Dio una vuelta sobre sí misma para ver toda la habitación y miró a Stephen.

– No lo entiendo. Ésta no puede ser mi habitación. ¡Es preciosa! -se rio-. Dime que nunca tenemos que irnos.

– Si ganamos mucho dinero abajo, podremos quedarnos todo el tiempo que quieras.

Aurelia sonrió.

– Me gustaría.

Quedaron en verse en media hora y bajar al casino. Aurelia se puso los rulos y rezó por que le quedara bien el peinado. Se enfundó unos vaqueros blancos y una blusa de seda color turquesa que se había comprado de rebajas hacía un año.

Normalmente no se gastaba mucho dinero en ropa informal, casi todo su presupuesto para vestuario lo invertía en trajes para trabajar, y lo que no se gastaba iba a parar a la cuenta de ahorro de su madre. Pero la camisa era tan preciosa que no había podido resistirse.

Después de colocar sus nuevos cosméticos sobre la encimera de mármol, se aplicó cuidadosamente la hidratante y después el corrector. El fondo de maquillaje se deslizó sobre su piel con tanta suavidad como le había prometido la dependienta. En los ojos se aplicó una discreta sombra color topo y después de la máscara de pestañas, les llegó el tumo al colorete y al brillo de labios. El último paso fue quitarse los rulos y peinarse con los dedos. Se echó el pelo hacia delante y se roció laca. Después, echó la cabeza hacia atrás y comprobó el aspecto que tenía.

En un cuarto de baño lleno de espejos, no había forma de escapar a la realidad, pero en esa ocasión la realidad no fue tan mala. Se miró desde distintos ángulos.

Jamás sería una mujer impactante, pero por una vez en su vida se vio guapa. Por lo menos, se sintió guapa, y con eso le bastaba.

Apenas se había calzado cuando Stephen llamó a la puerta. Recogió su bolso y fue a recibirlo.

– Hola -le dijo.

– Hola -él se detuvo en seco antes de añadir-: ¡Vaya! Estás genial.

– Gracias.

Era consciente del cámara que Stephen tenía detrás del hombro y por un momento deseó que pudieran estar los dos solos, que una pequeña parte del tiempo que pasaban juntos fuera real. Pero no lo era. Eso no podía dejar de recordárselo.

– ¿Qué quieres hacer primero? -le preguntó Stephen-. ¿Máquinas tragaperras, blackjack o prefieres la ruleta?

– Nunca he jugado. ¿Qué sugieres?

Mientras hablaban iban hacia los ascensores. Stephen pulsó el botón y las puertas se abrieron inmediatamente. Al entrar, ella sintió su mano en la parte baja de su espalda.

No es nada, se dijo. Los hombres hacían eso todo el tiempo; precisamente acababa de ver a Finn hacerlo con Dakota. Pero no pudo evitar sentir esa caricia y la seda de su blusa pareció intensificar el calor de la mano de él. Cuando el ascensor comenzó a descender, se sintió un poco mareada y se dijo que era por el movimiento vertical, no por nada más.

Salieron del ascensor y se adentraron en la locura. Allí todo era diversión, ruido y color. Aurelia no sabía dónde mirar primero.

– ¿Tienes hambre? -le preguntó Stephen señalando al Grand Lux Café.

– Tal vez luego -respondió. Ahora mismo estaba demasiado emocionada como para comer. ¡Había mucho que ver!

Una pareja mayor pasó por delante de ellos.

– ¿No te encanta ver a una familia viajando junta, George? -le preguntó la mujer al marido-. Mira, se ha traído a su hermano pequeño a Las Vegas. ¿No es una cosa muy bonita?

Aurelia se apartó de Stephen. No sabía si él habría oído o no el comentario. El cámara estaba enfocando a los ancianos, así que sabía que ese momento saldría en el programa.

Comenzó a caminar sin saber dónde ir. La humillación hacía que le ardieran las mejillas y le robó el placer que le suponía estar allí. Pensó en correr detrás de la pareja y contarles qué estaba pasando, pero ¿de qué serviría?

Stephen la siguió.

– ¿Estás bien?

Obviamente, él no había oído nada, aún no. Y recordarse que solo eran amigos no la hacía sentir mejor.

Se detuvo en mitad del casino y lo miró. ¡Qué agradable era!, pensó. Un buen chico. Pero no había forma de…

– Disculpen, ¿qué están haciendo?

Aurelia y Stephen se giraron hacia el musculoso hombre del traje oscuro que llevaba una chapa informando de que pertenecía al personal de seguridad. La expresión de su rostro les decía que se tomaba muy en serio su trabajo.

Señaló al tipo de la cámara.

– No pueden filmar aquí.

– Estamos grabando un reality show -dijo Stephen-. ¿No ha hablado la productora con ustedes?

– No -el guardia de seguridad se movió hacia la cámara-. Apague eso o lo apagaré yo.

– Iré a buscar a Geoff -dijo el cámara y prácticamente salió corriendo.

– ¿Va a volver o tengo que salir detrás de él?

Aurelia no sabía si el guardia estaba hablándoles a ellos o no. Al parecer, no importó. Sacó un intercomunicador del bolsillo de su chaqueta y habló por él.

– Nos vamos -dijo ella agarrando a Stephen de la mano.

Stephen miró al tipo de seguridad, con su furioso rostro, y asintió.

– No creo que nos gustara estar en la cárcel.

Se dieron la vuelta y no pasó nada mientras subían por una escalera mecánica.

Respiró hondo.

– ¿Estás bien? Parecía que ibas a desmayarte -le dijo Stephen.

– Estaba aterrorizada -admitió-. No me puedo creer que Geoff nos haya traído aquí sin pedir permiso al hotel. No me sorprende que no nos dejen grabar. No saben qué vamos a hacer con las imágenes. Podría ser una estafa o un truco para hacer trampas con las tragaperras.

Tenía más que decir, pero de pronto no pudo hablar. Stephen estaba detrás de ella y, sin previo aviso, le puso una mano sobre la cadera y la llevó hacia él.

Aurelia hizo lo que pudo por no inmutarse, gritar de sorpresa no era apropiado. Además, ella había sido la que lo había agarrado de la mano para alejarse del guardia de seguridad, aunque eso era diferente. No podía explicar por qué, pero sabía que era distinto.

Cuando llegaron al siguiente piso, bajaron de la escalera y fue como si hubieran entrado en otro mundo.

Sobre ellos, el techo estaba pintado de color cielo con nubes que casi parecían flotar. Estaban en el hotel, pero perfectamente era como si estuvieran en la calle. Había tiendas, restaurantes y…

– ¡Mira! -dijo señalando hacia las pequeñas barcas que flotaban en el canal-. Góndolas.

– ¿Quieres subir? Vamos, será divertido.

No había demasiada cola, así que en cuestión de minutos ya estaban subiendo a la góndola. Se bamboleó en el agua, pero Aurelia logró sentarse sin caerse. Stephen se sentó a su lado.

No había mucho espacio, así que él estaba cerca. Lo suficientemente cerca como para que ella sintiera la suavidad de su camisa contra su mano y la presión de su muslo contra el suyo.

– ¿Alguna vez habías hecho algo así? -preguntó él mirando a su alrededor.

– No.

Nunca. Ni en sueños.

La gente que pasaba caminando se detenía a saludarlos. La música resonaba en el techo y reverberaba a su alrededor. Mientras, ella podía ver las tiendas cuyos nombres antes solo había visto en las revistas. Todo era perfecto.

Y entonces Stephen la rodeó con su brazo y fue incluso mejor.

Cuando doblaron una esquina, un hombre estaba esperando con una cámara. Les dijo que sonrieran, y les tomó una foto. Al terminar el paseo, fueron a ver la imagen digital mostrada en una pantalla de ordenador.

– Estás preciosa -le dijo Stephen.

Aurelia sabía que estaba siendo amable, pero de todos modos le gustó cómo había salido la foto. Los dos estaban mirando a la cámara con sonrisas sinceras. Estaban el uno apoyado en el otro y parecían una auténtica pareja… si no se tenía en cuenta la diferencia de edad.

– Nos llevamos dos -dijo él y las pagó.

– Debería pagarlas yo.

– ¿Por qué?

Porque ella ganaba más que él, porque él seguía estudiando y aquello no era una cita… Pero no quería decir eso, así que simplemente dijo:

– Gracias.

– ¿Tienes hambre? -preguntó Stephen, señalando a uno de los restaurantes.

– Sí.

– Bien. Yo también.

Aún no había anochecido y no había mucha gente, de modo que inmediatamente los sentaron en una pequeña mesa situada en una esquina junto a una planta. A pesar de ser un espacio abierto, resultaba muy acogedor y discreto. Íntimo.

El camarero les dio la carta.

Aunque estaba hambrienta, Aurelia no podía pensar en comer, así que simplemente pidió una ligera ensalada y té helado. Stephen optó por pizza y un refresco.

– Ya sabes por qué decidí participar en el programa, pero ¿por qué lo hiciste tú? -preguntó ella.

Stephen jugueteaba con su tenedor.

– Por muchas razones. Quería salir de South Salmon y ésta me parecía una buena forma de hacerlo.

– ¿Una buena forma? Dejaste la facultad en el último semestre. ¿Qué sentido tiene?

Stephen puso los ojos en blanco, pero Aurelia insistió.

– Tener estudios no puede hacerte daño. ¿Qué harás cuando termine el programa?

Stephen soltó el tenedor y se inclinó hacia ella.

– No quiero volar.

– No lo entiendo. ¿Quieres volver a Alaska conduciendo?

Él se rio.

– No. Quiero decir que no quiero ser piloto como mi hermano. No quiero entrar en el negocio familiar.

– Ah -ella sabía mucho sobre eso. A pesar de tener casi treinta años, nunca había podido complacer a su madre-. ¿Es eso lo que quiere Finn? ¿Espera que entres en el negocio familiar?

– Se da por hecho.

– ¿Le has dicho lo que piensas?

– No. A él eso no le importa.

Aurelia sacudió la cabeza.

– Estás hablando de un hombre que ha volado miles de kilómetros para asegurarse de que sus hermanos están bien. Creo que le importas mucho.

– Eso es distinto. Quiere que esté en casa para controlarme. Si le dijera que quiero ser ingeniero, me subiría hasta una altura de tres mil metros y me echaría del avión de una patada.

– Ahora estás hablando como un crío.

– ¡Ey! ¿Por qué dices eso?

– Fíjate en lo que haces. No estás dispuesto a sentarte a hablar con Finn y, por eso, has huido. ¿Te parece algo maduro?

– Se supone que tienes que estar de mi parte.

– Soy una tercera parte desinteresada -«desinteresada» tal vez no era la palabra más apropiada. Por mucha vergüenza que le diera, estaba más que interesada en Stephen. ¿Por qué no podía tener treinta años en lugar de veinte?

¡Qué cruel era la vida!

– Además -continuó-, si te falta un semestre para graduarte, él ya sabrá en qué quieres especializarte.

– Eso no le importa siempre que vuelva a casa -sacudió la cabeza-. Cuando nuestros padres murieron, las cosas fueron mal y Finn se ocupó de nosotros. Ahora no puede quitarse ese papel de encima y cree que seguimos siendo unos niños que lo necesitan.

– Deberías hablar con él. ¿Por qué no iba a alegrarse de que fueras ingeniero? Es una buena profesión.

– Lo conozco de siempre, Aurelia. Tendrás que fiarte de mí. Finn jamás lo aprobaría.

Ella quiso discutir ese punto, pero no lo hizo. Después de todo, había mucha gente que le diría que se enfrentara a su madre. Desde fuera parecía muy sencillo, pero por dentro todo era distinto. No podía superar la culpabilidad que la invadía cada vez que lo intentaba. Era como si a su madre le hubieran dado un manual de instrucciones sobre cómo manipularla y hubiera memorizado cada página.

Stephen había sido una de las pocas personas que habían aceptado sus limitaciones.

– Confío en ti.

De repente, alguien gritó sus nombres y Stephen y ella se giraron hacia el sonido que hacían varias personas que iban corriendo. Una de las asistentes de producción corría hacia ellos.

– ¡Aquí estáis! -dijo Karen con la respiración entrecortada-. Hemos estado buscándoos por todas partes. Geoff está furioso. Nos vamos a casa. Tenéis que venir ahora mismo.

Aurelia miró a Stephen, que se encogió de hombros.

– Supongo que podremos comer algo en el aeropuerto.

– Deprisa. Tenemos que llegar al aeropuerto. Geoff está furioso porque no ha habido una cita.

Aurelia y Stephen salieron del restaurante y, mientras seguían a la asistente de producción, él se acercó para decirle a ella:

– Geoff se equivoca -le susurró-. Sí que ha habido una cita y lo he pasado genial.

En su interior, Aurelia sintió cómo el corazón le dio un vuelco.

– Yo también.

Stephen le sonrió y le agarró la mano.

Capítulo 7

Dakota abrió la puerta principal y se encontró allí a Finn, de pie en el porche. Eran poco más de las siete de la tarde. Finn y ella habían logrado subir al avión de las cuatro treinta y eso significaba que no llevaba en casa más de una hora.

– Lo sé, lo sé -dijo él-. Tienes cosas que hacer. No debería molestarte.