Los gemelos se miraron.
– El programa no es ridículo. No, para nosotros.
– ¿Porque sois profesionales? ¿Sabéis lo que estáis haciendo? -los miró a los dos-. Quiero encerraros en esta maldita habitación hasta que os deis cuenta de lo estúpidos que estáis siendo.
Stephen asintió lentamente.
– Por eso no te dijimos nada hasta después de llegar aquí, Finn. No queríamos hacerte daño ni asustarte, pero estás atándonos demasiado.
Ésas fueron unas palabras que Finn no quería oír.
– ¿Por qué no podíais terminar la facultad? Eso era lo único que quería. Hacer que terminarais vuestros estudios.
– ¿Habría terminado todo ahí? -le preguntó Sasha-. Eso ya lo has dicho antes. Que lo único que teníamos que hacer era terminar el instituto y que entonces nos dejarías tranquilos. Pero no lo hiciste. Ahí estabas, presionándonos para que fuéramos a la universidad, controlando nuestras notas y nuestras clases.
Finn sintió su ira aumentar.
– ¿Y qué tiene eso de malo? ¿Es malo que quiera que tengáis una buena vida?
– Quieres que tengamos tu vida -dijo Sasha mirándolo-. Te agradecemos todo lo que has hecho, nos importas, pero ya no podemos hacer lo que tú quieras.
– Tenéis veintiún años. Sois unos críos.
– No es verdad -dijo Stephen-, pero tú no dejas de decirlo.
– Tal vez mi actitud tenga algo que ver con vuestros actos.
– O tal vez se trate de ti -le contestó Stephen-. Nunca has confiado en nosotros. Nunca nos has dado una oportunidad de demostrar lo que podíamos hacer solos.
Finn quería soltar un puñetazo contra una pared.
– Quizá porque sabía que haríais algo así. ¿En qué estabais pensando?
– Tenemos que tomar nuestras propias decisiones -dijo Stephen testarudamente.
– No, cuando son así de malas.
Finn notaba cómo se le escapaba el control de la conversación, y la sensación fue a peor cuando los gemelos intercambiaron una mirada, la misma mirada que decía que se estaban comunicando en silencio, de un modo que él jamás entendería.
– No puedes hacemos volver -dijo Stephen en voz baja-. Nos quedamos. Vamos a salir en el programa.
– ¿Y después qué? -preguntó Finn.
– Yo me iré a Hollywood para trabajar en la televisión y en el cine -dijo Sasha.
Eso no era nuevo. Sasha llevaba años soñando con la fama.
– ¿Y tú? -le preguntó a Stephen-. ¿Quieres ser modelo publicitario?
– No.
– Pues entonces, vuelve a casa.
– No vamos a volver a casa -le contestó Stephen, sonando extrañamente decidido y maduro-. Déjalo ya, Finn. Hemos hecho todo lo que querías y ya estamos preparados para continuar solos.
Pero no era así y eso mataba a Finn. Eran demasiado jóvenes. Si no estaba cerca, ¿cómo podría mantenerlos a salvo? Haría lo que fuera para protegerlos. Por un momento se le pasó por la cabeza emplear la fuerza física para que lo obedecieran, pero ¿qué? No podría mantenerlos atados todo el viaje de vuelta. La idea de secuestrarlos no era nada agradable, y sospechaba que lo acusarían de delito mayor en cuanto cruzara la frontera del estado.
Además, llevarlos de vuelta a Alaska no serviría de nada si no querían quedarse allí ni terminar los estudios.
– ¿No podéis hacerlo en junio? ¿Después de graduaros?
Los gemelos sacudieron la cabeza.
– No queremos hacerte daño -le dijo Stephen-. De verdad que te agradecemos lo que has hecho, pero ya es hora de que nos dejes movemos solos. Estaremos bien.
¡Sí, claro! No eran más que unos niños jugando a ser adultos. Creían que lo sabían todo. Creían que el mundo era justo y que la vida era fácil. Y él, lo único que quería era protegerlos de sí mismos. ¿Por qué tenía que ser tan difícil?
Tenía que haber otro modo, pensó al salir de la habitación del motel dando un portazo. Tenía que encontrar a alguien con quien pudiera razonar o, por lo menos, a quien pudiera amenazar.
– Geoff Spielberg, no hay parentesco -dijo el desaliñado hombre de pelo largo cuando Finn se acercó-. ¿Vienes de parte del pueblo, verdad? Es por la energía de más. La luz es como las exmujeres. Te secan hasta que les dejas. Necesitamos más potencia.
Finn miró al delgado hombre que tenía delante. Geoff apenas llegaría a los treinta, llevaba una camiseta que debería haber tirado dos años atrás y unos vaqueros totalmente deshilachados. No se ajustaba exactamente a la imagen que tenía de un ejecutivo de televisión.
Estaban en mitad de la plaza del pueblo, rodeados por cuerdas y cables. Se habían colgado los focos en los árboles y sobre plataformas y había unas pequeñas caravanas alineadas en la calle. Los camiones cargaban suficientes baños portátiles como para una feria estatal y había mesas y sillas junto a una gran carpa con un bufé.
– ¿Eres el productor del programa?
– Sí. ¿Qué tiene que ver eso con la corriente? ¿Pueden devolvérmela hoy? La necesito hoy.
– No vengo en representación del pueblo.
Geoff gruñó.
– Pues lárgate y deja de molestarme.
Sin levantar la mirada de su teléfono móvil de última generación, el productor se dirigió hacia una de las caravanas aparcadas en la calle.
Finn lo siguió.
– Quiero hablar sobre mis hermanos. Intentan entrar en el programa.
– Ya hemos cerrado el casting. Todo se anunciará mañana. Seguro que tus hermanos son geniales y, si no salen en este programa, saldrán en otro -sonó aburrido, como si esas palabras las hubiera dicho miles de veces.
– No quiero que salgan en el programa -dijo Finn.
Geoff alzó la vista del teléfono.
– ¿Qué? Todo el mundo quiere salir en la tele.
– Yo, no. Y ellos, no.
– Entonces, ¿por qué han participado en las audiciones?
– Quieren estar en el programa, pero yo no quiero.
La expresión de Geoff volvió a mostrar desinterés.
– ¿Son mayores de dieciocho?
– Sí.
– Entonces no es mi problema. Lo siento -hizo ademán de abrir la puerta de la caravana, pero Finn le bloqueó el paso.
– No quiero que salgan en el programa -repitió.
Geoff suspiró.
– ¿Cómo se llaman?
Finn se lo dijo.
Geoff ojeó los archivos que llevaba en el teléfono y sacudió la cabeza.
– ¿Estarás de broma, verdad? ¿Los gemelos? Van a entrar. Solo serían mejor para nuestra audiencia si fueran chicas con las tetas grandes. A los telespectadores les van a encantar.
La noticia fue decepcionante, pero no le supuso ninguna sorpresa.
– Dime qué puedo hacer para hacerte cambiar de opinión. Te pagaré.
Geoff se rio.
– No es suficiente. Mira, lamento que no estés contento, pero lo superarás. Además, podrían hacerse famosos. ¿No sería divertido?
– Tendrían que volver a estudiar.
El teléfono volvió a captar la atención de Geoff.
– ¡Ajá! -murmuró mientras leía un email-. Sí… eh… puedes concertar una cita con mi secretaria.
– O podría convencerte aquí mismo. ¿Te gusta pasear, Geoff? ¿Quieres poder seguir haciéndolo?
Geoff apenas lo miró.
– Seguro que podrías darme una buena paliza, pero mis abogados son mucho más duros que tus músculos. No te gustará la cárcel.
– Y a ti no te gustará la cama de un hospital.
Geoff lo miró.
– ¿Lo dices en serio?
– ¿A ti qué te parece? Estamos hablando de mis hermanos y no pienso dejar que estropeen sus vidas por el programa.
A Finn no le gustaba amenazar a nadie, pero lo más importante era asegurarse de que Stephen y Sasha terminaban sus estudios. Haría lo que tenía que hacer y, si eso implicaba aplastar físicamente a Geoff, lo haría.
Geoff se metió el teléfono en el bolsillo.
– Mira, entiendo tu postura, pero tienes que entender la mía. Ya están dentro del programa. Tengo casi cuarenta personas trabajando para mí aquí, y un contrato con cada uno de ellos. Tengo una responsabilidad para con ellos y para con mi jefe. Aquí hay mucho dinero en juego.
– No me importa el dinero.
– A ti no, hombre de la montaña -gruñó Geoff-. Son adultos, pueden hacer lo que quieran. No puedes evitar que lo hagan. Supongamos que los echo del programa, ¿después qué? ¿Van a Los Ángeles? Por lo menos, mientras estén aquí, sabrás dónde están y qué están haciendo, ¿no?
A Finn no le gustó la lógica de su argumento, pero la agradeció.
– Puede que sí.
Geoff asintió varias veces.
– Es mejor que estén aquí donde puedes tenerlos vigilados.
– No vivo aquí.
– ¿Dónde vives?
– En Alaska.
Geoff arrugó la nariz, como si acabara de oler excremento de perro.
– ¿Pescas o algo así?
– Piloto aviones.
Inmediatamente, al rezongón productor se le iluminó la cara.
– ¿Aviones que llevan gente? ¿Aviones de verdad?
– Sí.
– ¡Genial! Necesito un piloto. Estamos planeando un viaje a Las Vegas y empleamos vuelos comerciales para abaratar costes, pero hay otros lugares, tal vez Tahoe y San Francisco. Si alquilara un avión, ¿podrías pilotarlo?
– Puede.
– Eso te daría una razón para seguir aquí y vigilar a tus chicos.
– Hermanos.
– Bueno, qué más da. Serás personal de producción -Geoff se llevó una mano al pecho-. Tengo familia. Sé lo que es preocuparse por alguien.
Finn dudaba que a Geoff le preocupara algo o alguien más que él.
– ¿Estaría allí mientras grabáis?
– Siempre que no causes problemas. También tenemos a una chica del pueblo trabajando con nosotros -se encogió de hombros-. Denny, Darlene. Lo que sea.
– Dakota -dijo Finn secamente.
– Eso. Puedes ir con ella. Está aquí para asegurarse de que no le hacemos daño a su preciado pueblo -volteó los ojos-. Te juro que lo próximo que haga se grabará en una zona salvaje y silvestre. Los osos no van por ahí con exigencias, ¿sabes? Es mucho más sencillo que todo esto. Bueno, ¿qué me dices?
Lo que Finn quería decir era «no». No quería quedarse allí mientras filmaban su programa, quería que sus hermanos volvieran a clase y quería regresar a South Salmon para recuperar su vida, pero algo se interponía en su camino: el hecho de que sus hermanos no volverían a casa hasta que todo eso terminara. Podía elegir entre acceder o alejarse y, si se alejaba, ¿cómo podía asegurarse de que Geoff y todos los demás no engañarían a sus hermanos?
– Me quedaré. Volaré a donde quieras.
– Bien. Habla con esa tal Dakota. Ella se ocupará de ti.
Finn se preguntó qué pensaría la chica por el hecho de tener que trabajar con él.
– De todos modos, puede que a los gemelos se les expulse del programa pronto -dijo Geoff abriendo la puerta de la caravana.
– No tendré tanta suerte.
Dakota se dirigía a casa de su madre. La mañana aún era fría, con un brillante cielo azul y las montañas al este. La primavera había llegado justo a su tiempo, todos los árboles estaban cargados de hojas y narcisos, y azafranes y tulipanes flanqueaban casi todos los caminos. Aunque aún no eran las diez, había mucha gente por la calle, tanto residentes como turistas. Fool’s Gold era la clase de lugar donde era más fácil ir caminando ahí donde quisieras. Las aceras eran anchas y siempre se respetaba a los peatones.
Se giró hacia la calle en la que había crecido. Sus padres habían comprado esa casa poco después de casarse y en ella habían crecido sus seis hijos. Dakota había compartido habitación con sus dos hermanas incluso después de que sus hermanos mayores se mudaran de casa y quedaran habitaciones libres.
Habían cambiado las ventanas y el tejado hacía unos años. La pintura era color crema en lugar de verde y los árboles estaban más altos, pero aparte de eso, poco más había cambiado. Aun con sus seis hijos independizados, Denise seguía teniendo la casa.
Su madre le había dicho que pasaría gran parte de la semana trabajando en el jardín y, cómo no, al abrir el portón encontró a Denise Hendrix arrodillada sobre una alfombrilla amarilla excavando enérgicamente. Había restos de plantas esparcidas por el césped junto a las camas de flores. La mujer llevaba vaqueros, una chaqueta de capucha sobre una camiseta rosa y un gran sombrero de paja.
– Hola, mamá.
Denise alzó la mirada y sonrió.
– Hola, cariño. ¿Habíamos quedado?
– No. Pasaba por aquí.
– ¡Ah, bien! -su madre se levantó y se estiró-. No lo entiendo. El otoño pasado limpié el jardín. ¿Por qué tengo que limpiarlo otra vez en primavera? ¿Qué hacen mis plantas durante todo el invierno? ¿Cómo se puede estropear todo tan deprisa?
Dakota abrazó a su madre y le dio un beso en la mejilla.
– Estás hablando con la persona equivocada. No se me da bien la jardinería.
– A ninguno se os da bien. Está claro que he fracasado como madre -dijo suspirando con actitud teatrera.
Denise se había casado con Ralph Hendrix siendo muy joven; el suyo había sido un amor a primera vista, seguido por una rápida boda. Había tenido tres hijos en cinco años seguidos por las trillizas. Dakota recordaba una casa abarrotada y repleta de risas. Siempre habían estado muy unidos, y aún más tras la muerte de su padre hacía ya casi once años.
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