa. En la nevera encontró patatas, carne picada, zanahorias, remolacha, queso y leche. En la panera había una barra de pan.

Liz pensó en los ingredientes que tenía a mano para hacer la cena.

– Evidentemente, no es ocasión para hacer un suflé -le dijo a Natasha-. Tu abuela era rusa, pero mi compañera de habitación durante la universidad era inglesa. Creo que tenemos todos los ingredientes para hacer un pastel de carne.

Una hora después, había elaborado el plato. Lo único que necesitaba era ponerlo en el horno durante una media hora y un par de segundos bajo el gratinador para que el puré de patatas se dorara.

Liz bañó a Natasha y después se sentó en la mecedora con la niña en el regazo. El libro de cuentos de hadas estaba en ruso, pero Liz le enseñó a la niña los dibujos e inventó sus propias historias basándose en las ilustraciones. A las siete y media, el bebé se había dormido.

Liz tenía intención de ponerla en la cuna, pero debió de quedarse dormida también, porque lo siguiente que sintió fue que alguien le estaba acariciando suavemente la mejilla y murmurando su nombre.

A ella le gustaron tanto el roce como la voz y volvió la cabeza hacia la caricia justo cuando un dedo le pasaba por los labios. Aquella caricia sensual hizo que abriera los ojos.

David estaba inclinado sobre ella.

– ¿Qué tal estás? -le preguntó.

– Bien. Mejor -respondió Liz. Se incorporó ligeramente y se dio cuenta de que Natasha estaba dormida sobre sus piernas.

– Yo la llevaré a la cuna -dijo David, mientras tomaba en brazos cuidadosamente a la niña.

Liz se levantó y se estiró. Después entró en la cocina, encendió el horno y se lavó las manos. David llegó unos minutos más tarde. Había dejado su maletín en el salón, pero llevaba una botella de vino.

– Español -dijo-. Uno de mis favoritos. Pensé que podríamos pedir comida a un restaurante y… -se interrumpió al ver cómo ella sacaba la fuente de pastel de carne de la nevera y la metía en el horno.

– No tienes por qué hacerme la cena -le dijo él.

– Tú no has hecho otra cosa que cuidarme desde que llegué a Moscú. Ahora he invadido tu casa. Cocinar es lo menos que puedo hacer.

– Nadie ha cocinado para mí desde hace mucho. No voy a decir que no.

– Me parece bien, porque si rechazaras mi cena me pondría muy rezongona.

– Entonces te daré las gracias y lo dejaremos así -dijo él. Abrió un cajón y sacó el sacacorchos para abrir la botella-. ¿Cómo te sientes?

– Bien, siempre y cuando no piense en lo que está ocurriendo. Si lo pienso, me asusto mucho.

– Entonces, te sugiero que no hablemos de ello esta noche. Vamos a relajarnos. Estás a salvo y nos estamos ocupando de todo. No podemos hacer nada más hasta mañana. ¿Qué te parece?

Ella asintió y después aceptó la copa de vino que él le ofrecía.

– Tenemos treinta minutos hasta la cena -le dijo Liz.

David la condujo al salón, donde se sentaron en el sofá. Liz le dio un sorbo al vino tinto. Era seco, pero un poco dulce y le bajó por la garganta agradablemente.

– No he comido mucho hoy -dijo sonriendo-. No hará falta que beba mucho para emborracharme.

– No me tientes. Me gusta esa idea.

– Pero si no sabes cómo soy bajo la influencia del alcohol… -protestó ella.

– Me encantaría arriesgarme.

Liz se rió. Sí, había peligros acechando en aquella ciudad y problemas que resolver. Pero por el momento, aquella noche se sentía segura y cómoda. Quería disfrutar de cada segundo que pasara en compañía de David.

– Está bien, pero no digas que no te lo advertí.

Él estiró el brazo a lo largo del respaldo del asiento. Estaban muy cerca y su mano se posó en el hombro de Liz. Ella notó que él enredaba los dedos en su pelo.

– Me acuerdo de que pensaba que eras increíblemente guapa -le dijo David-. Cuando me marché, hace cinco años. Recordaba la tarde que pasamos juntos y me decía que no podías ser tan preciosa como yo recordaba. Entonces te vi en aquella fiesta en la embajada y supe que me había equivocado. Eras incluso más bella que la imagen que yo tenía en la mente.

Ella bajó la cabeza.

– Eres muy amable, pero no tienes por qué decirme todo eso.

– ¿No crees que eres atractiva?

– Claro, pero hay mucha distancia entre atractiva y bella.

– Tú eres ambas cosas.

– Gracias.

– Háblame de los hombres de tu vida. ¿Por qué vas a adoptar una hija tú sola?

Ella lo miró con las cejas arqueadas.

– No es una transición muy sutil.

– ¿Tenía que ser sutil?

– No, parece que no -dijo ella y le dio otro sorbo a su vino-. He salido con algunos hombres, pero no he llegado a casarme. Encontrar al compañero perfecto me parece menos acuciante que adoptar a una niña, así que comencé el proceso y aquí estoy.

– ¿Por qué no te has casado?

– Yo podría hacerte la misma pregunta.

– Adelante, siempre y cuando tú respondas la mía.

Liz dejó la copa en la mesa y se volvió hacia él.

– Tengo una lista de razones que siempre le recito a la gente.

– ¿Y alguna es cierta?

– Unas cuántas. Además, satisfacen la curiosidad.

Él asintió.

– Has estado ocupada con tu carrera profesional. Ahora tienes prioridades distintas. No quieres comprometerte y no has conocido a nadie que mereciera lo suficiente la pena.

– Impresionante. Se nota que tú has tenido la misma conversación.

– Mi madre está decidida a verme felizmente casado -admitió él-. Entonces, Liz, ¿cuál es la razón verdadera, profunda, oscura y secreta?

– ¿Y por qué tiene que ser secreta?

– Porque has preparado muchos tópicos para mantener contentas a las masas.

– Realmente, tienes labia.

– Por favor, deja de evadir la cuestión.

Ella nunca hablaba mucho de su pasado, pero tenía ganas de compartir cosas importantes con David. Por algún motivo, le parecía que él iba a entenderlo.

– Mis padres estaban muy enamorados -le dijo-. Eran lo más importante del mundo el uno para el otro. Ahora creo que ellos no deberían haber tenido hijos. Yo sólo era un obstáculo en su camino, algo que les impedía estar a solas juntos.

– Eso es muy duro.

Liz se encogió de hombros.

– No creo que quisieran hacerme daño. Yo siempre tuve a mi abuela y ella me quería por cinco.

– Eso vale mucho -le dijo David.

– Sí. Yo he conseguido superar el pasado y avanzar… más o menos. Mis padres eran buenos, pero lo único que les interesaba era su amor. Entonces, mi padre murió en un accidente de tráfico.Yo tenía siete años y me quedé devastada, pero mi madre…

Liz cerró los ojos mientras recordaba los sollozos descontrolados de su madre, sus lamentos de animal herido noche tras noche.

– Ella nunca lo aceptó, no pudo recuperarse. Finalmente, murió. Los médicos no supieron la causa, pero mi abuela y yo sabíamos que fue porque se le había roto el corazón.

– ¿Es ése tu secreto? -le preguntó él-. ¿Piensas que si te enamoras de alguien será algo tan profundo que no podrás sobrevivir sin él?

Liz nunca lo había expresado con palabras, pero en aquel momento se dio cuenta de que aquél era exactamente el problema.

– Sí. No quiero ser así. No quiero amar demasiado. Quiero tener más cosas en mi vida.

– Pues hazlo. Quiere de una forma distinta. ¿Por qué vas a renunciar a esa parte de tu vida? ¿Porque tus padres se equivocaron?

– Si vas a aplicar la lógica, no quiero tener esta conversación.

– Lo siento -dijo él y dejó su copa de vino junto a la de Liz-. Merece la pena esforzarse por el amor.

– Y lo dice el hombre que vive solo.

– Buena observación.

– ¿Por qué no te has casado tú? ¿Cuál es tu secreto oscuro?

– Que te deseo -dijo él, mientras la atraía hacia su cuerpo y la besaba.

Capítulo 10

Liz se apoyó en él, pese a que una voz le susurraba en la cabeza que todo aquello era un error. La única que vez que David y ella habían hecho el amor, ambos, se habían quedado muy afectados por la experiencia y habían huido. ¿Quería que aquello se repitiera? ¿De veras quería dejarse llevar por el momento y aquel hombre y no pensar en las consecuencias?

Sinceramente, sí, pensó mientras se abandonaba a las sensaciones que le producían sus labios suaves. Sabía que estaba reaccionando a la incertidumbre de su mundo y al deseo de David de mantenerla a salvo, tanto como al calor que le nacía en el vientre y se extendía en todas direcciones. Él era su única esperanza. Si se sumaba aquello a la calidez de su boca, al olor de su piel y a sus caricias, ¿era tan malo rendirse?

Él se retiró ligeramente.

– ¿Cuál era la pregunta?

Ella parpadeó. ¿Había hecho alguna pregunta?

– No me acuerdo.

– Bien -él le besó las mejillas, la frente, la nariz y la mandíbula. Desde allí siguió un corto viaje hasta su cuello, donde le mordisqueó y le lamió la piel hasta que ella se retorció en el asiento.

– ¿Estás disfrutando o te parece que es una mala idea?

– Estoy disfrutando la mayor parte de lo que estamos haciendo -admitió.

– ¿Quieres que pare?

¿Debería hacerlo? Era el mejor plan. Razonable, maduro, el plan que no le causaría problemas después, pensó Liz.

Se acercó más a él y le rodeó el cuello con los brazos.

– Siempre y cuando uno de los dos se acuerde de apagar el horno para que la cena no se queme, no.

Él se rió.

– Muy bien. Vamos a solucionar eso primero, entonces.

Él se puso de pie y tiró de ella suavemente. Le pasó el brazo por la cintura y la guió hacia la cocina. Allí apagó el horno. Después le tomó la cara con las manos y la besó.

Ella separó los labios y al primer roce de su lengua, sintió que se quedaba sin aliento. Al instante se excitó. La pasión mandaba y ella estaba dispuesta a obedecer en cualquier minuto. Sólo el hecho de estar desnuda, ofreciendo y tomando, conseguiría calmar aquel deseo que sentía por dentro.

– Más -susurró y comenzó a tirarle de la chaqueta del traje.

Él se la quitó y la dejó caer sobre el suelo de la cocina. Después se aflojó la corbata y se la quitó también. Ella se despojó de su camiseta.

David emitió un suave gruñido y se acercó a ella. Descansó una mano sobre su cintura y con la otra le acarició las curvas del pecho.

– Sí… -murmuró Liz.

Deseaba que él le tocara todo el cuerpo, que la hiciera sentirse viva y perder el control. Se arqueó contra él y frotó su vientre contra su erección. Sin embargo, quería más. Quería sentir su piel desnuda y quería sentir cómo penetraba en su cuerpo.

Él deslizó la mano desde la cintura de Liz hasta su espalda. Le desabrochó el sujetador y ella dejó caer la prenda al suelo.

David no perdió un segundo. Con una mano le cubrió un pecho de nuevo, en aquella ocasión, piel contra piel, mientras bajaba la cabeza y tomaba su otro pezón con la boca.

A ella comenzaron a temblarle las piernas y tuvo que aferrarse a él para no caer a sus pies.

Era muy bueno. Mejor que bueno. Asombroso. Con cada roce de su lengua, cada caricia de sus labios, Liz sentía una punzada de deseo entre las piernas. Sabía que estaba húmeda e hinchada. Lo único que le impedía llevar las cosas más lejos era lo bien que se sentía. Quería más, pero también quería lo que tenía en aquel momento. Excitada y frustrada al mismo tiempo, le mordisqueó el hombro y le lamió la piel caliente.

Él gruñó y compensó los esfuerzos de Liz mordisqueándole, a su vez, el pezón. Ella tuvo que reprimir un grito.

– Te necesito. Acaríciame -le suplicó.

Él obedeció y comenzó a desabrocharle los pantalones vaqueros. Ella se los bajó y se quitó las sandalias. En un instante estuvo desnuda y él cayó de rodillas ante ella.

Pasó menos de un segundo antes de que David le separara los muslos y apretara la boca contra el centro de su cuerpo. El contacto íntimo estuvo a punto de hacerla caer. Liz tuvo que agarrarse a la encimera para no derrumbarse.

Él la lamió y se movió pausadamente hasta que encontró el punto del placer. Al oír que ella inhalaba bruscamente como respuesta a sus caricias, David se rió. Sin embargo, al instante tomó un ritmo fijo, destinado a hacer que a Liz le temblara el cuerpo, a que sus músculos se tensaran de deseo y a que su necesidad se hiciera más intensa.

Era demasiado, pensó ella, todavía agarrada a la encimera para no caer. No podía llegar al orgasmo así, pero no estaba segura de poder controlarse. Y menos, cuando David insertó un dedo en su cuerpo y comenzó a acariciarla al mismo ritmo mágico que su lengua.

Y entonces, fue imposible que Liz reprimiera su liberación. Jadeó una vez, otra y dijo su nombre mientras se estremecía de placer. Las ondas se extendieron por su cuerpo y él siguió acariciándola, ligera y rítmicamente, mientras las contracciones continuaron durante lo que a Liz le parecieron horas.