– ¡Qué bien has debido de pasártelo a mi costa!

– ¡No lo dirás en serio! -dijo ella-. No puedes. Nunca me he reído de ti.

– Pues te habré dado lástima, lo que es peor. ¿No lo entiendes?

Ella lo entendía todo. Dante se sentía tremendamente humillado porque era consciente de lo cerca que había estado de abrirle su corazón.

– Siempre quise decírtelo -dijo ella-. Odiaba tenerte engañado. Pero odiaba más la idea de tu muerte y puede que mueras si no te haces un reconocimiento.

– ¿Qué es lo que hay que reconocer? Conozco las opciones.

– ¡Me pregunto si las conoces tanto como yo! -dijo ella enfadada-. Eres un hombre engreído, orgulloso, arrogante y testarudo, del modo más estúpido. Crees que lo sabes todo, pero la ciencia avanza muy deprisa. Si dejaras que los médicos te ayudasen, se podría hacer algo. Podrías estar sano y fuerte para el resto de tu vida.

– No sabes de lo que hablas -respondió él con aspereza-. Sé mucho más de esta dolencia de lo que tú sabrás nunca. He visto lo que le ha hecho a mi familia, las vidas que ha arruinado, y no sólo a la gente que la ha sufrido, sino también a las personas que las han visto morir. O, lo que es peor, cuando no han muerto, he visto cómo consumía las vidas de la gente que tenían que cuidarles. ¿Crees que es eso lo que quiero? Cualquier cosa sería mejor. Incluso morir.

– ¿Crees que tu muerte sería lo mejor para mí? -susurró ella.

– Puede, si eso te liberase en el caso de que cometiese el error de atarte a mí para que deseases mi muerte tanto como yo -la miró con ojos apagados-. Sólo que yo no la desearía, porque no sabría qué me estaba pasando. Todos lo sabrían menos yo. Simplemente seguiría adelante pensando que era un hombre normal, cuando más me valdría estar muerto.

Entonces la miró largamente en silencio, como si sus propias palabras lo hubiesen impresionado tanto como a ella. Cuando el silencio se hizo insoportable, Ferne dijo amargamente:

– ¿Y qué hay de lo que quiero yo? ¿Es que eso no cuenta?

– ¿Cómo puedes juzgarme cuando no conoces la realidad?

– Sé cómo sería mi realidad si murieses. Y lo sé porque te quiero.

Él la miró totalmente impresionado, pero ella buscó en vano en sus ojos algún indicio de alegría. Aquel hombre estaba muerto para el amor.

– No quería que sucediese, pero ha pasado. ¿Alguna vez pensaste en lo que me estabas haciendo? -alegó Ferne.

– Se supone que no debías enamorarte. Sin complicaciones. Íbamos a mantener una relación superficial.

– ¿Y crees que el amor es así? ¿Crees que con sólo decir «no», no tiene por qué ocurrir nada? Puede que para ti resulte fácil. Dispones las cosas tal y como tú las quieres, te dices a ti mismo que te acercarás a mí sin entregarte por completo y así es como funcionan las cosas, porque no tienes corazón. Pero yo sí lo tengo y no puedo controlarlo como tú lo haces. Te quiero, Dante, ¿lo entiendes? Te quiero, estoy profunda y totalmente enamorada de ti. No quería que pasase y me conté a mí misma las mismas estúpidas fantasías que tú: que si era sensata todo estaría bajo control. Pero el amor se me acercó sigilosamente mientras no miraba y, cuando miré, era demasiado tarde. Y ahora quiero todas las cosas que siempre juré que nunca me permitiría desear: vivir contigo y hacer el amor contigo, casarme contigo y tener hijos contigo. Bromear contigo y abrazarte mientras duermes. Nunca te lo habías planteado, ¿verdad? Y crees que no importa. Ojalá fuese tan despiadada como tú.

– Yo no soy…

– Calla y escúchame. Yo te he escuchado a ti y ahora es mi turno. Ojalá no te quisiera, porque empiezo a pensar que no te lo mereces, pero no puedo evitarlo. Así están las cosas. ¿Qué hago ahora con este amor que ninguno de los dos desea?

– Mátalo -dijo él bruscamente.

– Dime cómo.

El rostro de Dante cambió, se tornó más envejecido, más cansado, como si de pronto se enfrentase a un muro de ladrillo.

– Hay un modo -dijo él bajando la voz-. Y quizá sea el mejor, si eso logra convencerte más que cualquier otra cosa.

– Dante, ¿de qué estás hablando?

– Seré yo quien acabe con tu amor.

– Ni siquiera tú puedes hacer eso -dijo ella, intentando ignorar el miedo que crecía en su interior.

– No estés tan segura. Cuando acabe, te apartarás de mí con horror y huirás tan lejos y tan rápido como puedas. Te prometo que será así, porque pienso asegurarme. Cuando recuerdes estos días, desearás no haberme conocido jamás y me odiarás. Pero en algún momento me lo agradecerás.

Aquellas terribles palabras quedaron flotando en el aire. Ferne lo miró desesperada, buscando en vano algún indicio de relajación en su rostro.

Él miró su reloj.

– Si nos damos prisa, todavía tenemos tiempo de tomar un avión.

– ¿Adónde vamos?

– A Milán -le dedicó una sonrisa que la asustó-. Voy a mostrarte el futuro.

– No entiendo. ¿Qué hay en Milán?

– Mi tío Leo. ¿No te han hablado de él?

– Toni dijo que tenía una invalidez permanente.

– «Invalidez» no es un término que se acerque siquiera a su estado. Dicen que en su juventud era un hombre estupendo, un banquero con una inteligencia capaz de resolver cualquier problema. Las mujeres se disputaban sus atenciones. Y ahora es un hombre con la mente de un niño.

– Tus palabras son suficientes. No necesito verlo.

– Sí que lo necesitas, y lo harás.

– Dante, escucha, por favor…

– No, ya no hay tiempo para eso. Escúchame tú. Querías que te mostrase cómo acabar con tu amor y es lo que voy a hacer.

Ella intentó zafarse, pero él había posado las manos con fuerza sobre sus hombros.

– Nos vamos -le dijo.

– No puedes obligarme.

– ¿De veras lo crees? -preguntó él en voz baja.

Ninguno habló de camino al aeropuerto: no había nada que decir. Ferne se sentía sobre un enorme puente que se extendía tanto en la distancia que no podía ver el otro lado. Le llevaba a un lugar desconocido que temía visitar, pero ya no había vuelta atrás.

En el vuelo hacia Milán, ella se atrevió a preguntar: -¿En qué clase de lugar está internado?

– En una residencia. Es limpia, cómoda, agradable. Allí lo cuidan bien. A veces lo visita la familia, pero pasado un rato se descorazonan porque él no los reconoce. Le ocurre algo extraño que puede que te sea útil, y es que habla perfecto inglés. Con todo el daño que ha sufrido el resto de su cerebro, esa parte ha quedado intacta. Los médicos desconocen la razón.

En el aeropuerto tomaron un taxi hasta la residencia. Una enfermera los recibió con una sonrisa.

– Le he dicho que ha llamado para anunciar su visita. Se puso muy contento.

A Ferne aquello le resultó alentador. Igual tío Leo estaba mejor que lo que Dante imaginaba.

Los siguió a través del edificio hasta una habitación trasera donde el sol atravesaba unos grandes ventanales. Había allí un hombre arrodillado en el suelo, decorando con solemnidad un árbol de Navidad. Levantó la vista y sonrió al ver que estaban allí.

Tenía unos sesenta y muchos años, era grueso, tenía el pelo gris, los ojos brillantes y parecía simpático y agradable.

– Hola, Leo -dijo la enfermera-. Mira quién ha venido a verte.

– Te prometí que vendría -le dijo Dante en inglés-. Y he traído a una amiga.

El anciano sonrió educadamente.

– Han sido ustedes muy amables -respondió él también en inglés-, pero no puedo entretenerme mucho. Mi sobrino va a venir a verme y tengo que acabar esto -señaló el árbol y enseguida se puso a trabajar en él.

– Es su última obsesión -dijo la enfermera-. Lo decora, luego lo deshace y empieza de nuevo. Leo, no pasa nada, puedes dejarlo un momento.

– No, no, debo acabarlo antes de que llegue Dante, se lo prometí.

– Estoy aquí, tío -le dijo Dante, acercándose-. No hace falta que acabes el árbol. Está bien así.

– Pero tengo que hacerlo o Dante se sentirá decepcionado. ¿Lo conocen por casualidad?

Ferne contuvo la respiración, pero Dante ni se inmutó. Parecía acostumbrado a aquello.

– Sí, lo conozco -le dijo-. Me ha hablado mucho de ti.

– -¿Pero por qué no viene él? -Leo parecía a punto de llorar.

– Leo, mírame -Dante le hablaba con mucha suavidad-. ¿No me conoces?

– No -Leo lo miró con los ojos muy abiertos-. ¿Debería?

– Te he visitado muchas veces. Esperaba que me reconocieras.

– No -dijo él desesperado-. Nunca le he visto antes. No le conozco. ¡No le conozco!

– No te preocupes, no pasa nada.

– ¿Quién es usted? -aulló Leo-. No le conozco. Intenta confundirme. ¡Váyase! Quiero que venga Dante. ¿Dónde está Dante? ¡Me lo prometió!

Ante sus ojos horrorizados, rompió a llorar, cubriéndose el rostro con las manos y gimiendo. Dante intentó abrazarlo, pero él lo empujó violentamente y salió a trompicones de la habitación, corriendo por el césped hacia los árboles.

La enfermera hizo ademán de seguirlo, pero Dante la detuvo.

– Deje que vaya yo.

Salió corriendo detrás de Leo, alcanzándolo a la altura de los árboles.

– Ay, Dios -suspiró Ferne.

– Sí, es muy triste -dijo la enfermera-. Es un anciano muy dulce, pero se obsesiona por cosas como ese árbol y la idea no para de darle vueltas en la cabeza.

– ¿Es normal que no reconozca a su familia?

– No vienen mucho por aquí. Dante lo visita más que nadie. No debería decirle esto, pero paga la mayor parte de los gastos para su cuidado, además de tratamientos especiales.

– ¿Y cuánto tiempo lleva Leo así?

– Treinta años. Hace que uno se pregunte cómo se ve la vida desde su cabeza.

Apesadumbrada, Ferne salió al jardín y se dirigió hacia los árboles. Entendía el temor de Dante a verse reducido a aquello, compadecido por todo el mundo. Ojalá hubiese un modo de convencerle de que su amor era distinto. En su interior, estaba perdiendo la esperanza.

Los escuchó antes de verlos. Por entre los árboles se oía llorar a alguien. Enseguida se topó con los dos hombres, que se habían sentado en un tronco. Dante rodeaba a su tío con el brazo y éste lloraba en su hombro.

Miró hacia arriba al ver que se acercaba. No dijo nada. Pero sus ojos le enviaron un mensaje: «Ahora lo comprendes. Sé prudente y huye cuanto antes».

– Deja de llorar -le dijo amablemente-. Quiero presentarte a una amiga. No puedes llorar delante de una señorita, pensará que no le gustas.

El suave sonido de su voz tuvo su efecto. Leo se sonó la nariz e intentó parecer animado

– Buon giorno, signorina.

– No, no, mi amiga es inglesa -dijo Dante-. Tenemos que hablar en inglés. No sabe idiomas como tú. Se llama Ferne Edmunds.

– Buenas tardes, señorita Edmunds.

– Llámame Ferne, por favor -dijo ella-. Me alegro mucho de conocerte -buscando algo que decir, miró a su alrededor-. Este sitio es muy bonito.

– Sí, siempre me ha gustado -añadió Leo con seriedad-, cuesta mucho mantenerlo, pero ha pertenecido a mi familia durante mucho tiempo y creo que debo… debo… -se interrumpió, mirando desconcertado a su alrededor.

– No te preocupes -dijo Dante, tornándole de la mano y hablando en voz baja-. Hay personas que se ocupan de cuidarlo.

– Quería que todo estuviese preparado cuando viniese Dante -dijo Leo con tristeza-, pero no va a venir, ¿verdad?

– Leo, soy yo -dijo Dante con urgencia-. Mírame. ¿No me reconoces?

Durante un instante, Leo contempló el rostro de Dante, con una expresión entre triste y ansiosa. Ferne contuvo la respiración por ambos.

– ¿Te conozco? -preguntó Leo con tristeza pasado un momento-. A veces creo… pero él nunca viene a verme.

Ojalá lo hiciese. Una vez me dijo que era la persona que mejor me entendía y que siempre sería mi mejor amigo. Pero no viene a visitarme y estoy muy triste.

– Pero sí que vengo a verte -dijo Dante-. ¿No te acuerdas de mí?

– No -suspiró Leo-. Nunca te había visto antes. ¿Conoces a Dante?

De primeras, ella pensó que Dante no respondería. Tenía la cabeza inclinada como si en su interior se debatiera una enorme lucha que agotase todas sus fuerzas. Pero finalmente logró decir:

– Sí, lo conozco.

– Por favor, dile que venga a verme. Lo echo mucho de menos.

El rostro de Dante estaba lleno de tristeza y Ferne sufrió por él. Tenía razón: la realidad era más terrible que cualquier cosa que ella pudiese haber imaginado.

– Volvamos dentro -dijo él, ayudando a Leo a levantarse.

Regresaron en silencio atravesando el césped. Leo se había animado, como si los minutos anteriores no hubiesen existido, y cantaba alegremente por la enorme finca que creía suya.

La enfermera salió a las escaleras y sonrió a Leo. -Tenemos tus pasteles favoritos -le dijo.

– Gracias. Intentaba explicarle a este amigo mío cómo es Dante. Deja que te enseñe una foto suya.