– Me gustaría verte todo lo posible. Y si quieres suplicarme que me quede, tampoco me importaría.

Ella se rio.

– Tú y tu ego. Seguro que eso te encantaría. Tú en tu avión, preparado para partir, y yo llorando en la pista. Muy de los años cuarenta y del protagonista yéndose a la guerra.

– Me gustan las películas de guerra.

– Deja que me calce -cruzó el salón y se puso sus sandalias-. Te enseñaré el pueblo y después puedes quedarte a cenar. Y si tienes suerte, hasta podría utilizarte para practicar algo de sexo.

– Si hay algo que pueda hacer para fomentar esa última parte, dímelo.

– Seguro que hay algo -respondió ella con una sonrisa-. Deja que piense en ello.


Dakota pasó la tarde mostrándole el pueblo a Finn. Fueron a la librería de Morgan, se tomaron un café en el Starbucks y vieron los últimos minutos de un partido de la Pequeña Liga. Alrededor de las cinco, se pusieron camino a su casa.

– ¿Quieres que compremos comida para llevar? -preguntó él.

– Aún tengo los ingredientes para esa receta de pollo -respondió ella disfrutando de la suave brisa y de la sensación de la mano de Finn en la suya.

– ¿Quién te ha enseñado a cocinar? ¿Tu madre?

– Ajá. Es una gran cocinera. Siempre hemos celebrado grandes cenas familiares a las que teníamos que acudir siempre, pasara lo que pasara. Cuando era adolescente, odiaba esa regla, pero ahora me encanta.

– Parece que tienes una familia muy unida.

Ella lo miró.

– Y por lo que me has contado, parece que tú también la tenías.

– No era lo mismo. Papá y yo siempre estábamos volando por alguna parte, así que no comíamos todos juntos muchas veces. Pero tienes razón. Estábamos muy unidos.

Habían llegado a la casa y entraron. Mientras él elegía la música, ella preparó el pollo para meterlo al horno. Después, agarró una botella de vino y se reunió con él en el salón.

Se sentaron juntos en el sofá.

– ¿Cuántos años tenías cuando aprendiste a pilotar?

– Siete u ocho. Papá empezó a llevarme con él cuando tenía cuatro. Me dejaba los mandos y decidí estudiar para ser piloto cuando tenía diez. Hay mucha teoría, pero la aprobé sin problema.

– ¿Por qué te gusta tanto?

– En parte se debe a haber crecido en Alaska. Allí hay muchos lugares a los que solo puedes acceder en barco o en avión. Algunos de los pueblos del extremo norte solo son accesibles en avión.

– O en trineo -dijo ella en broma.

– Un trineo solo funciona en invierno -posó una mano sobre la pierna de ella-. Cada día es distinto en ese trabajo. Un cargamento distinto, un clima distinto y un destino distinto. Me gusta ayudar a la gente que depende de mí. Me gusta la libertad. Y me gusta ser mi propio jefe.

– Podrías ser tu propio jefe en cualquier parte.

– Podría. Por mucho que me guste Alaska, no soy de esos tipos que no pueden imaginarse viviendo en otra parte. Hay cosas que me gustan de las ciudades, o de las ciudades no tan grandes. Pero la tradición juega un papel importante en esto. Mi abuelo levantó el negocio y desde entonces ha estado en la familia. A veces hay un socio y a veces estamos nosotros solos.

Dakota sabía de qué estaba hablando.

– Mi familia fue una de las primeras que se establecieron aquí. Estar en un sitio desde el principio hace que te sientas como una pequeña parte de la historia.

– Exacto. No sé qué va a pasar con la empresa. A Sasha no le interesa volar y siempre pensé que Stephen se haría cargo, pero ahora lo dudo. Bill, mi socio, tiene un hermano más pequeño y un primo. Los dos quieren estar dentro. Ahora mismo están trabajando para otra empresa de transportes y por eso no ha podido contratarlos mientras yo estoy aquí.

Se inclinó hacia delante y agarró su copa de vino.

– A veces pienso en venderlo. En tomar el dinero y empezar de cero en otro lugar. Antes era importante para mí estar en South Salmon, por mis hermanos.

– Y ahora ya no lo es tanto, ¿no?

Él asintió.

Dakota se dijo que no debía sacar demasiadas conclusiones de la conversación; Finn estaba charlando, simplemente. Y el hecho de que no estuviera decidido a seguir en Alaska para siempre no cambiaba la situación. Le había dejado claro en varias ocasiones que no se quedaría en Fool’s Gold y cuando un hombre hablaba así, estaba diciendo la verdad. No era un mensaje cifrado que en realidad quisiera decir: «esfuérzate más en hacerme cambiar de opinión».

Pero había una parte de ella que quería que fuera así, lo cual la convertía en una tonta y a ella no le gustaba ser una tonta.

– No tienes que tomar la decisión hoy. Aunque no te quedes en South Salmon, hay otros lugares en Alaska.

Él la miró.

– ¿Intentando asegurarte de que no cambio de opinión con respecto a lo de marcharme?

Dakota se rio.

– Jamás lo haría.

Él también se rio.

– Espero.

Soltó su copa de vino y la llevó hacia sí. Ella se acercó de buena gana y disfrutó de la sensación de estar tan cerca de él. Como siempre, la mezcla de fortaleza y ternura la excitó. Ese hombre podía hacer que se derritiera sin ni siquiera proponérselo. ¡Qué injusto era todo!

Él la besó suavemente.

– ¿La cena está en el horno?

– Ajá.

– ¿Cuánto tiempo tenemos?

Dakota miró el reloj.

– Unos quince minutos. Iba a preparar una ensalada.

– O podrías pasar los próximos quince minutos aquí conmigo.

Lo rodeó con los brazos y lo acercó.

– La ensalada está sobreestimada.

Se besaron de nuevo y ella abrió la boca para recibir las sensuales caricias de su lengua. El deseo fue en aumento. Finn posó una mano sobre su rodilla y fue subiéndola hasta que sus dedos tocaron su pecho.

Se le endurecieron los pezones y entonces se desató el placer. Entre las piernas, ya estaba inflamada y húmeda.

¿Tanta hambre tenían? ¿No podía sacar el pollo del horno y terminar de cocinarlo más tarde?

Se apartó ligeramente y en ese momento el teléfono los interrumpió. Finn alargó la mano y le entregó el auricular.

Ella se incorporó.

– ¿Diga?

– ¿Dakota Hendrix? -preguntó una mujer.

– Sí.

– Soy Patricia Lee. Hablamos hace unos meses sobre su solicitud de adopción.

– ¿Qué? ¡Oh, sí! Ya lo recuerdo -la agencia internacional se había dado prisa en aprobar su solicitud. A diferencia de las otras con las que había probado, a ésa en particular no le había importado que fuera soltera.

– He oído lo que pasó con aquel pequeño y lo lamento mucho. No sé si se lo dijeron, pero hubo una confusión con la documentación.

A Dakota le habían dicho lo mismo, aunque nunca había estado segura de si había sido verdad o si la agencia había preferido enviar al niño con una pareja casada. Fuera como fuese, era extraño recibir esa llamada tratándose de un sábado por la noche.

– Claro que sí. Quedé muy decepcionada.

– Entonces, ¿sigue interesada en adoptar?

– Por supuesto.

– Esperaba que lo dijera. Tenemos una niña. Tiene seis meses y es adorable. Me preguntaba si estaría interesada.

Dakota sintió una ráfaga de sangre subiéndole de pronto a la cabeza y se preguntó si iría a desmayarse.

– ¿En serio? ¿Tienen un bebé para mí?

– Sí. Ahora mismo estoy enviándole el informe por correo electrónico. Hay unas cuantas fotografías. Me preguntaba si podría llamarme cuando las haya visto. Mañana regresa una de nuestros ayudantes y, si está usted interesada, pueden traer a la niña en ese mismo vuelo. De lo contrario, tendría que esperar un par de meses más para tenerla con usted. Sé que es algo muy apresurado, así que si quiere esperar, lo entenderé. Su decisión no afectará en absoluto al estado de su solicitud.

A Dakota le daba vueltas la cabeza. Estaban ofreciéndole lo que siempre había querido, la oportunidad de tener su propia familia. Y un bebé de seis meses, ¡qué pequeño! Sabía algo sobre los problemas de desarrollo de un niño criado en un orfanato y cuanto más pequeño fuera el bebé dado en adopción, mejor se solventarían esos problemas. El pequeño que le habían ofrecido la última vez tenía cinco años.

– ¿Cuándo tiene que saberlo?

– En las próximas horas -respondió Patricia-. Lamento haberla avisado con tan poco tiempo. Nuestro contacto tiene que volver a casa por una emergencia familiar y siempre intentamos enviar a cada niño con un adulto de acompañante. Pero, una vez más, depende de usted. No queremos presionarla. Si no está preparada, llamaremos a la siguiente familia que esté en la lista.

Dakota entró en la cocina, agarró un boli y un bloc de notas adhesivas y se sentó en la mesa de la cocina.

– Deme su número. Veré el informe y la llamaré en una hora.

– Gracias -dijo Patricia.

Dakota anotó la información y colgó. Se quedó sentada en la cocina. Sabía que los pies le llegaban al suelo, pero tenía la sensación de estar volando. Volando y temblando y a punto de echarse a llorar. Aún debía de estar respirando porque estaba consciente, pero no podía sentir su cuerpo.

En alguna parte oyó un pitido. Finn entró en la cocina y sacó la olla del horno. Después, se giró hacia ella.

– ¿Vas a adoptar un bebé? -le preguntó asombrado.

Ella asintió, aún incapaz de centrarse.

– Sí. Tienen una niña para mí. Es de Kazajistán. Tiene seis meses y me han enviado un informe sobre ella. Tengo que ir a mirarlo al ordenador.

Se levantó, aunque no podía recordar dónde tenía el ordenador. No podía estar pasando, ¿verdad? Se rio.

– ¡Voy a tener una niña!

– Sé que querías hijos… -a Finn se le apagó la voz-. Bueno, tienes mucho que hacer. Será mejor que me vaya.

– ¿Qué?

¡Adiós a la cena romántica!, pensó ella con tristeza.

Y adiós a Finn. Le había dejado claro que no quería tener familia.

– Gracias. Tengo que tomar una decisión enseguida.

– No hay problema -se giró para marcharse y se detuvo-. ¿Me contarás lo que hayas decidido?

– Por supuesto.

– Bien.

Lo vio alejarse y, por un momento, la invadió la tristeza. Pero esa tristeza se desvaneció enseguida, en cuanto encendió el portátil. Tardó una eternidad en arrancar, pero cuando por fin abrió el archivo, vio la fotografía.

¡Y lo supo!

Capítulo 11

Tomar la decisión había sido sencillo, pensó Dakota a la mañana siguiente. Los preparativos, por otro lado, amenazaban con asfixiarla. Apenas había dormido. Cada vez que había cerrado los ojos, se le había ocurrido otra cosa más que tenía que hacer. De nada le había servido poner una libreta y un boli sobre la mesilla.

Aún no eran las ocho y ya estaba agotada. Tenía listas de todo lo que tenía que comprar y de las personas a las que tenía que llamar. Lo último que le quedaba por decidir era cómo ir a Los Ángeles, donde le entregarían a la niña: en avión o en coche.

Aunque volar era lo más rápido, tenía que enfrentarse a la realidad de viajar con un bebé de seis meses al que no conocía. ¿Y si se pasaba todo el trayecto llorando? No sabría qué hacer. Por eso conducir tenía más sentido de no ser porque serían unas ocho horas de camino y eso supondría demasiado para la bebé.

En cuestión de minutos llamaría a su madre; quería contarle la buena noticia a Denise y pedirle consejo sobre el tema del transporte. Mientras tanto, podía revisar su lista de la compra. No solo necesitaría pañales, sino también leche en polvo. Sabía que cambiar de leche podía provocarle problemas estomacales al bebé así que, por suerte, la persona que viajaba con la pequeña llevaría leche de sobra.

Fue a hacer la llamada, pero antes de poder levantar el teléfono, alguien llamó a la puerta. Cambió de dirección y fue a abrir; allí se encontró a Finn, de pie en su pequeño porche. Llevaba café para llevar, uno en cada mano.

– ¿Qué haces aquí? Es muy temprano.

Le dio el café.

– Desnatada, ¿verdad?

– Sí, gracias -ella dio un paso atrás y sacudió la cabeza-. Lo siento, estoy un poco aturdida esta mañana. ¿Qué haces aquí?

– Vas a quedarte con el bebé.

– ¿Cómo lo sabes?

Él sonrió.

– Te conozco. Me dijiste que no podías tener hijos, pero te gustan los niños. Ante la oportunidad de poder adoptar, sabía que lo harías sin dudarlo.

– Tienes razón.

Entró en la casa.

– No sé qué estoy haciendo. Apenas he dormido y tengo un montón de cosas por hacer.

Él la siguió hasta la cocina.

– Claro, es normal. La mayoría de la gente tiene nueve meses para planear qué hacer con un bebé. Tú, ¿cuánto tiempo has tenido? ¿Nueve horas?

¡Cuánta razón tenía!

No podía evitar estar sorprendida por verlo allí después del modo en que se había marchado la noche anterior.

– Estoy haciendo listas y en un rato llamaré a mi madre. Ha tenido seis hijos, así que si alguien sabe qué hacer, ésa es ella.