– Gracias, jefe.
Cuando terminó la reunión, David volvió a su despacho. Por el camino, iba pensando en los bebés secuestrados. ¿Estarían comprándolos parejas desesperadas que no podían conseguir un hijo de ninguna otra manera?
Desde aquel pensamiento, no tardó mucho en llegar a Liz y al breve beso que se habían dado en el orfanato. No recordaba la última vez que alguien le hubiera gustado tanto. Claramente, había una fuerte química entre ellos.
Dividido entre lo que quería y lo que era correcto, pensó en retirar su ofrecimiento de cocinar aquella noche. Tenía el presentimiento de que si ella aparecía en su casa, no iban a conseguir cenar.
– Soy una boba -dijo Liz, mientras se secaba las lágrimas de las mejillas.
– Mañana volverá a verla -le dijo Sophia mientras caminaban hacia las escaleras.
– Lo sé. Es sólo que estoy aquí y quiero llevármela ahora. Detesto la idea de que pase otra noche aquí sola.
La adolescente se quedó mirándola fijamente.
– ¿Quiere al bebé?
Liz se secó una lágrima y asintió.
– Más de lo que puedas pensar -dijo. El dolor que sentía era cada vez más intenso-. Intento consolarme pensando que sólo serán unas cuantas horas más y que después podré llevármela a casa y nunca nos separaremos.
A la salida del orfanato, Liz se detuvo y miró la fachada del edificio gris.
– Estará bien, ¿verdad? -preguntó con desesperación-. ¿No creerá que la he abandonado?
Los grandes ojos de Sophia tenían una mirada solemne.
– Estará aquí mañana por la mañana y pronto usted se la llevará a América y le dará una buena vida. Mucha gente viene y se lleva a los bebés a una vida mejor. Es así, ¿verdad?
– Eso espero.
Sophia sonrió ligeramente y después esperó con Liz al taxi al que había llamado la muchacha. Liz había pensado en volver al hotel a refrescarse un poco, pero de repente, estaba impaciente por llegar a casa de David.
Le entregó a Sophia el trozo de papel con la dirección de David, que le había pedido cuando lo había llamado un rato antes. La adolescente se la dio al taxista y le dio también unas cuantas instrucciones.
– La tarifa está ya convenida. No le pague más -le dijo Sophia a Liz.
– Gracias. Hasta mañana.
Sophia se despidió de ella y se apartó del taxi. Liz se metió al asiento trasero y cerró la puerta. Veinte minutos después, llegó al elegante edificio donde vivía David y llamó al portero automático.
– Hola -saludó David, segundos después-. Pasa al portal. Yo bajaré ahora mismo.
El timbre de la puerta sonó y Liz entró en el edificio.
Después de un par de minutos, oyó pasos en el mármol del suelo y se volvió. David bajaba por las escaleras curvas y se acercaba a ella. Le tomó las manos y la miró a la cara.
– Has estado llorando. ¿Qué ha pasado?
– Nada, nada. No quería dejar a la niña. Sé que es una tontería. Natasha ha vivido en ese orfanato desde que su madre la abandonó, hace casi cuatro meses. Estará bien. Sólo tengo que esperar hasta mañana, lo sé. Pero no quería.
Él la abrazó y le dio un beso en el pelo.
– No es una tontería. La quieres y quieres estar con ella.También estás cansada del viaje y además, estás en un lugar extraño. Todo esto acaba pasando factura.
– Eres muy razonable -le dijo ella, abrazándolo con fuerza.
– Razonable, encantador y un gran anfitrión. Vamos arriba y te enseñaré la casa.
– De acuerdo.
De mala gana, Liz lo soltó. David la rodeó con un brazo y la acompañó al ascensor. El viejo mecanismo se puso en marcha y subieron al quinto piso. Allí entraron al espacioso piso. Tenía techos muy altos y molduras de madera en las paredes.
– Es precioso -le dijo ella, observando las antigüedades y los muebles-. ¿Lo has decorado tú mismo?
– No, no. Lo alquilé amueblado. Tiene unas vistas preciosas, el precio está bien y está muy cerca del trabajo. ¿Qué te apetece tomar? ¿Un vodka, una copa de vino?
– Me apetece un vino, gracias.
Los dos fueron a la cocina y allí David le sirvió una copa de vino blanco. Ella le dio un sorbo.
– ¿Te sientes mejor?
– Es posible que necesite dos copas para alegrarme -respondió Liz, con un suspiro-. Lo siento. No estoy siendo una compañía muy alegre.
– ¿Prefieres dejarlo para otro momento?
– Prefiero quedarme. ¿Lo soportarás?
– No eres difícil.
De repente, la tensión estalló. Ella lo agradeció, no sólo porque era una distracción, sino también porque era parte de su relación con David.
– Entonces, ¿qué soy?
– No me lo preguntes.
– ¿Por qué?
– Porque los dos sabemos lo que ocurrirá.
– ¿Qué soy?
– Una fantasía.
– No sé si estaría a la altura de eso.
– ¿Quieres intentarlo?
Ella sonrió.
– Oh, sí.
Capítulo 4
David se acercó a ella. Le quitó la copa de vino de la mano, la dejó sobre el mostrador y después besó a Liz. Al primer roce de sus labios, el calor fluyó entre ellos, la pasión explotó y lo único que sintieron fue la desesperada necesidad de estar desnudos, piel contra piel.
Liz abrió los labios y contuvo la respiración, impaciente por saber qué sensaciones le produciría su lengua, cuál sería su sabor, cómo serían sus movimientos y…
Él se hundió en su boca y la fantasía se convirtió en realidad. Liz no había besado a aquel hombre en cinco años, pero recordaba perfectamente cómo era estar junto a él. Parecía que sus cuerpos estaban hechos el uno para el otro. Se abrazaron con fuerza. Él dejó caer la mano desde la barbilla de Liz hasta su cadera y después le agarró las nalgas. Ella se arqueó hacia delante y su vientre entró en contacto con la erección de David. Liz notó que el deseo le encogía las entrañas cuando sintió su excitación.
– Liz… -susurró él y comenzó a besarle la mandíbula y el cuello.
Liz dejó caer la cabeza hacia atrás para dejarle más espacio. Sintió un escalofrío cuando él comenzó a mordisquearle el lóbulo de la oreja y a lamérselo después. Le dolían los pechos y tenía los pezones duros. Estaba ardiendo de pasión.
Cuando él le puso las manos sobre las costillas, ella contuvo la respiración. Entonces, David comenzó a moverse hacia arriba, hacia sus pechos y ella estuvo a punto de rogarle que continuara. Por fin, David cerró la mano sobre sus curvas y a Liz le fallaron las rodillas. Las cosas mejoraron más aún cuando él comenzó a acariciarle ligeramente los pezones. Volvió a besarla y ella abrió la boca al instante, para recibirlo.
Se besaron profundamente, siguiendo con sus lenguas el ritmo erótico de las caricias de David. Era demasiado, pero nunca sería suficiente. Liz lo deseaba como nunca jamás había deseado a un hombre.
Él alzó la cabeza. Al sentir el movimiento, Liz abrió los ojos y lo encontró mirándola. David tenía los ojos oscurecidos por la pasión y sus iris parecían del color de la medianoche. La necesidad hacía que sus rasgos estuvieran tensos.
– Estamos yendo demasiado deprisa -murmuró comenzó a apartarse de ella.
Racionalmente, Liz sabía que deberían detener aquello. Pese a la atracción que sentían, apenas se conocían.
Él comenzó a apartarse. Instintivamente, sin poder evitarlo, Liz lo agarró para que no se separara de ella.
– No pares -le susurró al oído.
– ¿Estás segura?
Ella sonrió y comenzó a desabotonarse la blusa.
– Completamente.
Liz no tuvo ocasión de desabrocharse ni siquiera el primer botón. Él la abrazó, la besó apasionadamente y comenzó a empujarla hacia la cama. Besándose y caminando a la vez, tropezaron contra la mesa, el marco de la puerta y el pequeño escritorio del pasillo. Liz tuvo una breve visión de un espacio abierto y de una enorme cama mientras entraban a la habitación. Segundos después, él ya estaba sacándole la blusa de los pantalones y desabotonándosela.
Mientras David le deslizaba la blusa por los hombros, le besó el cuello y la clavícula, de camino hacia sus senos. A ella se le puso la carne de gallina. Mientras se desabrochaba el sujetador, él siguió besándola y cuando la prenda cayó al suelo, él hundió el rostro entre sus pechos.
El primer roce de su lengua en la piel desnuda hizo que a Liz se le cortara la respiración. El segundo hizo que gimiera. Y cuando él atrapó su pezón entre los labios y succionó, ella tuvo que hacer un esfuerzo por no gritar.
Se colgó de él, incapaz de hacer otra cosa que no fuera perderse en aquel momento. Tenía el cuerpo hinchado de impaciencia y de repente, quiso estar en la cama, con David dentro de ella.
Parecía que él le leía el pensamiento. La empujó suavemente hacia atrás y comenzó a quitarle el cinturón.
– Yo me encargaré de eso -dijo Liz, con una carcajada ahogada-. ¿Por qué no te ocupas de ti mismo?
En menos de un minuto, ambos estaban desnudos. Se acercaron a la cama con movimientos sincronizados, como si lo hubieran hecho cientos de veces. Liz se dejó caer en el colchón y David se tumbó a su lado. Él comenzó a acariciarle los pechos, el vientre y después más abajo, entre las piernas. Estaba tan caliente y húmeda que él dejó escapar un gruñido de excitación. La besó mientras exploraba sus secretos. En menos de cinco segundos, encontró el punto del placer y comenzó a juguetear con él. Y en menos de dos minutos, ella estaba tensa y jadeante.
Liz notaba que se acercaba al climax y se obligó a abrir los ojos.
– Entra en mí -le susurró.
David asintió. Sacó un preservativo del cajón de la mesilla, se lo puso y se colocó entre sus muslos.
Ella lo guió hacia su interior.
David la llenó hasta que ella dejó escapar un jadeo. Entró y salió hasta que sus cuerpos se adaptaron. En instantes encontraron el ritmo perfecto y los dos comenzaron a respirar entrecortadamente.
Liz se agarró a sus caderas para clavarlo más y más en su cuerpo. El orgasmo la tomó por sorpresa. En un segundo, lo estaba alcanzando y al segundo siguiente no podía hacer otra cosa que sentir las ondas y contracciones interminables del placer mientras su cuerpo se rendía. David se quedó sin aliento y después soltó un gruñido. Comenzó a embestir con más y más fuerza, haciendo que el goce de Liz se prolongara hasta que él mismo se estremeció y se quedó inmóvil.
Las dudas llegaron al poco tiempo. En cuanto David se retiró y se tumbó boca arriba, a su lado, Liz tuvo la sensación de que acababa de cometer un gran error.
Apenas conocía a aquel hombre y se había ido a la cama con él. ¿Qué le ocurría? Se sentía expuesta y vulnerable.
– ¿Estás bien? -le preguntó él.
Ella lo miró y vio la preocupación reflejada en sus ojos. Sin embargo, no pensó en decirle la verdad.
– Claro, muy bien, ¿y tú?
– Yo también.
Siguió un silencio embarazoso. Liz se sentó en la cama y miró a su alrededor.
– Debería vestirme…
Lo que quería hacer era irse de allí, pero no sabía cómo decirlo sin que sonara demasiado mal. Recogió su ropa y se la puso. Él se vistió también. Cuando terminaron, se miraron a la luz del atardecer.
– Voy a hacer la cena -dijo David.
Liz tragó saliva.
– No tengo demasiada hambre. Ha sido un día muy largo y creo que todavía estoy agotada por el desfase horario.
Él siguió mirándola, pero no dijo nada.
Ella se cruzó de brazos.
– Lo he pasado muy bien. Quiero decir que… es evidente que nos compenetramos bien en la cama. Es sólo que…
– ¿Demasiado deprisa?
Liz asintió.
– Más o menos. Creo que nos hemos dejado llevar.
Era más que eso. Tenía miedo. Sabía que quería huir porque si se quedaba, existía el riesgo de que conectaran aún más y ella no quería. No quería enamorarse. Sabía lo que ocurriría después. El amor significaba muerte y ella tenía una niña por la que vivir.
– Vamos -le dijo él, tomándola de la mano-. Te llevaré a casa.
No hablaron durante el trayecto. Liz no sabía si disculparse y decirle que sería mejor que no volvieran a verse, o preguntarle si tenía planes para la noche siguiente. Estaba cansada, confusa y aún sentía el cosquilleo de las relaciones sexuales en el cuerpo. Nunca se había encontrado en una situación así.
Cuando David detuvo el coche frente al hotel, ella agarró la manilla de la puerta.
– No tienes que salir -le dijo.
– ¿Estás bien? -le preguntó David.
Ella sonrió.
– Sí.
David estudió su rostro con atención.
– No debería haber precipitado las cosas.
– No lo has hecho. He sido yo la que te lo ha suplicado, prácticamente. Los dos estábamos… supongo que ha sido la química. Eso pasa a veces. Buenas noches.
Ella salió del coche y David la observó hasta que entró en el hotel. Después recorrió la calle marcha atrás. No podía arrepentirse de lo que habían hecho, aunque deseara que las cosas hubieran terminado de una manera distinta. Liz era muy especial.
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