David se la entregó y miró el dibujo.
– Es asombroso -comentó con sinceridad, contemplando la imagen.
Era exactamente lo que ella había descrito: las manos de un hombre sosteniendo a un bebé. Sencillo, pero intenso. Había poder en aquel dibujo. Las manos del hombre, sus propias manos, sujetaban al bebé de una manera que transmitía la protección y el amor. Aquél no era un padre que permitiría que se le hiciera daño a su hija.
– ¿Cómo lo has hecho? -le preguntó. ¿Sería la curvatura de sus dedos, o las sombras? Él nunca había tenido un bebé en brazos. Y basándose en aquel bosquejo, uno podría pensar que lo había hecho durante años.
– Primero dibujé al bebé -respondió Liz, mientras acostaba a la niña en el cochecito-. Cuando yo te hablaba, tú comenzaste a sostenerla de una forma distinta. No puedo explicarte por qué, pero conectaste con lo que te estaba diciendo. Esperé a que realmente estuvieras involucrado en ello y empecé a dibujar como loca -le explicó sonriendo-. Lo de hablar es una técnica que aprendí en una clase. El profesor dijo que la mejor forma de conseguir que una persona haga exactamente lo que tú quieres es hacer que sienta lo que quieres que sienta la gente cuando vea el dibujo. Suena raro, pero algunas veces funciona.
Tomó la carpeta y observó el boceto.
– Les va a encantar. Lo cual significa que eres mi modelo oficial y que necesito que firmes un contrato.
El bebé comenzó a gimotear.
– Por aquí hay alguien que se está despertando y me imagino que ninguno de los dos está listo para la responsabilidad de tratar con la niña. Voy a llevarla a la guardería y después te daré un formulario de contrato. ¡Ah! Y me costean los gastos de este trabajo, así que incluso puedo pagarte.
– ¿Dinero?
– Ésa es la manera más corriente, sí -respondió ella, con los ojos muy abiertos de diversión e impaciencia-. ¿Se te había ocurrido algo distinto?
– Una comida.
– Acepto.
David eligió un pequeño restaurante junto al río. Era tarde, casi la una y media y la mayoría de la gente ya había comido y se había marchado. David y ella tenían el restaurante casi para ellos solos.
– Cuéntame qué tal se vive de ilustradora comercial -le dijo David, cuando estuvieron sentados en su mesa-. ¿Siempre trabajas por libre?
Liz sacudió la cabeza.
– No, no -respondió. En aquel momento, apareció un camarero con una jarra de agua fría-. Pero tampoco por cuenta ajena. Yo encuentro los encargos y me distribuyo la jornada de trabajo. Estoy intentando reunir una carpeta de buenos trabajos, así que últimamente soy muy quisquillosa con los encargos que acepto. Son tiempos de escasez, pero me las arreglo.
– ¿Y cómo encaja Children's Connection en tus planes?
Liz arrugó la nariz.
– Esto no lo hago por dinero. Pagan muy poco. Pero es una buena oportunidad de darme a conocer.Además, soy toda una fan de lo que hacen.
David se inclinó hacia ella.
– ¿Eres adoptada?
– No, pero mi abuela sí. Era rusa. Cuando sus padres murieron en la Segunda Guerra Mundial, no tenía adonde ir. Unos voluntarios la acogieron y terminó en Polonia. Allí conoció a una enfermera americana que la trajo aquí.
Él pasó la mirada por su rostro.
– Eso explica los magníficos pómulos.
– Eres muy hábil. Halagas mi físico mientras obtienes información sobre mi pasado.
– Tengo mis métodos.
A ella le gustaban aquellos métodos.
– Bueno ya hemos hablado suficiente sobre mí. ¿A qué te dedicas tú?
Antes de que él pudiera responder, el camarero volvió a la mesa para tomarles nota. Liz pidió un sandwich, sabiendo que podría llevarse la mitad a casa y un cuenco de sopa. David pidió una hamburguesa.
– Qué típico de un hombre -comentó Liz-. Una hamburguesa con patatas fritas.
– Tengo que aprovechar mientras puedo.
– ¿Porque te van a prohibir comer carnes rojas dentro de poco?
– Porque me voy a Europa en unas… -miró su reloj-. Once horas.
– ¿Qué?
Él bajó la voz.
– Soy espía y el gobierno me envía a Rusia.
– ¡Oh, vamos!
David sonrió.
– Es una verdad a medias. Voy de veras a Moscú, pero no soy espía. Trabajo para el Departamento de Estado.
– Ya, claro. ¿Cuántos años tienes?
– Veinticinco. Me contrataron nada más terminar la universidad. Soy un lacayo de bajo nivel. Créeme, contratan a gente de mi edad. Alguien tiene que hacer el trabajo no deseado.
– Un puesto al otro lado del Atlántico no puede ser un trabajo no deseado -dijo ella, pensando en su abuela-. Pero ver Moscú… -algún día, se prometió. Porque quería hacerlo y porque le había prometido a Nana que lo haría.
– ¿Has estado allí? -le preguntó él.
– No. Hablamos de ir, pero Nana, mi abuela, no tenía muy buena salud. Además, no teníamos mucho dinero.
– Debe de estar muy orgullosa de ti.
– Lo estaba -respondió Liz-. Murió hace tres años.
– Lo siento.
Las palabras de David fueron sencillas, una cortesía de esperar, pero las dijo como si de verdad lo sintiera. Como si entendiera aquella pérdida.
– Gracias -dijo ella y lo miró-. Bueno, ¿y cuál es exactamente ese trabajo no deseado que vas a hacer para el Departamento de Estado? ¿No será llevar paquetes de un lado a otro de la frontera y cosas así?
– Lo siento, no. Pero seguramente, podré conseguirte un anillo decodificador.
Liz se rió.
– Eso me gustaría. ¡Oh y quizá un poco de tinta invisible!
– Miraré en el armario de suministros, a ver qué consigo.
– ¿Cuánto tiempo vas a estar en Europa? -le preguntó Liz.
– Puede que mucho. Al menos, en Moscú estaré tres años.
Liz sintió una punzada en el estómago. ¿Pena? Quizá. Le gustaba mucho David, más de lo que le había gustado ningún hombre desde hacía mucho tiempo.
– ¿Y qué dice tu familia al respecto?
– Tengo cuatro hermanos, así que mis padres están acostumbrados a que sus hijos hagan su vida. Además, son estupendos. Quieren que sea feliz.
Nana también habría querido eso para ella, pensó Liz con cariño. Felicidad y muchos bebés. Para su abuela, aquello iba ligado. Desgraciadamente, Nana sólo había tenido un hijo y aquel hijo sólo había tenido una hija.
El camarero apareció con la comida. Después, cuando se marchó, Liz tomó la cuchara y miró a David.
– Logan, ¿eh? ¿Es esa familia rica, relacionada con la industria informática, que dona millones a Children's Connection?
David suspiró.
– Creo que es muy importante dar -dijo, sonriendo-. Al menos, cuando yo haga mi fortuna. Por el momento, los generosos son mis padres.
Más que generosos, pensó Liz. Había oído historias maravillosas sobre aquella familia. Y teniendo en cuenta que David era estupendo, suponía que las historias eran verdaderas.
– Supongo que no te acompañará ninguna señora Logan a Rusia… -preguntó ella.
– No. Mi madre se va a quedar en casa, aunque me ha cosido el nombre en los cuellos de las camisas.
Ella sonrió.
– Ya sabes a lo que me refiero.
– No estoy casado, Liz. Si lo estuviera, no habría venido a comer aquí contigo.
– Me alegro. Yo tampoco estoy casada. Aunque hay dos enormes ex jugadores de fútbol esperándome en el apartamento.
Él se quedó boquiabierto.
– Estás bromeando.
– No, pero no te preocupes. Son compañeros de piso.
– ¿Por qué me parece que eso es una mentira?
– No tengo ni idea. Te estoy diciendo la verdad. Sólo tienen ojos el uno para el otro.
– Me quedan ocho horas hasta que salga el vuelo -le dijo David, después de una larga comida-. ¿Quieres acompañarme en lo que me queda de día en suelo americano?
Liz sabía que tenía mil cosas que hacer, pero en aquel momento no se le ocurría ninguna.
– Claro, pero… ¿y tu familia? ¿No tienes que despedirte de ellos?
– Lo hice anoche. Hubo una gran fiesta -dijo él. Se levantó de la mesa y le tendió la mano-. Ojalá hubieras estado.
– Ojalá.
Liz se puso de pie y le dio la mano. Sus dedos se entrelazaron.
Entonces, ella sintió un intenso calor chisporroteando entre ellos y un cosquilleo en la piel. Claramente, aquél era un momento muy poco oportuno para experimentar aquellas sensaciones.
Dieron un paseo por la orilla del río, hasta que un viento frío los obligó a meterse en una cafetería. El tiempo se les escapaba entre las manos y no podían dejar de hablar.
– Todo el mundo intenta convencerme de que no me dedique a esto profesionalmente -le dijo Liz mientras se encogía de hombros-. Salvo Nana, pero ella creía que yo era capaz de conseguir cualquier cosa. Si no hubiera conseguido la beca antes de licenciarme, no sé si habría tenido el valor de intentar dedicarme al arte -de repente, se rió-. El arte. Eso suena muy pretencioso. Me siento como si debiera ponerme jerséis negros de cuello vuelto y hablar de la ceguera de las masas.
David le acarició los nudillos con el dedo gordo. Liz tenía una piel suave y pálida, sin pecas, sin ningún defecto.Tenía las manos pequeñas y los dedos delgados. Ni laca de uñas, ni anillos. La sencillez de sus manos contrastaba con los grandes aros que llevaba en las orejas y con su reloj brazalete.
Pero a David le gustaba aquello, de la misma manera que le gustaban su sonrisa fácil y su risa. Hizo que diera la vuelta a la mano y trazó las líneas de la palma.
– ¿Cuál es la línea de la vida? -le preguntó Liz.
– No tengo ni idea.
– Espero que sea muy larga. Tengo muchas cosas que hacer y necesito tiempo.
– Lo conseguirás -le dijo él, con una confianza que no sabía explicarse.
– ¿Podrías ponerlo por escrito?
– Claro.
David la miró a los ojos. Había un millón de matices verdes en sus iris. E incluso más variaciones de rojo, dorado y caoba en su pelo. Con la otra mano, le puso un mechón de pelo detrás de la oreja. Dejó que sus dedos se detuvieran unos instantes allí y a ella se le cortó la respiración.
– David, esto es una locura.
– Dímelo a mí.
Tenía que estar en el aeropuerto antes de las nueve. Ya tenía el equipaje guardado en el maletero de su coche de alquiler, pero en vez de pensar en el trabajo y en la magnífica oportunidad que le habían ofrecido, no podía dejar de preguntarse cómo podrían pasar Liz y él más tiempo juntos.
– Cuéntame cosas de tu familia -le pidió ella-. ¿Cómo es crecer con una hermana melliza?
– ¿De verdad quieres hablar de eso?
– Tenemos que hablar de algo.
– ¿Por qué?
– Porque si no…
En vez de esperar a oír lo que ocurriría si no hablaban, David la besó. Había clientes en la barra, varios estudiantes de universidad estaban discutiendo apasionadamente sobre la economía mundial y un anciano estaba en una esquina leyendo el periódico. Pero a David no le importó. En aquel momento, sólo sentía la boca de aquella mujer contra la suya.
Liz era suave y cálida y se derritió contra él mientras sus labios le devolvían el beso casto que él le había ofrecido. El calor y el deseo se avivaron. Ella olía a flores, a piel limpia, a rayos de sol y a algo que sólo podía ser Liz. Él la abrazó con fuerza contra su cuerpo. Quería sentirla. La deseaba y si no tuviera que tomar un avión, lo habría mandado todo al infierno con tal de estar con ella.
– Esto es una locura -susurró Liz cuando él se apartó-. Acabamos de conocernos.
David se sintió satisfecho al ver que ella tenía las pupilas dilatadas y la respiración tan agitada como la suya.
– Hay cosas que no requieren demasiado tiempo -respondió-. Cuando ocurren tan rápidamente, es porque están bien.
Ella sacudió la cabeza.
– No sé. Yo nunca había reaccionado así. ¿Y tú?
Él le rozó los labios con la boca.
– No. Ni parecido.
Liz se estremeció.
– Abrázame. Abrázame durante todo el tiempo que nos quede. Por favor.
Él obedeció. Le pasó un brazo por los hombros e hizo que se acurrucara contra él. Hablaron un poco, se besaron más y se limitaron a contemplar cómo transcurría el tiempo. Un poco después de las ocho, salieron de la cafetería y subieron al coche de alquiler de David. Él la llevó hasta el aparcamiento de Children's Connection, donde Liz había dejado su coche.
Liz no podía creer lo triste que se sentía. Había conocido a David hacía pocas horas, pero le parecía toda una vida. La idea de que se fuera, de no volver a verlo, le rompía el corazón.
Cuando él frenó junto al viejo sedán de Liz, ella se volvió a mirarlo.
– ¿Tienes que irte de verdad? -le preguntó suavemente.
– Es mi trabajo, Liz. He estado trabajando para esta misión desde el día que me contrataron.
Ella bajó la cabeza.
– Lo sé. Ha sido una pregunta tonta. Si hay alguien que entienda lo que es darlo todo por una carrera profesional, soy yo. Pero yo sólo…
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