Sabía que ella le había dicho la verdad, pero de alguna manera su mente no aceptaba sus palabras. ¿Cómo, cómo podía ser que alguien la lastimara? Había permanecido despierto innumerables noches agonizando de celos, imaginando a su marido haciendo el amor con ella, reclamado con ternura lo que Ethan no podría tener jamás. Nunca, ni una sola vez, se le hubiera ocurrido que no fuera feliz. Valorada y mimada. Amada y protegida. Maldición. Sólo de pensar en ese bastardo maltratándola, haciéndole daño, golpeándola… cerró con fuerza los ojos para borrar la neblina roja que le empañaba la visión.

Había matado hombres en la batalla, y aunque aquellos hombres eran sus enemigos, perdía una parte de él con cada muerte. Pero por Dios que mataría a ese bastardo de Westmore y no sentiría el más mínimo arrepentimiento. La única pena que sentía es que el bastardo ya estaba muerto, negándole el placer de acabar con su miserable vida.

Abrió los ojos y respiró hondo, luego la cogió suavemente los brazos y notó los pequeños temblores que la atravesaban.

– ¿Por qué no te fuiste?

– ¿Y adónde?

– A casa. A Gateshead Manor.

Ella negó.

– Mis padres no hubieran tolerado que abandonara a mi marido.

– Si hubieran sabido cómo te trataba…

– Lo sabían.

Otra llamarada de ultraje le traspasó.

– ¿Y no hicieron nada?

– No. Mi padre compadecía el sufrimiento de Westmore por no poder darle un hijo. En cuanto a la paliza, mi padre la definió como la aberración de un hombre que nunca antes había mostrado tendencias violentas y que sólo había perdido el control al enfrentarse al terrible golpe de estar atado a una mujer inútil y estéril.

Una imagen del padre de Cassie surgió amenazadora en la mente de Ethan. Maldito bastardo. Ya le había desagradado el hombre después de la primera conversación con Cassie, cuando eran poco más que unos niños y él acababa de llegar a Gateshead Manor, donde su padre había sido contratado como jefe de las caballerizas. Él la había encontrado acurrucada en un rincón de una de las cuadras, llorando por algún comentario desagradable que su padre había hecho. Su aversión creció con los años, culminando en un profundo aborrecimiento.

– Sin duda tenías amigos…

– No. Westmore me prohibió abandonar los terrenos de la finca y no me daba dinero. El personal de la casa le era totalmente leal y no dejaban de vigilarme. Los pocos sirvientes con los que traté de hacer amistad fueron despedidos al instante. Mi único refugio eran mis paseos diarios y cabalgar -siempre acompañada por un silencioso lacayo o un mozo de cuadra- y las cartas ocasionales de mi madre. Los alrededores eran hermosos, pero no dejaba de ser una prisión.

– Y viviste así durante diez años -Ethan casi se atragantó con las palabras, con la furia que le tensaba todos y cada uno de los músculos-. Por Dios, si lo hubiera sabido…

– No hubieras podido hacer nada.

– Y un cuerno que no hubiera podido. Le habría hecho pagar por el modo en que te trataba.

– Él te habría metido en la cárcel.

– Los muertos no meten a otros hombres en la cárcel.

Cassandra abrió mucho los ojos que empezaron a brillar por las lágrimas.

– No, te habrían ahorcado por eso.

Un precio que hubiera pagado con gusto. Alzó unas manos temblorosas y le rodeó la cara con las palmas. Luchó para conseguir que la voz pasara por el nudo que tenía en la garganta.

– Cassie… todos estos años te he imaginado disfrutando de la vida. Rodeada de alegres niños. Feliz -Malditos infiernos, era lo único que le había mantenido cuerdo.

– Así es exactamente como te imaginaba yo. Ethan, fue eso lo que hizo tolerable mi vida.

Antes de que a él se le ocurriera alguna respuesta, ella continuó:

– Cuando volviste de la guerra, fuiste capaz de empezar otra vez. Al ser un hombre, puedes tomar las riendas de tu propio destino. Puedes empezar un negocio, ganar dinero. Tienes opciones. Creí que la muerte de Westmore me daba la libertad, pero enseguida comprobé que me equivocaba. No me dejó nada. Su hermano heredó el título y se traslado a Westmore Park -Los ojos le brillaron de ira-. Mis opciones fueron quedarme y convertirme en la amante de mi cuñado, o marcharme. Como no tengo dinero y ningún otro sitio donde ir, vuelvo a casa de mis padres. Mi padre me comunicó que podía venir.

Ella levantó las manos y las puso alrededor de sus muñecas.

– Mi madre mencionó en una carta que recibí justo después de la muerte de Westmore, que había oído que habías comprado un establecimiento llamado la Posada Blue Seas. Cuando tomé la decisión de volver a Cornualles, juré que me detendría aquí. Para verte. Al querido amigo al que tanto he echado de menos.

Una lágrima solitaria se deslizó por su mejilla, impactándole. Había docenas de cosas que quería decir, pero el dolor y la rabia por todo lo que ella había sufrido le cerraron la garganta. En lugar de hablar la abrazó e intentó absorber todo el dolor que Cassie había soportado. Ella le rodeó con los brazos, apretándole con fuerza, enterrando la cabeza en su pecho como un animal herido en busca de calor.

Ethan siguió abrazándola, absorbiendo los estremecimientos que la hacían temblar y las lágrimas que le humedecían la camisa, cada una de ellas era como el latigazo de una fusta. Sintiéndose completamente indefenso, con la boca apoyada sobre su pelo, le susurró lo que esperaba que fueran palabras tranquilizadoras a la vez que con las manos le frotaba la espalda con suavidad.

Poco a poco los sollozos fueron disminuyendo y Cassandra alzó la cabeza. Se miraron el uno al otro y se le rompió el corazón al ver la palidez de su cara surcada de lágrimas, y los ojos, lagunas gemelas llenas de dolor rodeadas por largas pestañas humedecidas.

Manteniendo un brazo alrededor de ella, sacó un pañuelo y se lo dio. Cassie le dio las gracias con un asentimiento, y luego dijo con un susurro tembloroso mientras se secaba los ojos:

– Lo siento. No quería llorar delante de ti.

– No tienes por qué sentirlo. Y puedes llorar delante de mí siempre que quieras.

– Gracias -En sus labios apareció una trémula sonrisa-. Siempre has sido la persona más amable y paciente que he conocido.

– Porque tú eres la persona más amable y mas encantadora que he conocido. Lo supe el día que nos conocimos.

Un destello de humor iluminó sus ojos, llenándole de alivio al ver que lo peor de la tormenta emocional había pasado.

– Qué sabías tú, tenías sólo seis años y no conocías a más de diez personas.

– Conocía a más de diez -dijo él y la comisura de sus labios se curvó hacia arriba-. Recordarás que mi padre trabajó en las tierras del barón Humphrey antes de que fuéramos a Gateshead Manor. A los hijos de barón no les gustaba -Bajó la voz hasta un susurro conspirador-. Me dijeron que olía.

– A mí me gustaba como olías. Olías a… aventura.

Y ella olía a rosas, incluso a los cinco años. Un duendecillo de piernas larguiruchas, ojos enormes, el pelo con apretadas trenzas, y una nariz llena de pecas. Después de descubrirla llorando en las cuadras, se había pasado los puñitos por los ojos y le observó con esos enormes y serios ojos. Él se había preparado para aguantar otro rechazo, pero en vez de eso ella le había preguntado.

– ¿Te gustaría ser mi amigo?

No queriendo parecer demasiado ansioso, había fruncido el ceño y se había dado golpecitos en la barbilla, como si se lo estuviera pensando mucho. Finalmente se había encogido de hombros y había estado de acuerdo. Luego ella le dirigió una amplia sonrisa con hoyuelos, en la que faltaban los dos dientes frontales, le agarró la mano, y corrió, llevándole al lago de la finca, donde se sentaron y hablaron durante horas.

– Gracias por el pañuelo… -Su voz le devolvió bruscamente al presente y vio que Cassie se había quedado mirando el cuadrado de algodón que tenía en la mano.

Él bajó la mirada y se quedó inmóvil, observando como con el pulgar acariciaba despacio las iniciales de la esquina bordadas con hilo azul.

– Este pañuelo es… mío -dijo ella con suavidad-. Es el que me robó C.C. cuando era un cachorrillo.

– Sí.

– ¿Lo has conservado todos estos años?

– Sí.

– ¿Y lo llevabas en el bolsillo esta tarde?

Él alzó la mirada y vio que sus ojos estaban llenos de preguntas, preguntas que no podía evitar.

– Lo llevo en el bolsillo todas las tardes. Todos los días. Una especie de amuleto de la buena suerte, supongo.

– Me… me siento honrada, Ethan -carraspeó-. Yo también tengo mi propio amuleto de la buena suerte.

Sin dejar de mirarle, metió la mano bajo su pañoleta y sacó un fino cordón de cuero. Una piedra plana y oval de color gris de la longitud del pulgar, colgaba al final del cordón que pasaba por un agujero hecho en el borde de la piedra. Ethan la cogió, todavía conservaba el calor de la piel de ella. Y enseguida se quedó aturdido al reconocerla.

– Es la piedra para hacer saltar en el agua que te di.

Cassandra asintió.

– El día que paseamos por la playa después del entierro de tu padre. Me dijiste que esta piedra me daría el triunfo en cualquier competición de saltos en el agua.

– ¿Y la has conservado todos estos años?

– Sí, le hice un agujero y me la colgué del cuello. Cada día -Soltó un deliberado y sonoro resoplido, y repitió las palabras que él había dicho antes-. Un amuleto de la buena suerte, supongo.

El corazón pareció salirle del pecho, dando bandazos de un lado a otro, como si no importara lo anclado que estuviera en su lugar. Luego, al igual que Cassandra había repetido sus palabras, el repitió las de ella.

– Me siento honrado, Cassie.

La observó mientras ella se volvía a meter el colgante bajo el corpiño, imaginándose la piedra envuelta amorosamente por sus pechos, luego cogiendo el pañuelo se lo metió en el bolsillo.

– Gracias por abrazarme, Ethan -dijo ella-. Yo… hace mucho tiempo que nadie me abraza.

Malditos infiernos, ¿cuántas veces se le podía romper el corazón en un día? Instintivamente la rodeó con los brazos, y ella respondió del mismo modo. Y de repente fue consciente del hecho que se tocaban desde el pecho a las rodillas. Que con cada respiración la cabeza se le llenaba del sutil olor a rosas que desprendía su suave piel. Que los labios femeninos estaban a sólo unos centímetros de los suyos.

Un deseo fuerte, intenso, le golpeó tan de repente que casi cae de rodillas. Una voz en su interior le estaba advirtiendo que aunque él la hubiera avisado antes al decirle a lo que se arriesgaba si persistía en que la acompañara en su paseo, sólo un canalla se aprovecharía de su evidente vulnerabilidad. Su conciencia le exigía que la soltara y se alejara de ella. Y tendría que hacerlo, sin duda tendría que hacerlo, pero entonces ella bajó la mirada hasta su boca. Esa mirada fue como una caricia. Y se quedó fascinado mirando aquellos exuberantes labios. En sus fantasías los había besado innumerables veces. Había razones… tantas razones por las que no debería hacerlo, pero en esos momentos no podía recordar ni una sola.

Incapaz de detenerse, bajo poco a poco la cabeza, seguro que ella le detendría, le diría que se detuviese. Pero en vez de eso Cassie levantó la cara y cerró los ojos.

Como en un sueño, le acarició los labios con los suyos, un roce como un susurro que llenó de calor cada terminación nerviosa. Con el corazón latiendo con tanta fuerza que parecía romperle las costillas, la besó despacio, con suavidad, con una infinita cautela como si ella fuera un frágil tesoro, delineando los labios con suavísimos besos, siguiendo hacia las comisuras de la boca para regresar al principio. Y seguro que eso es todo lo que habría hecho, todo lo que tenía intención de hacer, pero entonces ella susurró su nombre, un sonido suave, entrecortado, ronco que le dejó sin defensas. Cassie abrió los labios y con un gemido que ahogó por completo el sonido de sus buenas intenciones convirtiéndose en polvo, Ethan profundizó el beso.

Deslizó la lengua en el dulce y sedoso calor de su boca, y todo se desvaneció excepto ella. El delicioso sabor. El delicado aroma de rosas de su piel flotando en el aire rodeándole. La sensación de sus curvas exuberantes apretadas contra él. El sonido del ronco gemido. Todo eso inundó sus sentidos, y la abrazó con más fuerza. Ella se puso de puntillas, atrayéndole, y con un gruñido la levantó del suelo, dio un paso adentrándose en las frescas sombras hasta una recodo de las rocas que los protegería del viento y de los ojos curiosos, si alguien se aventuraba a ir a la playa desierta.

Sin romper el beso, se dio la vuelta, apoyando la espalda en la roca y abrió las piernas colocándola en la uve de los muslos. Donde encajaba como si estuviera hecha para él.

Un beso profundo llevó a otro, llenándole de una abrumadora necesidad de devorarla. Y podría estar haciéndolo si ella no lo estuviera distrayendo. Retorciéndose contra él. Enredándole los dedos por el pelo. Acariciándole la lengua. Agarrándole los hombros. Como si le deseara con tanta desesperación como la deseaba él.