Maldición, deseó poder negar sus palabras. Deseó poder transferir sus sentimientos por Cassie a Delia, una mujer de su clase con quién podría compartir el futuro. Por desgracia, su amor por Cassie lo llevaba en la sangre. Desde siempre. Él lo sabía, y Delia lo sabía. No la deshonraría diciéndole algo menos que la verdad.

– Nunca he querido herirte, Delia.

Ella se encogió de hombros.

– Me he herido yo sola. Pero ha llegado la hora de que reaccione. Me voy, Ethan. Me voy de Blue Seas y de St. Ives. He pensado en quedarme con mi hermana en Dorset. Hace unos meses tuvo gemelos y le irá bien mi ayuda -Entrelazó las manos y algo parecido a una combinación de confusión, compasión y rabia apareció en sus ojos- Sabes que tus sentimientos por ella son inútiles. Las damas importantes no se relacionan con gente como nosotros.

Un músculo se movió en la mandíbula de Ethan.

– Lo sé.

– Bien, tus sentimientos por ella no te mantendrán caliente por la noche. No más de lo que me mantendrán caliente a mí mis sentimientos por ti. Y estoy cansada de tener frío. Y de estar sola. Echo de menos tener un marido. Quiero compartir mi vida con alguien. Te deseo suerte, Ethan. Espero que encuentres la felicidad. Y el amor.

Él se quedó inmóvil, clavado en el sitio, observando cómo se alejaba. Una parte de él quería seguirla, rogarle que se quedara, decirle que intentaría olvidar a Cassie, al menos lo suficiente como para intentar crear una vida con alguien más. Pero otra parte sabía que no pasaría. Los últimos diez años -y la última noche- lo demostraban.

Sintiéndose como si le hubieran golpeado con unos puños como yunques, clavó los ojos en la entrada vacía por la que Delia se había ido. No debía de haber sido fácil para ella haberse enfrentado así a él y decirle que le quería, sobre todo sabiendo que sus sentimientos no eran correspondidos. Había demostrado un coraje que él nunca había tenido. Nunca había admitido sus sentimientos hacia Cassie. Nunca le había dicho que la amaba.

Se quedó helado, luego, cuando por fin comprendió, se pasó despacio las manos por el pelo. Ayer mismo había estado dispuesto a apartar el pasado y a hablar del futuro con Delia. Había estado dispuesto a confesarle sus sentimientos de amistad y respeto, y dejar que decidiera si lo poco que tenía que ofrecer era suficiente. Si estaba dispuesto a hacer eso con Delia, ¿por qué malditos infiernos no iba a hacerlo con la mujer que había amado durante toda la vida?

Quiero compartir mi vida con alguien. Las palabras de Delia hacían eco en su mente. Maldición, él también quería compartir su vida con alguien. Y ese alguien era Cassie. No tenía nada que ofrecerle, excepto a sí mismo. No había ni títulos ni tierras. Pero por Dios, estaba condenadamente seguro de que nunca la lastimaría. Y aún más, él podía ofrecerle algo que el bastardo de Westmore no le había dado.

Su amor. Su corazón. Y su alma.

Tal vez ella se limitaría a mirarle con amabilidad. O peor, con lástima. Pero quizá para una mujer que había pasado los últimos diez vacíos años infeliz, sola y sin amor, lo poco que él podía ofrecerle fuera bastante. Y si no lo era, al menos Cassie sabría que la amaban. Y por Dios, que merecía saberlo.

Estaba seguro de que le rechazaría, pero era un riesgo que tenía que correr. Tal como estaban las cosas, ella estaba fuera de su vida, así que no tenía absolutamente nada que perder declarándose. Y tal vez, sólo tal vez, lo poco que tenía fuera suficiente.

Al menos podía dejar que ella decidiera.


Cassandra estaba sentada en el salón de Gateshead Manor, intentando concentrarse en la conversación que mantenían sus padres y que iba de un tema a otro, pero su mente deambulaba lejos. Por fortuna su madre había empezado una de sus prolijas explicaciones de un musical nuevo al que habían asistido, lo que no requería más que alguna que otra inclinación de cabeza por parte de Cassandra.

Fue bebiendo el té, usando la delicada taza de porcelana china como un escudo para ocultar su tristeza, aunque probablemente el esfuerzo era inútil, ya que incluso dudaba de que sus padres notaran si ella hiciera lo que estaba deseando, subirse de un salto a la mesa y gritar, ¡soy muy desgraciada!

Hmm… aunque decidió que no era del todo exacto. Lo notarían. Y luego su madre diría, No eres nada de eso, y no escucharé más tonterías. Y su padre negaría con la cabeza y diría, No serías desgraciada -ninguno de nosotros lo sería- si hubieras cooperado y hubieras sido un niño.

De acuerdo, no podría discutírselo. Si hubiera nacido niño, desde luego no tendría el corazón roto por Ethan.

Ethan… Dios santo, creía que había conocido el dolor, el vacío y la soledad durante los últimos diez años. Qué irónico era que esos años resultaran sólo una práctica para el futuro. Nada de lo que había sufrido en manos de Westmore podía compararse con el dolor desgarrador de dejar a Ethan, un dolor que la oprimía con tanta fuerza que incluso le dolía el respirar.

Había querido saber lo que era estar con él, besarle, hacerle el amor, y ahora lo sabía. Era todo lo que había soñado. Y todo lo que se le había negado en su matrimonio. Todo lo que siempre había querido, la pasión, la risa, la gentileza. Él le había dado todas esas cosas en una noche mágica. Una noche mágica que no cambiaría por nada del mundo. Pero una que haría que todas las noches siguientes estuvieran vacías.

Bebió otro sorbo de té y cerró los ojos, y de inmediato un desfile de imágenes pasó como un relámpago por su mente. De Ethan sonriéndole. Alimentándola con una fresa. Mirándola con un ardiente deseo. Inclinándose para besarla. Cubriéndola.

Él había querido conseguir que su única noche juntos fuera perfecta y lo había hecho. Con tanto éxito que había perdido la esperanza de poder llegar a cerrar los ojos alguna vez y no verle. De que alguna vez pudiera respirar sin que le doliera el lugar vacío de su pecho donde solía estar el corazón. De poder volver a vivir alguna vez sin el profundo dolor de desearle tanto. De necesitarle con tanta fuerza.

De amarle con todo el corazón.

Sabía que le echaba de menos, que le amaba, pero no había comprendido o no se había dado cuenta de la profundidad inmensurable, insondable, de aquellos sentimientos hasta que lo había vuelto a ver. No había entendido que “añorar” era una tibia descripción del anhelo que ahora le retorcía el estómago y le deprimía el alma. No se había imaginado la enorme diferencia que había entre amar a alguien y quedar sorprendida por la irrefutable comprensión de que se estaba profunda, intensa y perdidamente enamorada de esa persona.

Ahora lo sabía.

Y que Dios la ayudara, ya que no creía poder olvidar jamás ese breve sabor del paraíso. Porque le añoraría con todo el corazón y toda el alma, cada día durante el resto de su vida. A Ethan. Sólo a Ethan.

Y Ethan se había ido.

Sintió la humedad de las lágrimas en los ojos y con rapidez parpadeó para apartarlas. Bajó la taza de té y deslizó la mano en el profundo bolsillo de su vestido, donde tocó con los dedos la nota que le había dejado. No puedo soportar decirte adiós.

La primera vez que había leído aquellas palabras, se le había roto el corazón porque no le vería otra vez antes de marcharse de Blue Seas. Pero después, cuando estaba sentada en el carruaje y había visto como la posada iba desapareciendo en la distancia, comprendió que él había hecho lo correcto. Tampoco ella hubiera podido decirle adiós. No habría sido capaz de obligar a sus piernas a caminar hacia el carruaje que, con cada vuelta de sus ruedas, le llevaría lejos de él. Y tenía que irse.

¿O no?

Frunció el ceño. Por supuesto que tenía que irse. Su sitio estaba aquí. En Gateshead Manor.

¿Verdad?

Frunció aún más el ceño, y con la mirada recorrió la lujosa sala, maravillosamente amueblada. Había crecido aquí entre el rico mobiliario y la multitud de criados, disfrutando de las comodidades que le proporcionaba la riqueza de su familia. Aunque la casa en particular, no era lo que más había amado. Su parte favorita de la finca había sido siempre las enormes tierras. Que había explorado con Ethan. Y las cuadras. Donde había pasado el tiempo con Ethan.

– ¿No estás de acuerdo, Cassandra?

La imperiosa pregunta de su madre interrumpió su ensueño, y con un esfuerzo se concentró en lo que decía.

– ¿De acuerdo?

Su madre frunció los labios en una muestra de disgusto que Cassandra recordaba muy bien. En las tres horas que habían pasado desde su llegada a Gateshead Manor, ya le habían dirigido esa mirada varias veces.

– Que cuando lord y lady Thornton vengan de visita la próxima semana, sería aceptable organizar una pequeña velada musical en su honor.

– Claro, si eso es lo que deseas. ¿Por qué no iba a ser aceptable?

– Por ti, por supuesto -Le echó una intencionada mirada al vestido negro de Cassandra-. Por tu periodo de luto.

Cassandra tuvo que apretar los labios para contener una amarga carcajada.

– No me ofenderé en lo más mínimo, madre.

– Maldito periodo de luto -dijo su padre con brusquedad-. Una molestia inoportuna, eso es lo que es -Miró a Cassandra con los ojos entrecerrados en los que brillaba una luz helada, una mirada que nunca había fallado en dejarla congelada en el sitio como a una niña pequeña. Los ojos azul claro le hacían pensar en pequeños trozos de hielo-. Maldito Westmore por ser tan desconsiderado y no dejarte nada, aunque por supuesto el hombre tenía sus motivos -No llegó a pronunciar las palabras porque no le diste un heredero, pero por el modo en que impregnaron el aire, no necesitaba decirlas-. Pero todo será como debe ser tan pronto como acabes tu periodo de luto. Ya lo he arreglado.

– ¿Arreglado? ¿El qué?

– Tu próximo matrimonio.

Un silencio ensordecedor llenó la sala. Un silencio que parecía absorber todo el aire. Durante varios segundos Cassandra no pudo hacer nada más que mirar a su padre. Seguro que le había oído mal. Tuvo que tragar dos veces para encontrar la voz.

– Perdona, me ha perecido que decías “tu próximo matrimonio”

– Y eso es exactamente lo que he dicho. El duque de Atterly ha expresado su interés. Hace poco compré una finca en Kent que él codicia. A cambio, ha acordado fijar una buena suma para ti y un precioso trozo de tierra en Surrey para mí. Su primera esposa, que descanse en paz, le dio tres hijos, así que gracias a Dios el que seas estéril no es un impedimento. El único problema posible es ese fastidioso periodo de luto. Debido a la avanzada edad del duque, verse forzado a esperar los siguientes diez meses es una mala jugada. Esperemos que no muera antes de que se haya consumado el matrimonio.

La ola de estupefacta incredulidad que atravesó a Cassandra casi la ahogó y tuvo que luchar para tranquilizarse y evitar que el siguiente sonido que pronunciara no fuera una risa, o un sollozo, o un grito. O una combinación de los tres. Miró a su madre que asintió.

– Eres afortunada, Cassandra. Es un excelente partido.

Con el estómago revuelto volvió a mirar a su padre. Después de carraspear, dijo con cautela, pronunciando cada palabra con mucha claridad para que no hubiera ningún malentendido.

– Me temo que has cometido un error. No tengo la menor intención de volver a casarme.

Los ojos de su padre cambiaron de helados a glaciales.

– Tus intenciones no importan, hija. Te casarás con Atterly en el mismo momento en que acabe el periodo de luto, suponiendo que siga todavía vivo. Si muere antes, lord Templeton, cuya primera esposa también le dio hijos, es mi segunda elección.

Cassandra se apretó el estómago con las manos en un vano intento de calmar los nervios. Luego levantó la barbilla y se enfrentó a la mirada furiosa de su padre.

– No me casaré con ningún aristócrata.

Las mejillas de su padre se volvieron del color carmesí y se le entrecerraron aún más los ojos.

– Harás lo que te digo. Los arreglos ya han sido hechos.

– Pues tendrás que deshacerlos.

– No haré nada por el estilo -Se levantó y cruzó la pequeña distancia que había entre ellos en dos furiosas zancadas, luego la miró con el ceño fruncido-. Un arreglo entre tú y Atterly es más de lo que te mereces. Serás una duquesa.

Cassandra se puso a temblar por dentro, no por miedo, sino por asco, por una helada furia. Poco a poco se puso en pie e hizo frente a su padre, juntando con fuerza las rodillas para que no notara sus temblores.

– Gracias al último matrimonio que concertaste para mí, ya soy condesa, un título que no me ha dado ni un momento de felicidad.

– ¿Felicidad? -La palabra brotó violentamente de su padre en un incrédulo grito-. Esto no tiene nada que ver con la felicidad.