– C.C. no me tiró al lago. Yo tenía la intención de meterme en el agua -le informó, adoptando un tono burlón y arrogante.
– ¿Con los zapatos puestos? No lo creo. Según recuerdo, él agarró el dobladillo de tu vestido con los dientes y te tiró al agua.
– Hmmm. Sin duda porque tú estabas sentado en el bote de remos en medio del lago gritando, “¡Vamos, muchacho! ¡Tráela aquí!”
Él la recorrió con la mirada, y por un instante fue el joven travieso que recordaba.
– No me acuerdo de haber hecho algo así -dijo Ethan con cara de póquer-. Me debes confundir con alguien más.
Antes de poder refutar lo que había dicho, sus dedos se rozaron, enviándole un relámpago de calor por todo el brazo. La mano se le quedó inmóvil y bajó la mirada. La enorme mano de Ethan estaba a milímetros de la suya. Siempre había admirado sus manos, tan fuertes y capaces. Estaban doradas por el sol, y las suyas en comparación eran pequeñas y blancas. Frágiles e inútiles.
El silencio se extendió entre ellos, y otra vez ella buscó algo que decir. Y cuando alzó la mirada y se encontró con sus ojos, las palabras salieron sin pensar.
– No he oído el nombre de Cassie desde la última vez que te vi. Eres la única persona que me llama así.
Una cortina pareció caer sobre su expresión.
– Perdóneme. No debería haber…
– Oh, pero por descontado que deberías. No tienes ni idea de lo maravilloso que ha sonado. Pero no sé… -Su voz se apagó y hundió la barbilla.
– No sabes ¿qué?
Cassandra respiró hondo para sacar fuerzas, después volvió a mirarle.
– No sé qué le pasó. A aquella muchacha que llamabas Cassie.
– Esa muchacha está aquí. Mimando al payaso de mi perro.
Ella lo negó.
– No la he visto en mucho tiempo. Pero me gustaría. Antes de que se pierda para siempre.
Él frunció el ceño.
– ¿Qué quieres decir?
– Sólo que… ya no soy la misma persona, Ethan. ¿Tú eres el mismo hombre que hace diez años?
Él levantó la mano y con los dedos recorrió el lado izquierdo de la cara.
– Creo que puedes ver que no lo soy.
– Me gustaría saber que sucedió, si no te importa decírmelo. Eso y todo lo demás que haya pasado en tu vida -Reuniendo valor y sin apartar la mirada de él, añadió-: Tenemos el día de hoy para pasarlo juntos. Este hermoso día de verano antes de que tenga que marcharme. Podríamos pasear por la playa y recordar los días en Gateshead Manor. Contarnos lo que ha sido de nuestras vidas en estos últimos diez años -Esbozó una tenue sonrisa-. Me encantaría ver algo más de este encantador pueblo en el que has formado tu hogar. ¿Pasarás el día conmigo, Ethan?
Durante varios segundos interminables la observó con una expresión ilegible. Luego, algo que parecía rabia, brilló en sus ojos. Con un sonido de impaciencia, él se enderezó y se apartó unos pasos, como si estuviera ansioso por poner distancia entre ellos. Luego se detuvo dándole la espalda, con los hombros muy rectos, con una tensión que casi podía verse irradiando de él.
Sintiendo un vacío en el estómago, Cassandra comprendió que había cometido un error. Estaba claro que él no tenía ningún deseo de pasar el tiempo con ella, de hablar del pasado con alguien que no veía desde hacía años. De todos modos, por algún motivo, no había esperado que rechazara su petición. Que la rechazara a ella. Era una tonta por no haberse preparado para soportar el dolor.
Le ardía la piel de vergüenza. Se enderezó con la intención de regresar a su habitación con tanta dignidad como pudiera reunir. Apenas había dado un paso, cuando él se dio la vuelta y la dejó clavada en el sitio con el resplandor sombrío de su mirada. Sin apartar los ojos fue hacia ella, y Cassandra por instinto dio unos cuantos pasos hacia atrás, hasta que sus hombros chocaron con la pared, deteniendo su retirada. Ethan continuó su avance hasta que apenas les separó medio metro.
– Tú has tenido una vida maravillosa -dijo él en voz baja e intensa-. ¿Por qué quieres saber los detalles sórdidos de la mía?
Ella se quedó helada, mirando unos ojos que ardían sin llama y con una animosidad inequívoca que no entendió. Y fue eso lo que provocó su propia rabia y resentimiento. Lo que hizo que levantara la barbilla y lo fulminara con la mirada,
– ¿Una vida maravillosa? -Un amargo sonido brotó de su garganta-. No sabes nada de mi vida desde la última vez que te vi.
En la mandíbula de Ethan se movió un músculo. Dio un paso adelante y plantó las manos en la pared, una a cada lado de su cabeza, aprisionándola. Cassandra respiró hondo y se le lleno la cabeza del aroma del hombre. Jabón y algo cálido y masculino que no sabía cómo definir, salvo que hacía que el corazón le latiera más rápido. O quizá los frenéticos latidos eran el resultado de su proximidad.
– No soy el mismo hombre de antes, Cassie -dijo él con suavidad. Su aliento casi le rozaba los labios-. Si pasamos el día juntos, no puedo garantizarte que no haga algo de lo que los dos nos arrepintamos.
– ¿Algo cómo qué?
El fuego pareció encenderse en sus ojos y la mirada descendió hasta los labios de ella. A Cassandra le hormigueó la boca bajo su escrutinio, pero antes de que fuera capaz de formar un pensamiento coherente, la besó, un beso ardiente y duro que sabía a pasión y que borró la necesidad y las ansias ocultas.
El calor la atravesó como un rayo, derritiéndola, pero con la misma rapidez con la que había empezado el beso lo terminó, levantando la cabeza y mirándola con ojos tan brillantes que parecían lanzar llamas.
Dios santo. La impresión la dejó inmovilizada. Excepto el corazón, que retumbaba con tanta fuerza que el eco le llegaba hasta los oídos. Nunca, en toda su vida, la había mirado un hombre de esa manera. Como si estuviera muerto de hambre y ella fuera un banquete. Como si quisiera devorarla. Estaba segura de que nunca había inspirado nada a su marido que hiciera que la mirara de ese modo.
– Algo así -dijo él con un ronco gruñido.
Oh. Algo así. Pero él creía que era algo de lo que se arrepentirían. Quizá el lo hiciera, pero ella no, aunque debería. ¿Pero cómo iba a lamentar experimentar algo tan atrevido y ardiente y extrañamente excitante? Sobre todo cuando hacía tanto tiempo que no sentía nada excepto vacío.
– Ha sido diferente de la otra vez -dijo él con suavidad.
Ella supo lo que quería decir y un rubor intenso le encendió las mejillas. Poco antes de su matrimonio, le había pedido a Ethan que la besara. Westmore por fin la había besado, una ocasión transcendental que había soñado que la emocionaría, pero se sintió decepcionada. Cuando le pidió a Ethan una comparación, él se había enojado y al principio la había rechazado. Pero después de insistir, él se ablando y la besó con suavidad. El contacto había durado sólo unos segundos, pero fue como si la golpeara un relámpago, algo que no había sentido con Westmore. Deseó con todas sus fuerzas que volviera a besarla, pero no tuvo suficiente valor para pedírselo. Desde luego aquella reacción tan fuerte la había dejado conmocionada. Ethan se había apartado, y luego había relajado la atmósfera con una broma, y nunca habían vuelto a mencionarlo. Dos días más tarde él se había ido, dejando atrás sólo una escueta nota.
Ahora sintió lo tenso que estaba y supo sin ninguna duda que quería volver a besarla. Y que Dios la ayudara, ella quería que lo hiciera. Igual que lo quiso diez años atrás. ¿Era posible que también él lo hubiera querido, pero que a diferencia de ahora se hubiera contenido?
Tragó y luego asintió mostrándose de acuerdo con voz temblorosa.
– Sí, ha sido diferente de la otra vez.
– ¿Todavía quieres dar ese paseo conmigo, Cassie?
El tono de voz era un desafío, retándola con los ojos a que dijera que sí. Y comprendió que él no había mentido, ya no era el mismo hombre.
Pero tampoco ella era la misma mujer.
– Sí, Ethan. Todavía quiero dar ese paseo contigo.
Capítulo 4
Con C.C. delante de ellos, Ethan caminó al lado de Cassie a lo largo del camino que conducía a la playa a través de un denso bosquecillo de árboles, e intentó con todas sus fuerzas apartar de la memoria el beso que acababan de compartir. Pero igual hubiera podido intentar empujar hacia atrás la marea con una escoba.
Una parte de él sentía una profunda irritación porque después de sólo unos minutos en su compañía se había permitido perder el control de esa manera. El que afloraran la rabia y el resentimiento hizo que se sintiera mejor. Pero la otra parte estaba misteriosamente complacida por haber dejado salir por fin los deseos tanto tiempo reprimidos. Aunque al mismo tiempo se maldecía por ello. Porque en lugar de satisfacer el deseo, el haber sentido por unos instantes su sabor sólo había agudizado el apetito. Al igual que diez años atrás.
El recuerdo del casto beso que habían compartido ese día de verano en las cuadras pasó como un relámpago por su mente, haciéndole arder, como si hubiera ocurrido sólo unos momentos antes en vez de haber pasado ya diez años. En aquel breve instante había descubierto a qué sabía ella. A gloria. Y ya no tuvo que preguntarse si sus labios eran tan exuberantes y suaves como había sospechado. Lo eran.
El que le pidiera un beso le había sobresaltado. Y enfadado, porque estaba seguro que sólo quería compararlo con el beso de su prometido. Pero al final no pudo negárselo a ella. Ni a él mismo. Y después de haber probado aquel sabor perfecto que nunca podría tener, había querido besarla otra vez incluso más de lo que quería respirar.
Y diez años más tarde, después de besarla en su propia cuadra, sentía exactamente lo mismo.
Maldición, ella tendría que haberle abofeteado. Tendría que haber salido de las cuadras indignada por el ultraje. Eso es lo que había esperado que hiciera. Y en lugar de eso le había mirado con esos malditos ojos marrones horrorizados, haciéndole sentir como un bastardo. Mientras él, de mala gana, admiraba el hecho de que ella se hubiera mantenido firme y hubiera aceptado el desafío, deseaba a la vez, por el bien de ambos, que se hubiera escabullido. Pero hubiera debido saber que no lo haría. Su Cassie nunca había sido cobarde.
Su Cassie. Palabras tontas que tenía que sacarse de la mente. Ella no era suya, nunca lo había sido y nunca lo sería. Aunque de todos modos, ahora estaba aquí, y habían sido amigos, y él estaba actuando como un maleducado. No era culpa de ella que él se hubiera enamorado y que nunca hubiera podido borrar esos sentimientos. Pero malditos infiernos, ¿cómo iba a pasar toda una tarde oyendo historias de la buena sociedad de Londres, de veladas elegantes y de su perfecto marido?
No sabes nada de mi vida desde la última vez que te vi.
Aquellas palabras habían sonado llenas de furia, aunque no pudiera imaginarse el porqué. Seguro que Westmore había adorado la tierra por donde ella pisaba. Lo más probable era que su muerte fuera la causa de su amargura.
Continuaron a lo largo del camino, y a pesar de la tensión que había entre ellos era como si los años fueran desapareciendo poco a poco. Habían explorado las tierras de Gateshead Manor en innumerables ocasiones, a veces a pie, a veces a caballo. En ocasiones hablaban, sin apenas hacer una pausa, como si el día no tuviera suficientes horas para decir todo lo que se necesitaba decirse. En otras ocasiones, como ahora, permanecían en silencio.
Por supuesto que en aquel entonces era un silencio cómodo por estar con alguien que te conocía tanto. Alguien con quién se habían compartido las esperanzas y los pensamientos más profundos. Con quién se había hablado del miedo y la desilusión. Alguien con quién se había reído y se había llorado.
La había amado desde que podía recordar, pero a los quince años después de darse cuenta de que se había enamorado, a menudo se pasaba esos silencios preguntándose lo que estaría pensando ella, fantaseando con que los pensamientos de Cassie recorrían los mismos caminos que los suyos, que él era un caballero con un título que había venido a cortejarla. Que la colmaría de joyas y vestidos y que le pediría que se casara con él. Que podría pasar todos los días de su vida con ella. Tenerla en sus brazos y besarla. Acariciarla. Hacerle el amor. Dormir a su lado. Que ella le pertenecía. Y ahora, años más tarde, se encontraba otra vez preguntándose que era lo que estaba pensando ella.
– Qué hermoso es esto.
Su suave voz le sacó con brusquedad de su ensimismamiento y se giró para mirarla. La luz del sol atravesaba la frondosa cubierta de los árboles, destellando sobre su brillante cabello. El sombrero atado con cintas le colgaba por la espalda, haciéndole recordar como siempre se quitaba lo que llevaba en la cabeza en el mismo instante en que quedaba fuera de la vista de su madre. A menudo le había contado las frecuentes advertencias de su madre acerca de permitir que le salieran pecas por el sol -o como su madre decía, que se le estropearía la piel-, pero a él siempre le habían gustado los puntitos de un dorado pálido que salpicaban su nariz.
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