– Y como tú eres miembro de la familia Logan…

– También tengo dinero.

– Entonces, ¿no tienes que trabajar? -le preguntó ella.

– Probablemente no.

– Eso es algo que deberías saber -Liz se inclinó hacia delante-. Lo interesante no es que seas rico, es que no tienes que trabajar, pero aún así has elegido un trabajo interesante y difícil y quieres mejorar las cosas. Eso dice mucho de ti.

– ¿Cosas positivas? -preguntó él con ironía.

Liz pensó en todo lo que David había hecho por Natasha y por ella, en cómo las había protegido.

– Más que positivas.

De nuevo, Liz sintió que la tensión estallaba entre ellos. No estaba segura de qué significaba aquello y se puso nerviosa. Decidió que lo mejor sería cambiar de tema.

– Si te marchas de Moscú, entonces, ¿seguirías trabajando para el gobierno?

– No estoy seguro. He tenido una propuesta en firme para unirme al negocio informático de la familia, en Portland.

Aquello la dejó asombrada y le llenó la cabeza de preguntas. ¿Querría ir David? ¿Lo haría alguna vez? ¿Lo haría en aquel momento?

– Interesante -dijo Liz, con la voz un poco ahogada-. Así que… eh… ¿dónde encaja ahí una señora Logan?

– Yo no soy bueno para el matrimonio.

Liz se rió y señaló a la niña que él tenía en brazos.

– Hay pruebas de lo contrario, ¿no?

– De acuerdo -respondió David, sonriendo con timidez-. Me cae muy bien Natasha, pero esto es temporal. El matrimonio es para siempre.

– ¿Y eso no te gustaría?

– ¿Quién iba a querer casarse conmigo?

Ella parpadeó varias veces.

– ¿Perdón? Eres listo, divertido, cariñoso, estupendo en los momentos de crisis, tienes éxito y dinero. ¿Qué hay de malo en todo eso?

– Quizá debiera contratarte para que diseñes mi tarjeta de visita.

– ¿Necesitas ayuda en eso?

Él se levantó y le entregó a Natasha. Después se alejó unos pasos y apoyó las manos sobre una consola, de espaldas a Liz.

– Te he hablado de mi pasado, de cómo pasé los primeros años de mi vida.

– Sí, pero… ¿qué tiene que ver eso?

Él volvió la cabeza y la miró.

– Liz, no fui capaz de hablar con normalidad hasta los cinco años. Hasta los diez no aprendí a leer. Hice todos los cursos de la escuela con dificultades de aprendizaje.

– No quiero subestimar tus esfuerzos, pero… todo el mundo tiene que superar cosas. Para mí, todo eso que has tenido que superar significa que has trabajado mucho y que tienes una gran personalidad. Y ninguna de esas dos características disgusta a las mujeres.

– Esto es distinto.

Ella no podía creer lo que estaba oyendo.

– ¿Piensas que hay algo fundamental en ti que no funciona? ¿Es eso lo que quieres decir?

David se encogió de hombros.

– Es posible.

Ella se puso de pie. El bebé gorjeó alegremente.

– David, tú mismo has construido lo que eres. Y eres magnífico. Creo que…

Una explosión de cristales la interrumpió. Al principio Liz no entendió lo que estaba ocurriendo, pero David se lanzó rápidamente hacia ella. Le quitó a la niña de los brazos y la empujó hacia la alfombra.

– ¡Agáchate! -le gritó-. ¡Agáchate ahora mismo!

– ¿Qué?

Ella cayó al suelo bruscamente mientras oía otra explosión. Después de un segundo, se dio cuenta de que les estaban disparando.

– ¡No! -jadeó.

Miró a su alrededor frenéticamente. David tenía a Natasha contra el pecho y la había rodeado con su cuerpo para protegerla. La niña estaba protestando a gritos.

– Liz, ¿estás bien? -le preguntó-. ¿Te han dado?

– Estoy bien -respondió ella. No estaba segura, pero no sentía ningún dolor.

– Tenemos que salir de aquí. Es posible que tengan hombres en el edificio. Están disparando desde el otro lado de la calle.

Arrastrándose, David llegó hasta la pared y se deslizó bajo la ventana. Ella lo imitó y así llegaron a la habitación. No hubo más disparos, pero Natasha estaba llorando ruidosamente. David se la entregó a Liz. Después se puso de pie, abrió el panel de seguridad y apretó unas cuantas teclas.

– He activado el equipo -dijo-. Estarán aquí en menos de dos minutos. No te muevas.

Había un gran armario junto a la pared. Él abrió las puertas, sacó el contenido y lo arrastró hasta que cubrió la ventana.

– Ahora, recoge todo lo que necesites para un par de días. Pañales, comida, mudas para la niña. Asegúrate de que tienes el pasaporte, los billetes de avión y la cartera. Tienes dos minutos.

Después, se marchó. Liz se sobresaltó al oír otro disparo en el salón. Estaba temblando y apenas podía respirar. No sabía qué hacer.

Aquello no podía estar pasando, pensó. No era posible.A la gente como ella no le disparaban.

Natasha continuaba llorando. Por fin, Liz se obligó a reaccionar. ¿Qué le había dicho David? Se marchaban de allí. Tenía que actuar con rapidez.

– Leche en polvo, pañales, ropa -murmuró-. Cartera, pasaporte, billetes.

Puso a la niña, que continuaba gritando, en la silla del coche y le abrochó el cinturón rápidamente.

– Lo siento -susurró, mientras el bebé se retorcía-. Necesito que estés bien sujeta.

Puso la silla en el suelo, para que la cama estuviera entre Natasha y la ventana. Liz no quería que si una bala atravesaba el armario, le hiciera daño a su hija.

Siguió recogiendo las cosas y comprobó que tenía todo lo necesario en el bolso. Cuando David volvió a la habitación, ella estaba terminando de ponerse un jersey.

– Ya estoy -dijo.

– Pues vayámonos.

Liz se volvió a tomar la silla de Natasha y estuvo a punto de soltar un grito al ver que David tenía una pistola en la mano. Y aún más atemorizante era el hecho de que parecía que sabía usarla. Ella recogió la bolsa de la niña y se la colgó del hombro, mientras que él fue quien tomó a la niña.


Había dos hombres esperándolos en la puerta del piso. La señora R estaba en el pasillo.

– Marchaos -dijo la anciana-. Marchaos rápidamente.

Liz siguió a David. Uno de los hombres los precedió y el otro fue tras ellos.

– Ziegler está en la escalera -dijo el primer hombre-. Dice que está libre.

Cuando llegaron al sótano, recorrieron el pasadizo que conectaba el edificio con el aparcamiento subterráneo.

– Es posible que hayan manipulado mi coche -dijo David-. Dame tus llaves.

Uno de los hombres le lanzó un llavero.

– Activad el piso franco -les pidió-. Cuando nos vayamos, llamad a Ainsley y contadle lo que ha pasado. Me pondré en contacto con ella en cuanto pueda.

David guió a Liz hacia un Opel azul. Ella abrió la puerta trasera y colocó a Natasha en el asiento.

– Tendrás que asegurar la silla mientras conduzco -le dijo. La empujó hacia dentro y cerró la puerta.

Segundos después, estaban saliendo del garaje. Liz trabajaba frenéticamente. Aseguró la sillita de la niña y después se abrochó su propio cinturón.

– ¡Agáchate! -le gritó David mientras salían a la calle. Un segundo después, la ventanilla del pasajero explotó.

Liz gritó y se puso sobre Natasha. El bebé gritó más alto. David soltó un juramento. Liz nunca había estado tan aterrorizada. No sabía cómo era posible sentir tanto miedo y seguir vivo.

El coche derrapó hacia la izquierda y después hacia la derecha. Aquellos movimientos violentos hicieron que Liz se preguntara si David había resultado herido de bala. Lo miró, pero no vio sangre.

– ¡Agáchate! -repitió él con la voz tensa.

Liz obedeció mientras él seguía conduciendo a toda velocidad. Finalmente, David aminoró un poco la marcha y Liz se incorporó.

– ¿Los hemos perdido?

– Eso espero.

Siguieron conduciendo durante horas y cambiaron de vehículo varias veces. Por fin, un poco antes de que anocheciera, entraron en una calle tranquila y David apretó el botón de un mando a control remoto. Después esperó a que la puerta de un garaje se abriera.

– ¿Dónde estamos? -le preguntó Liz.

– En un piso franco -respondió él-. No te preocupes. No nos han seguido.

– ¿Cómo lo sabes?

– Porque un equipo de mis hombres nos ha estado siguiendo durante todo el tiempo. Ellos me habrían avisado si hubiera habido algún problema.

David entró en el garaje y cerró la puerta tras ellos. Ayudó a Liz a sacar a Natasha del coche y subieron al piso.

Liz se sorprendió al encontrar comida en la nevera, una cuna en uno de los dormitorios y jabón en el baño.

– Así que la casa viene amueblada -dijo ella, con una despreocupación que no sentía.

– De esta manera, todo es más fácil.

Natasha seguía llorando. Liz la sacó de su silla y la tomó en brazos.

– Lo siento -le dijo al bebé-. Esto ha sido horrible para ti, pero ahora ya ha terminado. Estás a salvo, cariño.

Ella vio cómo David se sacaba el teléfono móvil del bolsillo.

– Estamos a salvo, ¿verdad?

Él asintió.

– Por ahora sí. Pero esto tiene que terminar.

– Me gusta ese plan -dijo ella y le dio un beso a la niña en la frente. Después se volvió hacia David-. ¿Y Sophia? ¿Estará bien?

– Creo que sí, pero voy a comprobarlo. Después, llamaré a casa.

– ¿Adonde?

– A Portland. Quiero hablar con mi padre.

– De acuerdo. ¿Por qué?

– Porque no podemos continuar así. A mi padre le deben unos cuantos favores.

– ¿Qué significa eso?

– Mi padre es un hombre poderoso y llevará este asunto a lo más alto.

A ella se le encogió el estómago.

– ¿Y quién está en lo más alto?

– El presidente.

Liz caminaba por el pasillo mientras David hacía unas cuantas llamadas. Después de tomarse un biberón y un poco de papilla de cereales, Natasha se había quedado dormida. Al menos, uno de ellos podía descansar. Liz tenía la sensación de que nunca podría dormir tranquila de nuevo.

Casi una hora después, David salió del pequeño estudio del piso y sonrió.

– Arreglado.

– ¿Qué quieres decir?

– El juez ha accedido a cambiar la vista definitiva a mañana. Ya no tendrás que esperar diez días.

– Eso es estupendo -respondió ella, aliviada-. ¿Y podré llevármela a casa después de la vista?

– En el vuelo de medianoche. Yo te llevaré desde el juzgado hasta la embajada y después, te marcharás.

Ella abrió la boca, pero la cerró sin decir nada. A casa. Sin David. Al pensarlo, le dolía el corazón.

Por supuesto que quería marcharse, pero no quería separarse de él. Había cosas que quería saber. ¿Estaba listo para volver a Estados Unidos? ¿Sentía algo por ella? ¿Había sido su relación resultado del peligro al que se habían enfrentado o era algo distinto? Los dos habían sentido algo cinco años antes y para ella, aquel sentimiento seguía vivo, pero, ¿estaba de acuerdo David?

– Nos gustaría utilizar la vista como trampa para atrapar a los hombres que te perseguían -le dijo él.

Ella tardó unos segundos en asimilar aquello.

– ¿Queréis capturarlos?

– A todos los que sea posible -respondió David y se acercó a ella-. No tienes que hacerlo si no quieres, Liz. No voy a negarte que hay cierto riesgo. Pero si estás dispuesta a ayudar, te prometo que te protegeré con mi vida.

En sus ojos oscuros brillaba el convencimiento, pero también había algo más. Una emoción que ella querría identificar como amor, pero no estaba segura. ¿Qué sentiría David por ella? ¿Y qué sentía ella por David?

– Confío en ti -le dijo.

Él la besó.

– No lo lamentarás.


Las esperanzas que Liz hubiera tenido de pasar una velada romántica y tranquila con David se desvanecieron cuando apareció el equipo que planearía la trampa. Ella preparó café y sandwiches y después se sentó en la reunión durante un rato. Sin embargo, finalmente no quiso oír más y se retiró. Llevó la cuna de Natasha a la habitación principal y se acurrucó en la cama. Tenía los ojos hinchados del cansancio, pero parecía que no podía relajarse lo suficiente como para dormir.

Sin embargo, debió de conseguirlo, porque despertó a la madrugada del día siguiente. Estaba lloviendo. Una vez más, el tiempo encajaba perfectamente con su estado de ánimo.

El terror y la aprensión le impidieron comer nada y cuando salieron hacia la vista, no podía dejar de temblar.

David no habló apenas mientras conducía por Moscú. Ella sabía que había coches siguiéndolos para protegerlos y sabía que habría agentes de seguridad apostados por todo el edificio del juzgado. También sabía dónde estaba Ainsley y lo que estaba haciendo, pero aún así, Liz no podía respirar con calma.

– ¿Qué tal estás? -le preguntó David.

Ella tuvo que tragar saliva antes de responder.

– Bien.

Él se rió.

– Sigues sin saber mentir.

Había muchas cosas que Liz quería decirle, pero aquél no era el momento. Se estaban jugando demasiado.