Bebiéndosela con los ojos, asintió.

– Sí, muy hermoso.

– ¿Cuánto tiempo hace que vives en St. Ives?

– Cuatro años.

– ¿Y antes?

– En un montón de sitios, buscando algún lugar en el que pudiera sentirme en casa. Al final lo encontré aquí.

– ¿No te has casado nunca?

– No.

Deseó que el tono brusco de su voz la disuadiera de preguntarle por qué no, ya que no estaba preparado para admitir la verdad. Por suerte ella guardó silencio, y durante varios minutos el único sonido fue el de las hojas en lo alto susurrando y las ramitas rompiéndose bajo sus pies.

– Dices que buscabas algún lugar en el que pudieras sentirte en casa… pero Gateshead Manor era tu casa -dijo ella finalmente.

– Durante un tiempo. Pero llegó el momento de irme.

– Te fuiste de forma muy repentina -Calló por un momento y luego añadió-. Sin decir adiós.

Y fue la cosa más condenadamente dura que he hecho nunca.

– Te dejé una nota.

– Diciendo sólo que habías recibido una oferta muy beneficiosa para trabajar en otra propiedad y que querían que empezaras de inmediato.

– No había nada más que decir.

Por el rabillo del ojo vio que ella se giraba para mirarle, pero mantuvo la mirada clavada hacia delante.

– Después de todos estos años supongo que no hay ninguna razón que impida que te diga que el que te fueras de esa manera me dolió. Muchísimo.

A ti te dolió pero a mí me destruyó.

– No veo por qué. Tú ibas a dejar Cornualles en menos de dos semanas para casarte con Westmore.

– Porque eras mi amigo. Mi único amigo. Supongo que no esperaba que me abandonaras sin ni una sola explicación o un adiós salvo una nota escrita con prisas. Yo nunca te habría hecho algo así.

No se podía malinterpretar el dolor, la rabia y la confusión que impregnaban su voz.

Se sintió totalmente avergonzado. Se había odiado a sí mismo por irse de ese modo, pero no había tenido otra opción.

– Lo siento, Cassie -dijo, y Dios sabía lo cierto que era-. No fue mi intención hacerte daño.

– Seguí esperando tener noticias tuyas, pero nunca las tuve.

– No se me daba muy bien el escribir -Le inundó la culpabilidad, aunque no había mentido. Dejaba mucho que desear escribiendo. Pero sí que había escrito. Docenas de veces. Abriéndole el corazón en hojas que sabía que nunca enviaría-. La verdad es que creí que era mejor no escribir. Los mozos de cuadras no se cartean con condesas.

Su silencio le indicó que ella sabía que tenía razón. Él también lo sabía. Por desgracia, eso no hizo que los duros acontecimientos de la vida dolieran menos.

– Le pregunté a mi padre en qué propiedad habías ido a trabajar, pero no lo sabía -continuó ella.

– No se lo dije.

– ¿Por qué no?

– No me lo preguntó.

– ¿Por qué no?

– Tendrás que preguntárselo a él.

Los hombros se le tensaron al darse cuenta de que ella estaba a punto de hacerle otra pregunta, pero se salvo cuando dieron la vuelta a un recodo del camino. Ella se detuvo con una profunda inspiración ante la inesperada y espectacular vista. A él siempre le pasaba lo mismo siempre que giraba ese recodo y contemplaba el panorama.

El océano se extendía ante ellos, una alfombra azul con olas bordeadas de blanco que se precipitaban hacia la arena dorada. Los altísimos acantilados surgían del agua al final de la playa. Las rocas que sobresalían quebraban el flujo inexorable del océano que se rompía formando surtidores de agua hacia el cielo, cayendo después en forma de innumerables gotitas que absorbían la luz del sol en una explosión de los brillantes colores del arco iris. Las gaviotas gritaban, unas bajando en picado, otras elevándose hacia lo alto, y otras más planeando en la fuerte brisa como si estuvieran suspendidas en el aire.

– Oh, Ethan -susurró ella-. Es magnífico -Cerró los ojos y echó la cabeza hacia atrás. Los rayos de sol le acariciaron la hermosa cara-. Hacía tanto tiempo que no veía el mar, que no olía la sal en el aire, que no sentía el reconfortante frescor sobre la piel. Había olvidado la sensación de paz que da. Lo he echado tanto de menos. He echado de menos tantas cosas.

Abrió los ojos y en el rostro floreció una amplia sonrisa que formó unos preciosos hoyuelos en las comisuras de sus labios. Como siempre, la sonrisa le deslumbró, dejándole clavado en el sitio, yendo directa a su corazón.

– ¿No es la cosa más maravillosa que has visto jamás? -le preguntó ella riendo y abriendo los brazos para abarcar el panorama.

– Sí, es la cosa más maravillosa que he visto jamás -asintió él incapaz de apartar la vista de Cassandra.

– Quiero sentir la arena -dijo ella-. Y el agua. He de coger algunas conchas y piedras para lanzar -Entonces le agarró de la mano y se lanzó hacia adelante, arrastrándole con ella.

En Gateshead Manor le tocaba con frecuencia, cogiéndole la mano, dándole un alegre empujón, o quitándole hebras de heno del cabello y la ropa. Gestos ocasionales que él había amado y odiado a la vez por el contraste de puro placer y tensa tortura que le provocaban.

Ahora la inesperada sensación de aquella mano envuelta en la suya hizo que una ráfaga de calor le recorriera el brazo y casi tropezó. Pero se recuperó con rapidez e, incapaz de resistirse, corrió a su lado, con el aire alborotándoles el cabello y la ropa, y el sol calentándoles la piel. C.C. corría delante, levantando la arena en su loca carrera a través de la playa. El sonido de la risa de Cassie le envolvió como una suave manta. No recordaba la última vez que se había sentido tan despreocupado, pero sabía que siempre que se había sentido así, había estado con ella. Con Cassie.

Se detuvieron cerca de la orilla y al soltarle ella la mano, de inmediato echó de menos el contacto. Extendiendo los brazos, Cassandra dio una vuelta en círculo, sin aliento y riendo, con la falda de color azul oscuro arremolinándose alrededor de las piernas. Cuando se paró, los ojos le brillaban como zafiros por el esfuerzo y varios mechones de pelo rojizo le caían sobre sus mejillas ruborizadas.

Frente a ella, Ethan deseo saber pintar para capturarla en este momento, con el mar y el cielo azul adornado con nubes a su espalda, la arena dorada a sus pies y toda ella bañada por la luz dorada del sol y despeinada por la brisa.

Incapaz de detenerse, extendió la mano y apartó de la mejilla los rizos azotados por el viento. Un gesto simple y casual que a él no le pareció ni simple ni casual. Y apostaría que a ella tampoco, considerando la manera en que se quedó absolutamente quieta. Nunca había tocado una piel tan aterciopelada, y dejó pasar varios segundos antes de bajar la mano, permitiendo que la brisa entrelazara las sedosas hebras alrededor de sus dedos.

– Si has estado buscando a Cassie, está aquí mismo -dijo él con suavidad-, riéndose a la luz del sol.

Cerrando los ojos por unos instantes, ella inspiró profundamente y luego, con lentitud, asintió.

– La siento. Muy, muy dentro. Está desesperada por salir.

– Por lo que veo, ya está fuera -Algo destelló en sus ojos, algo que Ethan no pudo descifrar. Algo que le hizo preguntar-: ¿Cuáles son las otras cosas que has echado de menos, Cassie?

La luz desapareció de sus ojos y Cassandra se volvió hacia el agua, permitiendo así que pudiera observar su perfil. Guardó silencio durante tanto tiempo que se preguntó si iba a contestarle. Por fin le miró con expresión ilegible.

– He añorado caminar por la orilla, coger piedras para lanzarlas a agua. Recoger conchas y capturar cangrejos. Tener alguien con quién hablar, alguien que me escuche, alguien a quien escuchar. He añorado la risa y mirar las estrellas y construir castillos de arena. Montar a caballo al romper el alba. Compartir sueños tontos, inventar historias e improvisar picnics.

Él tenía los ojos clavados en ella. Ésas eran todas las cosas que habían hecho juntos, recuerdos que habían compartido, inmersos en una amistad inverosímil forjada por la soledad de ambos y un sorprendente número de intereses comunes. Antes de que pudiera decir una sola palabra, Cassandra le cogió una mano y la puso entre las suyas.

– A ti, Ethan -dijo con suavidad-. Te he echado de menos a ti.

Las palabras, el calor de sus suaves manos rodeando una de las suyas llena de callos le dejaron mudo. Antes de que pudiera recuperarse, ella le preguntó:

– ¿Y tú, me has echado de menos?

Malditos infiernos, si hubiera sido capaz se habría echado a reír. ¿Echarla de menos? Sólo con cada aliento. Cada latido del corazón. Cada día.

Tuvo que carraspear para que le saliera la voz.

– A veces.

A Cassandra le tembló el labio inferior, amenazando destrozarle si continuaba allí parado sin reaccionar. Y maldición, si se permitía seguir mirándola a los ojos, caería de rodillas ante ella y admitiría su amor ridículo e imposible. Y seguramente le rogaría que ella le amara a cambio.

Esa imagen casi le heló la sangre. Y esta maldita conversación de repente era demasiado intensa y personal. Obligándose a soltar un pesaroso suspiro, dijo bromeando:

– A pesar de que eras una niña terriblemente cursi.

– ¿Cursi? -protestó ella indignada, tal como él sabía que haría. Le soltó la mano y se plantó las manos en las caderas-. No es verdad. No lo era. ¿Acaso le hacía ascos a poner el cebo en el anzuelo?

– Bueno, no. Pero vaya, muy raras veces atrapabas un pez.

– Porque tú te ponías a salpicar. ¿Me daba miedo subir a los árboles?

– No, pero recuerdo que más de una vez te tuve que rescatar cuando tu vestido de niña cursi se enredaba en las ramas.

– Buff. No habría necesitado que me rescataras si me hubieras prestado un par de tus pantalones de montar como te pedí.

Probablemente no. Pero él prefería rescatarla. Sólo de pensar en ella usando su ropa casi le había detenido el corazón.

– Muy bien -concedió-. No eras una niña cursi. La verdad es que eras casi un hombre. Y me sorprende que no te saliera barba y fumaras puros.

Ella frunció la nariz.

– Muchas gracias -Entonces levantó la barbilla-. Y que conste que no hay nada malo en ser femenina.

– Sobre todo si se es chica.

– Deberías haberme prestado tus pantalones de montar.

– Tu madre se habría desmayado.

Con los ojos centelleando de alegría, Cassandra hizo un elegante gesto desdeñoso.

– Madre siempre tenía sus sales a mano, y aunque mi padre tomara un arma, tenía una puntería atroz.

No siempre. Sobresaltado se dio cuenta que se rozaba suavemente con los dedos la cicatriz de la mejilla, y bajó la mano. Apartando los recuerdos que le asaltaron, cruzó los brazos sobre el pecho y adoptó su expresión más severa.

– Las señoritas no llevan pantalones de montar. Nunca.

Ella soltó un suspiro exagerado.

– Si hubiera sabido que eras una autoridad en la materia, me habría limitado a cogerlos de tu habitación.

– Las señoritas no roban. Nunca.

– Retrogrado anticuado.

– Marimacho insolente.

Cassandra reprimió la risa.

– Me declaro culpable.

– Pues a la horca contigo.

– Primero tendrás que atraparme.

– Eso será pan comido. Vas vestida de chica -Hizo un gesto desdeñoso con los ojos señalándole la ropa.

Ella soltó una carcajada.

– Vencida por mis propios argumentos.

Sus hermosos ojos brillaban divertidos y el corazón se le disparó inundado de placer por el mero hecho de estar cerca de ella. Diez años desaparecieron y Ethan volvía a tener veinte años, cuando disfrutaba simplemente por estar en compañía de la muchacha que amaba.

Respiró hondo y percibió un sutil aroma de rosas. Y apenas pudo reprimir un gemido. No importaba en que sucia aventura se metieran, que podía implicar barro o arena, o el mar o el agua del lago, ella siempre olía como si acabara de pasear por un jardín de flores.

Malditos infiernos, ¿cuántas veces en las últimas horas de las noches de verano había estado sentado en la rosaleda de Gateshead Manor, con los ojos cerrados, aspirando el perfume que hasta hoy mismo le recordaba a ella? Tejiendo sueños inútiles, imaginando fantasías donde un mozo de cuadra se convertía en príncipe por arte de magia para cortejar a la hija de un vizconde.

La risa fue desapareciendo poco a poco de los ojos de Cassandra que recorrieron su rostro para detenerse en la cicatriz, un recordatorio contundente de lo que había logrado olvidar por un momento, que su aspecto era muy diferente ahora. Y no para mejor.

Ella extendió la mano y con las puntas de los dedos recorrió la piel devastada. Y todos y cada uno de los músculos de él se tensaron, preparándose para soportar la compasión que sabía que vería en sus ojos.

– ¿Te duele? -preguntó ella con suavidad.