– Eso no va a pasar. Necesitamos audiencia. No hay audiencia con un viudo con un hijo. Ahora lo que se llevan son las mujeres mayores que salen con jovencitos. Será divertido.

Normalmente, ella aceptaba las circunstancias sin más, pero en esa ocasión no podía hacerlo. En esa ocasión tenía que luchar.

Se puso recta y miró al hombre que tenía su destino en sus manos.

– No -le dijo con firmeza-. No soy una de esas mujeres. Mírame -y cuando él no levantó la mirada del ordenador, le gritó-: ¡Mírame!

A regañadientes, Geoff apartó la mirada de la pantalla.

– No tengo tiempo para esto.

– Pues tendrás que sacarlo de algún lado -le contestó Aurelia-. Solo estoy en el programa porque mi madre insistió. Hace que mi vida sea un infierno y tú no vas a hacerlo también. Está claro que quiero conocer a alguien, que quiero casarme y tener hijos. Quiero una vida normal, pero nunca la tendré con ella hundiéndome. Pensé que si hacía esto, tal vez podría tener un descanso.

Sintió cómo le ardían los ojos por las lágrimas e hizo lo que pudo por reprimirlas.

– Y mira lo que ha pasado. ¡Me habéis emparejado con un crío!

Cuando terminó, se esperaba que Geoff le dijera que se largara, pero él se recostó en su silla, se colocó las manos detrás de la cabeza y la observó.

Sintió su lenta mirada deslizándose por su melena castaña y bajar hasta sus rodillas.

Había ido directa del trabajo y por eso llevaba uno de sus conservadores trajes azules. Eran como un uniforme. Tenía cinco, junto con dos trajes negros y uno gris para los días de excesivo calor.

Junto a ellos en su armario tenía toda una variedad de camisas y, debajo, varios pares de zapatos de tacón bajo. El suyo no era el armario de una devora jóvenes.

– Tienes razón, no eres una de esas mujeres. Pero el sexo vende y a los telespectadores les gusta ver a una mujer al acecho.

– No cuando esa mujer soy yo. Yo nunca he ido al acecho de ningún hombre.

– Nunca se sabe. La gente podría sentir lástima por ti.

¡Qué bien! Votos por pena.

– No puedo hacerlo.

Geoff sacudió la cabeza.

– Odio tener que ser un fastidio, Aurelia, pero o estás con Stephen o estás fuera.

Aunque esas palabras no fueron una sorpresa, había estado esperando un milagro.

– Tengo que hacer esto -dijo con empeño. A los concursantes se les pagaba veinte mil dólares. No era una cantidad enorme, pero sí suficiente, y si la añadía a la pequeña cantidad que había logrado ahorrar, por fin podría comprarse un piso. Tendría su propia casa.

El sueño era aún mejor con un marido y un hijo, pero ahora mismo estaba dispuesta a conformarse con eso.

– Pues hazlo -le dijo él-. Si tienes que salir en el programa para que tu madre te deje tranquila, tienes que correr el riesgo. ¿Qué es lo peor que te podría pasar?

Las humillantes posibilidades eran infinitas, pero ésa no era la cuestión. Geoff tenía razón. Si creía que el programa era su válvula de escape, entonces tenía que estar dispuesta a hacerlo.

– Stephen no es un mal tipo -añadió Geoff.

– ¿Me puedes poner eso por escrito?

Él se rio.

– En absoluto. Y ahora, márchate.

Aurelia se sintió un poco mejor al salir del despacho de Geoff. Podía hacerlo, se dijo. Podía ser fuerte, e incluso podía fingir ser una…

En ese mismo momento se topó contra alguien alto y fuerte.

– Oh, lo siento -dijo y se vio frente a los ojos azules de Stephen Andersson.

Solo lo había visto otra vez y en aquellos minutos apenas lo había mirado porque solo había podido pensar en la humillación que estaba sufriendo, en el hecho de que ése era el último hombre con el que se había imaginado salir.

– ¿De verdad crees que va a ser tan malo? -le preguntó él-. ¿Estar conmigo?

La pregunta era horrible, pero más aún lo era saber que él había oído parte de la conversación que había tenido con Geoff. Sintió cómo se sonrojaba.

– No es por ti. Es por mí. Seguro que eres un buen chico.

– No digas «buen chico». No hace más que empeorar las cosas.

– De acuerdo. Seguro que no eres un buen chico. ¿Mejor así?

La sorprendió al sonreír. Fue una sonrisa natural y afable; una que hizo que se le olvidara respirar.

– No mucho -la agarró del codo y la llevó a una sala de reuniones vacía-. Bueno, ¿qué pasa? ¿Por qué no quieres estar en el programa conmigo?

Era difícil pensar cuando él estaba agarrándola así. En su mundo, los hombres no la tocaban. Apenas sabían que estaba viva.

Estaba demasiado cerca. ¿Cómo podía pensar cuando él le estaba arrebatando el aire?

– Mírate. Eres un chico guapísimo. Podrías tener a cualquiera. Jamás te interesaría nadie como yo. Incluso obviando la diferencia de edad, no soy tu tipo. ¿Sabes a qué me dedico? Soy contable. Busca la palabra «aburrida» en el diccionario, y verás mi foto al lado.

Sabiendo que si seguía hablando se adentraría en un hoyo más profundo, Aurelia se soltó y dio un paso atrás.

Pero Stephen parecía estar divirtiéndose. Sus ojos lo reflejaban y también su sonrisa.

– Es una lista bastante larga. ¿Por dónde empiezo?

– No -dijo ella con un suspiro-. Sé que es culpa mía. Jamás debería haberme apuntado como concursante. Lo cierto es que no quería, pero… Aun corriendo el riesgo de que suene como un cliché, mi madre me obligó. Pensé que si… encontraba a alguien… me sería más fácil enfrentarme a ella -resopló-. Todo esto me hace parecer patética.

– Ey, lo entiendo. Sé lo que es que alguien de tu familia piense que puede dirigir tu vida. No querer hacer lo que ellos dicen no significa que no los quieras.

Aurelia no estaba segura de lo que sentía por su madre. Amor, por supuesto, pero a veces ese amor parecía más obligado que sincero, lo cual la convertía en una persona horrible.

– Mi hermano ha venido desde Alaska para gritarme por haber dejado los estudios -dijo Stephen-. Para que veas la poca gracia que le hace que haga esto.

– ¿Qué tiene de malo que estés en el programa? -echó las cuentas en su cabeza y añadió-: Estás a punto de graduarte, ¿verdad?

Stephen, más de metro ochenta de tío bueno, respondió algo incómodo:

– Estaba en el último semestre.

– ¿Antes de graduarte? -le preguntó casi chillando-. ¿Has dejado la facultad por esto?

– Ahora hablas como mi hermano.

– Puede que tenga razón.

– No podía seguir. Tenía que alejarme de todo.

Ella sacudió la cabeza.

– ¿Ves que es una tontería?

Él sonrió de nuevo.

– Tal vez, pero no pienso volver.

– Siento que tengo que estar de parte de tu hermano en esto.

– Pero no te pondrás de su parte, ¿verdad? -se metió las manos en los bolsillos-. Porque si me marcho, no saldrás en el programa.

Y eso era algo en lo que ella no había pensado.

– ¿Por qué estás aquí? No me creo que la facultad te resultara tan difícil.

– No era difícil -suspiró-. Nuestros padres murieron hace ocho años y desde entonces hemos estado solos Sasha, Finn y yo. Antes estábamos muy unidos, pero perderlos lo cambió todo. Fue muy duro.

Aurelia imaginaba que la palabra «duro» no podía llegar a abarcar todo lo que debieron de sufrir.

– Por lo menos eso os uniría -dijo pensando que el abandono de su padre no las había unido a su madre y a ella.

– Finn estaba siendo demasiado protector y exigente con nosotros y entonces Sasha vio el anuncio en el periódico. Es él el que quiere trabajar en televisión. Yo solo quiero estar lejos de South Salmon -la miró a los ojos-. Me parece que podríamos ayudarnos. Yo hago que tu madre te deje tranquila y tú me proteges de Finn.

– No estoy segura de que necesites protección.

– Todo el mundo necesita protección de vez en cuando.

Hubo algo en el modo en que pronunció esas palabras, cierta vulnerabilidad, que lo hizo más atractivo todavía.

A lo mejor Stephen no era tan malo como se había imaginado, pero lo fuera o no, estaba corriendo un gran riesgo. Las cosas podrían salir mal.

– No dejaré que te suceda nada malo -le dijo él con una suave voz.

Sus palabras la impresionaron. Fue como si pudiera leerle la mente. Nunca nadie había hecho eso antes, probablemente porque nunca nadie se había tomado la molestia de conocerla.

– Eso no puedes saberlo -respondió ella, queriendo creerlo, pero temerosa de intentarlo.

– Claro que puedo. ¿Por qué no intentamos estar el uno al lado del otro?

Tentadora oferta, pensó ella.

Lo miró a los ojos en busca de la verdad y, al hacerlo, se dio cuenta de que la respuesta no podía encontrarla en Stephen, sino en ella misma. O reunía el valor suficiente para dar el siguiente paso o quedaría atrapada para siempre.

– Hagámoslo -dijo y se prometió que no se arrepentiría.


Dakota miró el pollo sin estar segura de si debía meterlo ya al horno o esperar a que Finn llegara. ¿En qué había estado pensando al invitarlo a cenar? A decir verdad, en cierto modo él se había invitado a sí mismo, pero aun así… La noche era claramente una cita y debería haber sido algo bueno de no ser porque estaba nerviosísima. Las piernas llevaban temblándole todo el día.

Antes de poder decidir qué hacer con el pollo, sonó el timbre. Corrió hacia la puerta, volvió corriendo a la cocina, abrió el horno y metió dentro la bandeja. La cena estaría lista en cuarenta minutos y tendrían que pensar en algo que los mantuviera ocupados ese rato.

Respiró hondo, se puso recta y abrió la puerta.

– Hola -dijo.

Fue positivo que lo saludara tan rápidamente, antes de poder verlo, porque una vez que se fijó en ese alto y esbelto cuerpo, en ese hermoso rostro y en la camisa de algodón que esta vez no era de cuadros, se sintió algo desorientada.

– Hola -respondió Finn con una sonrisa al darle una botella de vino-. Espero que esté bueno. He parado en una tienda para comprarlo y el tipo me ha dado algunas recomendaciones. No soy muy de vinos, aunque no me importaría aprender un poco. Seguro que tú sabes algo con todos los viñedos que hay por aquí.

Mientras esas palabras danzaban a su alrededor, notó que Finn estaba hablando demasiado deprisa. ¿Era posible que él también estuviera nervioso? La idea hizo que se sintiera mucho más cómoda.

– No sé nada de vinos -contestó-. Excepto que me gustan. Pasa.

Fueron hasta la cocina, donde solo tuvo que buscar en dos cajones antes de encontrar el sacacorchos. Finn le quitó la botella y la abrió. Ella colocó dos copas sobre la encimera y él las sirvió. Después de brindar, fueron al salón.

La casa era pequeña, con dos dormitorios, y de alquiler. Su lado más práctico le había dicho que se comprara una casa, pero era bastante tradicional como para querer comprarse su primera casa junto al hombre al que amara. De ahí lo del alquiler.

Finn se sentó en el sillón que había comprado tras dejarse convencer por su hermano Ethan. En aquel entonces le había parecido que era demasiado grande para esa habitación, pero ahora que veía a Finn sentado en él supo que su hermano no se había equivocado.

– Es bonita -dijo él mirando a su alrededor.

– Gracias.

Se miraron y al instante desviaron la mirada. Dakota sintió el desastre acechando. Sabía que ninguno de los dos solía tener citas, así que la cosa podía terminar muy mal.

– Espero que no te importe no comer carne. Soy vegetariana.

Él se quedó un poco atrapado, pero asintió y respondió:

– Me parece bien.

– Oh, genial. Entonces te gusta el tofu. Muchos chicos se niegan a comerlo.

– ¿Tofu?

– Ajá. Es uno de mis platos favoritos. Una pasta especial hecha de verduras. Y de postre tenemos helado de soja.

– Suena delicioso.

Dakota vio el pánico en sus ojos y no pudo evitar reírse.

– Estoy de broma. He hecho pollo.

– ¿En serio? ¿Así es como te diviertes? ¿Torturándome?

– Todo el mundo necesita una afición.

Él se recostó en el sillón y la observó.

– No eres nada previsible, ¿verdad?

– Intento no serlo. Además, has sido muy fácil.

– Ha sido la pasta ésa de verduras lo que me ha puesto los nervios de punta.

– ¿No el helado de soja?

– Supongo que me habría marchado antes de que lo sirvieras.

– Cobarde.

Se sonrieron y ella sintió cómo una agradable sensación la invadía.

– Creciste con hermanos, ¿verdad? Con chicos, quiero decir.

– ¿Cómo lo sabes?

– No te preocupa mi ego.

– Interesante observación -contestó ella y dio un trago de vino-. No había pensado en eso, pero tienes razón. Tengo tres hermanos mayores.

Él enarcó las cejas.

– ¿Seis hijos?

– Sí. Creo que mi madre estaba deseando una niña y al final tuvo tres por el precio de una.

– Tuvo que ser un impacto al principio.