Sólo Tú
Título original: Only You
Capítulo 1
– ¡Pare el coche! -exigió Cassandra Heywood, condesa de Westmore, golpeando el techo del carruaje con el puño para atraer la atención del conductor.
– ¿Qué le pasa, milady? -preguntó Sophie, con su bonita cara nublada de preocupación-. Está pálida. ¿Se encuentra indispuesta?
El coche se detuvo y oyó al señor Watley, el cochero, bajar del pescante.
– Estoy… -Aterrorizada. Insegura. Dios santo, ¿estoy cometiendo un terrible error?-… un poco perturbada -Reprimió un gemido ante una expresión tan comedida.
El señor Watley abrió la puerta, y una ráfaga de aire fresco que olía a mar entró en el cálido interior.
– ¿Hay algún problema?
– Lady Westmore no se encuentra muy bien -dijo Sophie- ¿Falta mucho para llegar?
– La posada Blue Seas está a menos de dos kilómetros -informó el señor Watley.
Menos de dos kilómetros. Los dedos enguantados de Cassandra se cerraron con fuerza sobre la gabardina negra de luto que llevaba.
– Quizá no deberíamos detenernos en la posada -dijo el señor Watley con el ceño fruncido en su cara curtida por la vida a la intemperie.
Precisamente, las mismas palabras que no dejaban de darle vueltas en la cabeza desde que esa misma mañana habían subido al coche para la última etapa del arduo viaje de tres semanas a Cornwall.
– Gateshead Manor está sólo a dos horas de camino -continuó él-. Sé que pensaba pasar la noche en Blue Seas, pero si se encuentra mal, puede que fuera mejor seguir y llegar a casa.
No era la enfermedad lo que hacía que tuviera un nudo en el estómago, pero no podía negar que tal vez lo mejor sería seguir. Cobarde, se burló una voz en su interior. En efecto, lo era. Pero no quería serlo. Ya no más. Aunque los viejos hábitos eran muy difíciles de erradicar.
– Creo… que lo que necesito es un poco de aire -murmuró ella. Aceptó la enorme y callosa mano del señor Watley y salió del coche. La cálida y brillante luz del sol y el aire fresco la reconfortaron y se estiró. Le dolían los músculos y le palpitaban las sienes por los interminables baches del camino, que las hacían saltar en los asientos de cuero, y el monótono traqueteo de las ruedas.
Se alejó varios metros, mirando por encima de los setos que bordeaban el estrecho camino de tierra y respiró profundamente, encantada con la vista. La asombrosa luminosidad de la bahía de St. Ives le dio la bienvenida. Una extensión azul que se fundía en el horizonte con el brillante índigo del Atlántico. Las gaviotas descendían sobrevolando las dunas de arena, y pasaban casi rozando las olas de crestas blancas. Los rayos dorados del sol de las primeras horas de la tarde brillaban sobre los barcos que se balanceaban cerca de la orilla esperando que los hombres sacaran las redes llenas de sardinas y que izaran las langosteras.
Cassandra respiró lenta y profundamente y cerró los ojos durante unos instantes, disfrutando del olor a sal que perfumaba la brisa veraniega. La nostalgia le hizo un nudo en la garganta, y por primera vez en diez largos años, la profunda añoranza por su amado Cornwall se suavizó un poco. Gateshead Manor en Land’s End, la casa de su infancia que no había visto durante una década, estaba sólo a dos horas de camino. Un lugar al que ansiaba y temía volver. Un lugar lleno de recuerdos, en el que pasó algunos de sus días más felices, y algunos de los más desgraciados.
El lugar en el que se vería obligada a hacer frente a un incierto futuro.
Aunque no importaba lo incierto que fuera su futuro, no podía ser peor que el pasado que había dejado atrás hacía tres semanas, cuando se escapó de la pesadilla en que se había convertido su vida.
¿Debería seguir y llegar hoy a Land’s End? Había planeado pasar la noche aquí, en St. Ives, pero ahora que había llegado el momento, empezaba a tener dudas. El buen juicio, el sentido común le advertían que detenerse aquí era innecesario. Temerario. Equivocado. Muy impropio. E incluso podría llegar a ser peligroso. Le advertían que el pasado no podía recuperarse. Y a pesar de todas esas advertencias, su corazón… su corazón se negaba a escuchar.
Y entonces la única pregunta que la había obsesionado durante las tres semanas de viaje volvió a susurrar en su mente: ¿estará él en la posada?
Alzó la cara para que le dieran los rayos de sol y cerró los ojos con fuerza. Sólo hay una manera de saberlo, Cassandra.
Abriendo los ojos, miró más allá del mar y dejó que los recuerdos fluyeran. Recuerdos que, después de varios minutos, disiparon sus dudas, dejando clara su elección. Durante años habían decidido por ella, sin tener en cuenta sus sentimientos. Ahora tenía la oportunidad de encontrar las respuestas que buscaba. Hacer por fin lo que quería. Lo que necesitaba.
Sólo Dios sabía cuándo volvería a tener otra oportunidad.
Y lo que ella quería, necesitaba, era detenerse en la posada Blue Seas.
¿Estará él allí? Y si está, ¿la recordará? Soltó un largo suspiro. Por supuesto que la recordará. Pero, ¿cómo? ¿Con cariño… o con indiferencia? Lo más probable es que no hubiera pensado en ella durante años. Sin duda tenía una esposa. Hijos. Una vida feliz, satisfactoria. Era probable que después de cinco minutos no supieran que decirse.
Pero algo dentro de ella insistía en que si dejaba escapar esta oportunidad, siempre lo lamentaría.
Y se había prometido a sí misma no poner más excusas.
Se decidió, enderezó la espalda y volvió al coche donde el señor Watley y Sophie la esperaban con expresión interrogante.
– Pasaremos la noche en la posada Blue Seas -dijo ella, orgullosa de lo segura y firme que sonaba su voz.
– Como usted desee, milady -dijo el señor Watley.
Las ayudó a ella y a Sophie a subir al carruaje y reanudaron el camino. Un cuarto de hora más tarde se detuvieron entre sacudidas. Adoptando la máscara de calma que durante años había estado usando como si fuera una segunda piel, Cassandra volvió a tender la mano al señor Watley y salió del coche.
La brillante luz del sol le dio en los ojos bajo el ala del sombrerito que llevaba, y levantó la mano para evitar la deslumbrante luz.
Dos plantas de piedra envejecida, suavizada por persianas de un suave color gris indicaban que la posada Blue Seas tenía una antigüedad de al menos cien años. Pero el edificio estaba muy bien conservado, los cristales de las ventanas brillaban de puro limpio, los sencillos macizos de flores que flanqueaban el camino de entrada florecían con una profusión de vistosos colores. Un establo, que estaba claro que era una adición bastante reciente, se erguía al lado del edificio original.
Cuando miró aquellos establos, un recuerdo le pasó como un relámpago por la mente, tan fuerte, tan vívido, que casi le cortó el aliento. Los ojos oscuros de Ethan mirándola sonrientes al compartir una broma, mientras cepillaba la yegua castaña de ella, con sus manos fuertes y firmes, aunque infinitamente suaves con el animal.
Parpadeó para apartar la imagen y desvió la mirada hacia el letrero pintado a mano que se mecía suavemente por la brisa salada. Representaba a una gaviota deslizándose sobre las espumosas olas; las alas grises del pájaro reflejaban la luz de un brillante sol. Las palabras “Posada Blue Seas” estaban escritas en color añil, el nombre perfecto para este lugar tan encantador. Debajo había un rótulo más pequeño: “Ethan Baxter, Propietario”
Se quedó con la mirada clavada en el nombre y tuvo que sujetarse los dedos para evitar acariciar aquellas palabras.
– ¿Las acompaño dentro para pedirles habitaciones, milady? -preguntó el señor Watley.
Cassandra se obligó a apartar la mirada del rótulo y se giró hacia el cochero. Su primera reacción había sido aceptar la oferta y aprovechar la excusa para no entrar sola. Pero apartó con firmeza el “sí” que se precipitaba a sus labios. Había llegado demasiado lejos para esconderse ahora detrás de alguien. Pero el nerviosismo apenas la dejó hablar.
– No, gracias -Se giró hacia Sophie-. Por favor, enséñale al señor Watley el equipaje que nos hará falta para nuestra estancia aquí.
– Sí, milady -Sophia se dio la vuelta hacia el coche y Cassandra se obligó a recorrer el camino de adoquines que llevaba a la puerta principal, con una pregunta martilleándole en la mente. ¿Estará aquí?
Ethan Baxter se limpió el sudor de la frente con un antebrazo igual de sudoroso, luego hizo rotar los doloridos hombros. Nada como una tarde limpiando el estiércol de los establos y cepillando los caballos para quedar agotado. Pero era un agotamiento bueno, uno que provenía de una actividad que le encantaba, uno que no conseguía muy a menudo desde que había contratado a Jamie Browne para dirigir la caballeriza. Pero cuando al mediodía se enteraron de que la esposa de Jamie se había puesto de parto, Ethan había enviado al joven a casa. Una sonrisa asomó a sus labios al recordar la expresión de Jamie, una combinación de temor, entusiasmo y un total y absoluto pánico. Un ramalazo de envidia atravesó a Ethan, haciendo desaparecer su diversión, resonando en el vacío que había dentro de él, vacío que añoraba lo que tenían Jamie y Sara, un matrimonio lleno de amor. Un hijo en camino. Una verdadera familia.
Se le tensó la mandíbula. Ese maldito vacío. Maldición, ya era hora de hacer algo al respecto. Y después de analizarlo en profundidad, tomó una decisión.
Ethan salió del establo a la brillante luz del sol. De inmediato se dio cuenta de que un carruaje desconocido se había detenido delante de la posada, el cochero estaba apartando un baúl del resto del equipaje y bajándolo, una doncella señalaba otro que también debía bajar. Como el coche estaba vacío, los demás ocupantes debían de estar dentro para pedir habitaciones. Y teniendo en cuenta al cochero y la criada, al menos les harían falta dos. Excelente para el negocio, lo que siempre era bienvenido. El Blue Seas tenía reputación de ser un establecimiento limpio, respetable y bien dirigido; era una distinción que se había esforzado mucho para conseguir durante los últimos cuatro años, desde la primera vez que había abierto las puertas de la posada.
Como no deseaba saludar a los clientes recién llegados oliendo a caballo y lleno de sudor, se encaminó hacia la puerta lateral de la posada, con la intención de ir inmediatamente a su cuarto y ponerse presentable. Desde luego Delia era muy capaz de ocuparse de ellos y de su comodidad. No había duda de que el ama de llaves era tan eficiente que Ethan podría marcharse de St. Ives durante un mes y no se le echaría en falta. Y no es que tuviera la menor intención de irse ni siquiera un minuto. St. Ives, Blue Seas, era su hogar, un lugar que había buscado durante mucho tiempo y que le costó mucho encontrar. Un lugar donde por fin había encontrado algo de la tranquilidad que con tanta desesperación había buscado. Y si a veces el trabajo no le dejaba agotado de cuerpo y mente lo suficiente para olvidar el pasado, al menos le daba un mínimo de paz, algo que no había encontrado en ninguna otra parte.
Claro que sospechaba que Delia notaría su ausencia si se fuera. Soltó un bufido y se pasó una mano por el pelo húmedo de sudor. ¿Sospecharlo? Maldición, estaba totalmente seguro. Durante todo el año pasado -y últimamente con más frecuencia- ella le había hecho ciertos comentarios y le miraba con una peculiar expresión, las dos cosas no le dejaban ninguna duda de que no se opondría a ser algo más para él que una empleada, que una amiga. Era una mujer atractiva y, que Dios le ayudara, había estado tentado más de una vez de dejar de fingir que no había notado sus sutiles indirectas.
Hasta ahora no había hecho caso de ellas. Delia Tildon era una viuda joven y decente que se merecía algo mejor que él. Él era mercancía estropeada, tanto por dentro como por fuera. Le gustaba y la respetaba demasiado para aprovecharse de su amable naturaleza y usarla para aplacar su soledad.
Pero últimamente… estos últimos meses la tentación de hacer justamente eso le resultaba casi abrumadora. El vacío que le devoraba parecía aún más grande en los últimos tiempos. Los recuerdos le asaltaban con tanta fuerza y rapidez que era una lucha diaria no ahogarse en ellos. Algo que nunca había dejado de molestarle. ¿Por qué diablos no podía olvidar?
Pero sin importar lo fuerte que había sido la tentación, hasta ahora había resistido. Una mujer como ella querría -y se merecía- el corazón de un hombre. Y él no tenía ninguno para dar. Proponerle algo menos que eso era injusto para los dos.
O así lo había creído hasta que había pasado los últimos días considerando que la soledad también era injusta. La idea de tener a alguien con quien compartir su vida, alguien con quien hablar, a quién escuchar, había echado raíces en su mente y a pesar de todos sus esfuerzos por arrancarlas, se negaban a moverse. No quería hacer daño a Delia, pero maldición, estaba tan condenadamente cansado de estar solo. Quizá el afecto y el respeto fuera suficiente. Suficiente para casarse. Suficiente para conseguir olvidar. O al menos podrían hacer que dejara de querer, de anhelar cosas que nunca podría tener.
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