Y pareció tener razón, porque al día siguiente él volvió a ser el mismo. Puede que sólo se hubiese imaginado que había visto al otro Dante, al hostil, al que rechaza a los demás.

Una noche se encontraron con Mario, un viejo amigo de universidad de Dante. Ambos hombres se enfrascaron en una conversación académica y de vez en cuando se disculpaban por sus formas y la incluían en la charla. Ella se reía, sin sentirse ofendida en absoluto y fascinada con aquella nueva faceta de Dante.

Cuando éste fue a por más bebidas, Mario dijo:

– Todos pensábamos que sería por lo menos rector de Universidad. Le daba cien mil vueltas a cualquiera como erudito y escritor. Sé que le ofrecieron una plaza de profesor, pero él quería viajar.

Al día siguiente ella alegó cansancio y animó a Dante para que pasara más tiempo con Mario. El le dijo que era la mujer más agradable y comprensiva que había conocido jamás y ella se sintió culpable porque sus intenciones eran distintas.

En cuanto se quedó sola, abrió el ordenador, entró en Internet y hojeó todo lo que pudo encontrar sobre la enfermedad de Dante. Ya lo había hecho una vez, en día antes de dejar Nápoles, pero le urgía saber mucho más.


Se trata de un derrame repentino en el espacio entre el cerebro y el tejido que lo recubre: un vaso que se rompe abruptamente.

A veces existen síntomas que lo anuncian, como dolor de cabeza, dolores en los músculos faciales y visión doble. Esto puede ocurrir minutos o semanas antes del derrame definitivo.


Leyó todo lo que pudo encontrar, obligándose a entender hasta el más mínimo detalle. Necesitaba volver a leer tres archivos. Los descargó rápidamente en una carpeta a la que llamó «ZZZ» y apagó el ordenador.

Asomándose a la ventana, saludó a los dos hombres, que le señalaron un restaurante que había al final de la calle.

– Bajo enseguida -les dijo.

Mario se marchó a la mañana siguiente, pero dejó un legado en la mente de Dante. Tumbada en la playa, a Ferne le sorprendió levantar la vista y encontrarlo haciendo un crucigrama en latín.

– No es difícil siendo italiano -objetó él cuando ella le expresó su admiración-. Son idiomas muy parecidos.

– ¿Qué pone ahí? -preguntó ella, señalando a una definición.

Él se la tradujo y dijo:

– La respuesta es quam celerrime. Significa «lo antes posible».

– No creo que ahora pudiese hacer algo con celerrime estoy medio dormida.

– ¿,Has pasado mala noche?

– No, fue una noche maravillosa, gracias. Solo que no conseguí dormir.

Él se echó a reír y ella volvió a tumbarse. Dormía plácidamente cuando le llegó el sonido de su teléfono móvil.

– Te están llamando -dijo Dante, agarrando su bolsa para sacar el teléfono-. Toma.

Era un mensaje.

Nunca pensé que rechazarían la oportunidad de tu vida. La oferta sigue en pie y esta vez quiero la respuesta adecuada. Dinero, dinero, dinero. Mick.

– ¿Quién es Mick? -preguntó Dante, leyendo por encima de su hombro.

– Mi viejo y rico amante. Quiere cubrirme de diamantes y comprarme un apartamento en el West End, pero le he dicho que no.

– Ahora lo recuerdo, es tu agente, ¿verdad? Lo mencionaste en el tren la noche en que nos conocimos.

Ella intentaba parecer adormilada, pero en su interior estaba alerta y precavida. No quería que Dante le preguntase por qué había rechazado un buen trabajo, en caso de que averiguase la verdad.

– ¿Por qué está enfadado contigo? -preguntó Dante ¿Qué es lo que has rechazado?

Ella suspiró como si fuese algo demasiado aburrido como para hablar del tema.

– Quería que volviese a Londres a fotografiar otra obra con una gran estrella de cine. Otro Sandor Jayley. ¡Ni hablar!

– ¿Quién es el actor?

Ella se lo dijo y él la miró fijamente.

– ¿Y lo rechazaste? Piensa en lo que podrías haber…

– Su prometida viene con él -dijo ella, intentado parecer enfurruñada-. No podía ser vulgar y sin principios. Dante sonrió, rodeándola con el brazo.

– ¿Puedo enorgullecerme de que prefieras ser vulgar y sin principios conmigo?

– No puedo evitar que te enorgullezcas. Algunos hombres son muy engreídos.

– Yo no. No puedo creer que escogieses quedarte conmigo teniendo la oportunidad de ganar mucho dinero.

– Olvídalo -dijo ella lánguidamente-. Ya gané una fortuna con Sandor -le pasó el dedo por el torso desnudo- y ahora me apetece gastarla en… digamos, los placeres del momento -susurró las últimas palabras en tono seductor.

– ¿De veras? -dijo él, hablando con cierta dificultad. -¿La grande signorina es la que manda?

– Por supuesto. Y es muy exigente.

– Entonces, ¿estoy aquí sólo para complacerte?

– ¿Y qué otra cosa imaginabas? Espero que se me concedan todos mis caprichos.

– Aquí tienes a tu fiel esclavo.

– El primero es bañarme. Vamos al agua.

– Esperaba algo mejor.

– ¡Vaya! Qué pronto se te ha pasado lo de ser mi esclavo fiel, ¿eh? Vamos.

Se liberó de su abrazo y corrió hacia la orilla, oyendo e él la seguía. Una vez en el agua, él la agarró y la llevó más adentro, hasta que el agua les cubría hasta el pecho nadie podía ver dónde ponía las manos.

– ¿Qué crees que estás haciendo? -le desafió ella.

Sólo cumplo con mi obligación. No quisiera decepcionarte.

– Pero no puedes hacer esto en público.

– No es en público, es bajo el agua. Totalmente respetable.

– No hay nada de respetable en lo que haces -jadeó ella.

Entonces fue incapaz de seguir hablando y se limitó a aferrarse a él, clavándole las uñas en los hombros y dejándole unas marcas que le duraron días.

Cuando regresaron a la habitación, ella le pidió que le trajese algo de beber. Mientras estaba sola, escribió a Mick con manos temblorosas.

Lo siento, no puedo cambiar de idea. Estaré un tiempo fuera de la circulación.

Apagó el teléfono y lo escondió en lugar seguro, agradeciendo a la providencia que le hubiese ayudado a salir de aquel embrollo. Seguramente Mick no volvería a molestarla, pensara lo que pensase.

¡Al demonio Mick y lo que él pudiese pensar! Al demonio todo, excepto a tener a Dante otra vez en su cama quam celerrime.

CAPÍTULO 9

UNA mañana, se estaban preparando para salir cuando el teléfono. Era Gino.

Los de la película se han marchado -le contó Dante cuando hubo colgado el teléfono-. Ha habido una especie de jaleo, a Sandor le dio un ataque y en una hora se fueron todos. Ahora tenemos que vender la finca -la miró, sonriendo-. Bueno, supongo era demasiado perfecto como que durase eternamente.

Nada dura eternamente dijo Ferne, quitándole importancia.

Eso digo yo -entonces suspiró y añadió con cierta pena-: pero a veces sería estupendo que lo hiciera.

Pasaron dos días en el Palazzo Tirelli antes de volver Nápoles, donde se mudaron a un pequeño apartamento de un amigo de Dante que estaba en el extranjero.

La primera noche, fueron a cenar a Villa Rinucci. Hope anunció su llegada a la familia e invitó a todos a la casa, pero para ella lo más importante fue ver con sus propios ojos que Dante gozaba de buena salud y mejor humor.

– Me lo ha contado todo -dijo Hope a Ferne en un momento en que coincidieron solas en la cocina-. ¿De verdad feteaste a Sandor Jayley porque prefieres a Dante?

Lo habría hecho de todos modos -protestó Ferne-.No tuvo nada que ver con Dante.

– ¡Oh, venga! ¿Y qué me dices de esa gran oferta que has rechazado?

– Tenía que hacerlo, te hice una promesa. Hope, lo que tengo con Dante no es para siempre y ambos lo sabemos. Nos lo estamos pasando muy bien, pero no puede durar. Él no está enamorado de mí y yo no lo estoy de él.

Hope no respondió con palabras, pero su mirada burlona fue respuesta suficiente. Un rato después, Toni las llamó y ambas salieron al jardín con el resto.

Ferne deseó poder hablar abiertamente con Hope y decirle que era imposible que se amaran porque sencillamente no estaba dispuesta a permitirlo.

Sabía que había tenido mucha suerte. Dante era un hombre amable y considerado. Si estaba cansada, él le pedía que se acostase, la besaba con cuidado o la abrazaba hasta que se durmiese y luego se marchaba sin hacer ruido, dejándola sola.

Cuando hablaban, él la escuchaba con interés. Tenía una conversación fascinante. Bajo aquella apariencia burlona había un hombre reflexivo y educado que podría haber sido profesor de una asignatura importante.

En la cama era un amante tierno y experimentado que le proporcionaba un placer que ella jamás habría soñado posible, y la trataba como una reina. En principio ninguna mujer habría pedido más.

Pero en su interior albergaba el triste sentimiento de que todo aquello no era más que una ilusión, porque él le ocultaba la parte más importante de sí mismo. Y mientras fuese así, aquello evitaría que se enamorase perdidamente de él.

El apartamento estaba situado en la quinta planta de un bloque que dominaba la bahía de Nápoles. Desde la habitación del dormitorio se divisaba a lo lejos el Vesubio. A veces ella se despertaba y encontraba a Dante en la ventana, mirando la luna llena sobre la bahía iluminando el volcán. Una noche, él se quedó despierto hasta tarde, dejando que Ferne se acostase sola. Cuando ella se despertó, lo vio sentado junto a la ventana, y él no le dijo nada, sino que tendió el brazo para que se acercase y se le uniese.

– ¿Recuerdas cuando contemplamos esta misma vista juntos? -le dijo él en voz baja.

– Sí, y me dijiste que una vez oíste rugir el volcán y que deseabas oírlo otra vez -contestó ella-. No hay modo de capar de él, ¿verdad? Mientras estés en Nápoles, él siempre estará ahí.

– Crees que te has acostumbrado a él -murmuró él-. Lo conoces en todas sus facetas, pero aun así, puede sorprenderte.

Ella lo observó, preguntándose qué diría a continuación. Había estado de un humor extraño en los últimos dos días, más callado que de costumbre. No parecía triste enfermo, sino un poco pensativo. A veces ella levantaba la vista y se lo encontraba mirándola perplejo, como si algo le desconcertase. Al encontrarse con la mirada de Ferne, sonreía y apartaba la vista.

– ¿Qué has estado dando por sentado? -le preguntó ella entonces.

– Puede que todo. Crees que sabes cómo son las cosas, pero de repente todo cambia. No eres el mismo hombre que eras antes… quienquiera que éste fuese -rió fugaz y nerviosamente, como si no estuviese seguro de sí mismo-. Estoy diciendo tonterías, ¿verdad?

– Ajá, pero sigue, suena bien.

Sí, las tonterías pueden llegar a impresionar, eso es algo que aprendí hace mucho tiempo. Incluso pueden llegar a impresionarte a ti mismo durante un tiempo. Pero… entonces ruge el volcán y te recuerda cosas que siempre has sabido y que quizá desearas no saber.

Ferne contuvo la respiración. ¿Iría Dante a contarle por fin la verdad sobre sí mismo y a dejar que se acercara por fin a él?

– ¿Tienes miedo al volcán? -susurró ella-. Quiero decir, al que se alberga en el interior.

– Sí, aunque sólo lo reconocería ante ti. Creo que a ti podría contarte cualquier cosa y que eso estaría bien. Necesito dejar de tener miedo -y añadió con añoranza-: ¿llegará ese momento?

– Supongo que depende de lo mucho que lo desees -se aventuró ella-. Si confiaras en mí…

– Confío en ti más que en nadie en toda mi vida. ¿En quién confiaría si no? -tomó sus manos entre las de él e inclinó la cabeza para besadas-. Tienes las manos pequeñas y delicadas -susurró-. Pero son fuertes, acogedoras. Cuando las tiendes, parecen contener el mundo entero.

– Yo te daría el mundo si pudiera -dijo ella. Y era peligroso decir aquello, pero las palabras salían solas de su boca-. Siempre y cuando fuese mío y estuviese en mi mano dártelo.

– Igual es así y tú no lo sabes -le acarició el rostro con ternura-. A veces creo que te conozco más que tú a ti misma. Sé lo cariñosa, sincera y valiente que eres, el gran corazón que tienes.

– No es más que una ilusión -replicó ella-, una imagen que tú has creado.

– ¿Por qué dices eso?

– Porque nadie es de la forma en que tú me ves a mí.

– ¿Por qué? ¿Porque pienso que eres perfecta?

– Lo que demuestra que no es más que una ilusión.

– No, demuestra que soy un hombre perspicaz y sensato. No discutas conmigo. Si digo que eres perfecta, es que lo eres… y lo afirmo. Sé que serías incapaz de traicionar a alguien.

Aquellas palabras, pronunciadas con tanto fervor, la hicieron sentirse mal. La certeza de que lo estaba engañando, aunque fuese con buena intención, flotaba entre ellos, envenenando el momento.

– Dante…

Él le rozó los labios con el dedo.

– No lo estropees -sus palabras sonaron como un amargo reproche.