– ¿Ese niño tiene unas horas?
– No, pero…
– Ese niño no va a morir mientras yo esté de guardia.
– No les debes nada.
Pero tenía que intentarlo. Eso era lo que ese trabajo significaba para él: a veces tenías que correr un riesgo.
Fue hasta el avión y realizó la rutina de comprobación con más cautela y detenimiento que nunca. Lo último que necesitaba era un problema mecánico que complicara una situación ya de por sí difícil.
Cuando estuvo listo para despegar, el viento bramaba y empezaron a caer las primeras gotas.
El problema no era salir de allí porque se alejaría de la tormenta, sino llegar a Anchorage.
Seis horas después, sabía que moriría. Los padres y el niño estaban en el avión; el hombre sentado a su lado y la mujer junto a su hijo. Los vientos eran tan fuertes que el avión parecía estar quieto en lugar de avanzando. Se sacudían y en alguna ocasión una ráfaga de viento los hizo descender bastantes metros.
– Voy a vomitar -gritó la madre.
– Las bolsas están junto al asiento.
No podía parar a mostrárselo. No, cuando todas sus vidas dependían de que los sacara de allí a salvo.
Aunque era por la tarde, el cielo estaba negro como la noche y la única iluminación provenía de los relámpagos. El viento rugía como un monstruo que quería atraparlos y Finn tenía la sensación de que en esa ocasión la tormenta ganaría.
Sin quererlo, se vio arrastrado mentalmente a otro vuelo muy parecido a ése. Un vuelo que había cambiado su vida.
Había habido una tormenta, oscura y poderosa. Los truenos los habían asaltado y uno se había acercado tanto a ellos que Finn recordaba haber sentido su calor. Él pilotaba y su padre iba de copiloto. El viento había bramado y los había lanzado como si fueran una pelota de béisbol.
Y entonces un trueno había caído en el motor y el avión había caído desde el cielo como si fuera una piedra.
No había podido controlar el descenso; todo había estado demasiado oscuro como para saber dónde aterrizar, suponiendo que hubiera habido algún punto más seguro que el bosque donde se habían estrellado. Finn no recordaba mucho del impacto. Se había despertado y se había encontrado tendido en el suelo, bajo la lluvia.
Sus padres estaban inconscientes y los había atendido lo mejor que pudo antes de salir a buscar ayuda. Para cuando habían regresado, ya habían muerto.
Un trueno cayó junto al avión devolviendo a Finn al presente. La madre gritó. El niño seguro que estaba aterrorizado, aunque demasiado enfermo como para emitir ningún sonido. Junto a Finn, el padre se aferraba al asiento.
Nadie preguntó si iban a morir, aunque él estaba seguro de que lo estaban pensando. Y probablemente estarían rezando. Finn esperaba oír una voz que le dijera que debería haber esperado, que no había merecido la pena… y entonces lo sintió. Fue como si sus padres estuvieran allí con él, ayudándolo. Como si alguien estuviera tomando el control del avión, guiando sus manos.
Sin saber qué otra cosa hacer, escuchó al silencio, giró a la izquierda, después a la derecha, esquivando los truenos y al viento, encontrando la zona más calmada de la tormenta. Descendió un poco cuando esas fuerzas invisibles así se lo indicaron, viró a la izquierda y volvió a subir.
Durante la siguiente hora pilotó como nunca antes lo había hecho y poco a poco el poder de la tormenta fue desvaneciéndose. A ochenta kilómetros de Anchorage vio el primer rayo de luz y oyó una voz desde la torre de control.
Aterrizaron menos de treinta minutos después. Una ambulancia estaba esperándolos para llevarse al niño al hospital. En el último segundo, el padre se volvió hacia él.
– No sé cómo agradecértelo -le dijo estrechándole la mano-. Creía que íbamos a morir. Nos has salvado. Lo has salvado.
Finn se quedó junto al avión y vio el sol abrirse paso entre las nubes. Automáticamente, comprobó el avión. Todo estaba bien, ni una sola señal que indicara lo que acababan de vivir. Volvió a entrar sabiendo que lo que fuera que estaba buscando, no estaba allí.
Tal vez habían sido sus padres, o tal vez alguna otra cosa. Volar era como navegar: si un hombre lo hacía mucho, experimentaba cosas que no se podían explicar. Por la razón que fuera, había sobrevivido la noche del accidente. Siempre había pensado que había sido para poder criar a sus hermanos, pero tal vez había habido otro propósito. Tal vez se había salvado para poder encontrar a Dakota.
La amaba. Tener que pasar por una experiencia casi mortal para descubrirlo lo convertía en un idiota, pero podría vivir con ello… siempre que pudiera tener la oportunidad de contárselo.
La amaba. Quería casarse con ella y tener muchos hijos. ¡Tenía que llamar a Hamilton y decirle que quería comprar su negocio! Después, le diría a Bill que le vendía su parte. Pero lo más importante era volver a Fool’s Gold y decirle a Dakota lo mucho que la amaba y cuánto deseaba estar con ella.
Sacó su móvil y llamó a Bill.
– He estado muy preocupado -le dijo su compañero-. ¿Es que no has podido llamar? ¿He tenido que enterarme por la torre de control?
– Ya te estoy llamando.
– Llevas diez minutos en tierra. ¿Qué has estado haciendo? ¿Comprando?
Finn se rio.
– Metiendo a mis pasajeros en la ambulancia. Mira, Bill, me voy. Puedes comprar mi parte del negocio. Tengo que volver a Fool’s Gold ahora mismo.
– Es por esa mujer, ¿verdad?
Finn pensó en Dakota y sonrió.
– Sí. Tengo que pensar cómo convencerla para que se case conmigo.
Hubo una pausa y Bill dijo:
– Se va a alegrar mucho de oír eso.
– ¿Cómo lo sabes?
– Porque la tengo justo a mi lado. Y si su sonrisa sirve de algo, entonces te diré que sí. Acepta.
Dakota utilizó unos prismáticos para ver el cielo. Bill le había dicho en qué dirección mirar y cuando vio la diminuta silueta de un avión, comenzó a saltar.
Cuando Finn aterrizó, ella ya estaba corriendo hacia él. Se reunieron en la hierba, junto a la pista, y aunque Dakota tenía miles de cosas que decirle, ahora mismo lo único que quería era estar en sus brazos. Cuando lo estuvo, se besaron y se sintieron mejor que nunca.
– Te quiero -le dijo él-. Os quiero, Dakota. A ti, a Hannah y al bebé que llevas dentro. Debería habértelo dicho antes.
Estaba tan feliz que pensaba que ni le hacía falta respirar.
– Necesitabas tiempo.
– Me asusté y me marché, pero quiero casarme contigo. Quiero que seamos una familia.
– ¿Aunque eso suponga mucha responsabilidad?
Él asintió y volvió a besarla.
– ¿A quién intento engañar? Nací para ser responsable.
– Eras un chico salvaje y rebelde.
– Lo fui durante quince minutos, pero ahora quiero estar contigo.
Qué palabras más bellas e increíbles, pensó ella. Unas palabras perfectas provenientes del hombre perfecto.
– Yo también te quiero -le susurró.
– ¿Te casarás conmigo?
– Sí.
– ¿Viviremos en Fool’s Gold?
Quería que Finn fuera feliz.
– Tu vida está aquí.
– No, no lo está. Voy a venderle la mitad de mi negocio a Bill. Mis hermanos no lo quieren y puedo usar el dinero para comprar la empresa de Hamilton. Mi sitio está donde tú estás y eso es Fool’s Gold.
Dakota se echó a sus brazos.
– Hannah se pondrá feliz. Te ha echado de menos.
– Yo a ella también -le tocó el vientre-. Y pronto tendrá un hermanito o hermanita a los que mandar.
– Un día tendrás que enseñarnos Alaska -le dijo.
– Lo haré, pero ahora mismo estoy preparado para irme a casa.
Susan Mallery
Autora de bestsellers románticos, ha escrito unos treinta libros, históricos, contemporáneos e incluso de viajes en el tiempo. Comenzó a leer romance cuando tenía 13 años, pero nunca pensó escribir uno, porque le gustaba escribir sobre filosofía o existencialismo francés. Fue en la escuela superior cuando acudió a clases sobre Cómo escribir una novela romántica y empezó su primer libro, que cambió su vida. Fue publicado en 1992 y se vendió rápidamente. Desde entonces sus novelas aparecen en Waldens bestseller list y ha ganado numerosos premios.
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