– ¿Y por qué no me llamaste para pedirme que volviese? -preguntó ella.
– Porque pensé que no tenía nada que ofrecerte y que estabas mejor sin mí.
– Eso nunca será verdad. Quiero que estemos juntos toda la vida.
– Ojalá.:. -dijo él con añoranza.
– Amor mío, sé que lo que te estoy pidiendo es difícil, pero hazlo por mí. Por nosotros.
Sin hablar, él se arrodilló y posó la cabeza sobre ella, tocándole suavemente el vientre. Ferne lo acarició, también en silencio. No hizo falta nada más. Dante le había dado su respuesta.
Hope estaba contentísima cuando llegaron a la villa aquella noche y los recibió a ambos, sobre todo a Feme, con los brazos abiertos.
– Bienvenida a la familia -dijo-. Sí, ahora eres una Rinucci. Vas a tener un hijo Rinucci y eso te convierte en uno de nosotros.
Al día siguiente, ella se encargó de las citas para las pruebas de Dante, llamando a un contacto que tenía en el hospital. Éste se movió deprisa y a Dante lo admitieron ese mismo día para una punción lumbar y un escáner.
– Las pruebas muestran que sufrió una pequeña hemorragia no hace mucho -dijo el médico-. Ha tenido suerte y la ha superado. Pero puede que siga ahí o que tenga otra mayor en unas semanas e incluso muera.
Dante no contestó, se quedó sentado totalmente inmóvil como si ya estuviese muerto. Después de evitar aquel momento durante toda su vida, se había visto obligado a enfrentarse a él.
– ¿Y no se podría arreglar con una operación? -la voz de Ferne era casi un ruego.
– Ojalá pudiese decirle que es tan sencillo como eso -contestó el médico-. Es una operación muy difícil, con un alto índice de riesgo de defunción. Pero si entra en coma antes de operarse, el índice es incluso más alto -y añadió dirigiéndose a Dante-: lo mejor que puedes hacer es hacerlo ahora antes que las cosas se pongan peor.
Dante había estado sentado con la cabeza hundida entre las manos. Entonces levantó la vista.
– Y si sobrevivo -dijo-, ¿puede garantizarme que seré una persona normal?
El doctor negó con seriedad.
– Siempre hay riesgo de complicaciones -dijo-, ojalá pudiese ofrecerle garantías, pero no puedo.
Se marchó dejándolos solos y los dos se abrazaron en silencio.
– ¿Qué voy a hacer? -preguntó él, desesperado-. Hubo un tiempo en que no me importaba morir, pero ahora estás tú… y ella. ¿Quién iba a pensar que podría asustarme tanto tener una razón para vivir? He usado mi enfermedad como excusa para evitar responsabilidades y ahora me parece una cobardía. Toda mi vida ha sido una farsa porque no he sido capaz de enfrentarme a la realidad -la miró angustiado-. ¿De dónde sacas tu valentía? ¿No podrías cederme un poco a mí? Porque yo carezco de ella. Una parte de mí me sigue diciendo que me marche y deje que las cosas sigan su curso.
¡No! -dijo ella con vehemencia-. Te necesito a mi lado. Tienes que aprovechar todas las oportunidades que se te ofrezcan para seguir vivo.
– ¿Aunque eso me suponga acabar como Leo? Eso me asusta más que la muerte.
Ferne se apartó y lo miró a los ojos.
– Escúchame. Me has pedido que te dé valor y deberías entender que soy yo la que necesita que tú me lo des a mí.
– ¿Yo? ¿Un payaso, un oportunista?
– Sí, un payaso, porque tú y tus bromas me protegéis del resto del mundo. Necesito que te rías de mí y que me mantengas viva, que me sorprendas y conviertas el mundo en un lugar a mi medida. Me haces sentir fuerte y completa, así que ahora mismo lo que necesito es extender la mano y agarrar la tuya para protegerme a mí misma, no a ti.
Él la miró intensamente, intentando encontrar una respuesta a aquel misterio. Finalmente, pareció encontrar lo que necesitaba, porque la atrajo hacia él y descansó la cabeza en su hombro.
Haré todo lo que quieras -le dijo-. Sólo prométeme que estarás allí.
CAPÍTULO 12
EL MÉDICO hizo hincapié en que no había tiempo que perder y fijaron una cita para el día siguiente.
Pasaron la tarde en la villa, donde la familia se había reunido para desearle buena suerte a Dante. Él parecía haber recobrado su buen humor, bromeando incluso sobre la deferencia que había tenido con Ferne.
– No puedo creer que éste sea Dante -dijo ella-. No le pega nada estar de acuerdo conmigo.
– Se está convirtiendo en un esposo Rinucci -dijo Toni-. Por muy fuertes que parezcamos ante el resto de la gente, en casa sólo obedecemos órdenes.
Nadie supo cuál de las esposas murmuró: «Eso espero», pero las demás asintieron y los maridos sonrieron.
Pero él no es esposo de nadie -indicó Hope-. Quizá ya va siendo hora de que lo sea.
– Tendrás que preguntarle a Ferne -dijo Dante enseguida. Le sonrió con un atisbo de su antiguo carácter travieso-. Yo sólo hago lo que se me dice.
– Pues serías un perfecto marido -dijo ella con voz agitada.
– ¿Pero cuándo es la boda? -preguntó Hope.
– En cuanto salga del hospital -dijo Dante.
– No -dijo Hope rápidamente-. No esperes tanto. Hazlo ya.
Todos sabían lo que quería decir. Era entonces o nunca.
– ¿Y se puede organizar con tanta premura? -preguntó Ferne.
– Déjamelo a mí -dijo Hope.
Tenía contactos por todo Nápoles y a nadie le sorprendió que tras unas llamadas anunciase que al día siguiente se podía organizar una misa de emergencia. La boda sería a mediodía y Dante ingresaría en el hospital justo después.
A Ferne le preocupaba que Dante sintiese que lo empujaban a casarse y su temor se acrecentó al ver lo callado que estaba de camino a casa.
– ¿Dante?
– Calla, no hables hasta haber oído lo que tengo que decir. Espera aquí.
Entró en el dormitorio y rebuscó en un cajón, regresando poco después con dos cajitas. Dentro de una de ella había dos anillos de boda, uno grande y otro pequeño. Dentro de la otra había un anillo de compromiso de diamantes y zafiros.
– Eran de mis padres -dijo él, sacando el de compromiso-. Nunca pensé que llegaría el día en que entregaría esto a una mujer. Pero tú no eres cualquier mujer. Eres la mujer que he estado esperando todo este tiempo.
Lo deslizó en el dedo de Ferne, agachó la cabeza y lo besó. Ferne no pudo hablar. Estaba llorando.
Y éstos -dijo él, dirigiéndose a la otra caja- son los anillos que intercambiaremos el día de nuestra boda. Mis padres se querían con pasión. Él empezó a hacer locuras y ella intentaba pasar con él el mayor tiempo posible. Tenía miedo de que desapareciese sin ella. Solía culparla por ello, pero ahora lo entiendo. He llegado a comprender muchas cosas que antes se me ocultaron.
La voz le temblaba tanto que casi no pudo acabar de hablar. Agachó rápidamente la cabeza, pero no lo suficientemente deprisa como para esconder sus mejillas mojadas. Ferne lo abrazó, con fuerza, contenta de que él se sintiese libre de llorar en sus brazos y de haber llegado también a comprender muchas cosas.
Aquella noche hicieron el amor como si fuese la primera vez. Él la acarició suavemente, como con miedo a hacerle daño. Ella reaccionó con apasionada ternura y entre ellos flotó siempre el mismo pensamiento: que quizá aquélla sería la última vez. Al acabar, se abrazaron cariñosamente.
A la mañana siguiente, un abogado se presentó en la casa con varios papeles para que los firmara Dante y también algunos para Ferne.
– Están en italiano, no entiendo una palabra -dijo ella.
– Fírmalos -le dijo él-. Si acabo incapacitado, te darán poder para hacerte cargo de mis cosas.
Ella estaba un poco perpleja, ¿es que siendo su esposa eso no ocurría automáticamente? Puede que la ley italiana fuese más complicada. Firmó rápidamente y siguió con los preparativos.
No llevó un espléndido traje de novia, sino un vestido de seda melocotón que sabía que a él le gustaba. Con traje de chaqueta oscuro, Dante estaba más guapo que nunca. Ambos evitaron mirar la maleta que él iba a llevar consigo al hospital cuando acabase la boda.
Finalmente el abogado se marchó y se quedaron solos, esperando al taxi.
– Creo que ya está aquí -dijo ella, asomándose a la ventana.
– Un momento -dijo él reteniéndola-. Sólo hay una cosa más que tengo que saber antes de que sigamos adelante. Quiero casarme contigo más que nada en el mundo, pero no puedo soportar la idea de convertirme en una carga para ti. ¿Me das tu palabra de que me internarás en una residencia si acabo como el tío Leo?
– ¿Cómo iba a hacerlo? -preguntó ella, aterrada.
– No puedo casarme contigo para convertirme en una carga. Si no me das tu palabra, suspenderé la boda.
– ¿Y tu hijo?
– Acabamos de firmar unos papeles que te otorgan el control absoluto de todas mis posesiones, estemos o no casados, para tu manutención y la de nuestro hijo.
– ¿Crees que hablaba de dinero?
– No, pero tienes que saber que mis disposiciones servirán para cuidar de los dos, incluso aunque no lleguemos a casarnos.
– ¿Tengo tu palabra -preguntó él de nuevo- de que si quedo incapacitado…?
– Calla -dijo ella incapaz de soportarlo.
– No quiero que la gente sienta lástima de mí. No quiero que mi hijo crezca mirándome con desprecio. ¿Tengo tu palabra de que, si todo sale mal, me internarás? -le tomó las manos-. Júralo, o no me casaré contigo. Nada significa más para mí que tú, pero intenta comprender, amor mío. Has hecho mucho por mí y sólo te ruego una cosa más para mi tranquilidad.
– De acuerdo -dijo ella con pena-. Lo juro.
– Gracias.
La boda se celebró en la capilla del hospital. Todos los Rinucci que vivían en Nápoles estaban allí.
Toni fue quien llevó a la novia al altar. Dante la miraba de tal modo mientras se acercaba que ella se quedó sin respiración. Supo que recordaría aquella mirada toda la vida. Tomando la mano de Dante, declaró:
– Yo, Ferne, te tomo a ti, Dante, como esposo y prometo amarte y respetarte en la alegría y en las penas, en la salud y la enfermedad, todos los días de mi vida.
Ella sabía que él no estaba preparado para entender sus palabras. Sólo podía rezar pidiendo un milagro que le permitiese demostrárselas.
Luego intercambiaron los anillos y el sacerdote les preguntó si querían añadir algo. Dante asintió, tomó de la mano a Ferne y, con voz alta y clara, le dijo:
– Te ofrezco mi vida en lo que valga… que no es mucho, quizá, pero no hay parte de ella que no te pertenezca. Haz con ella lo que quieras.
A ella le llevó un momento contener las lágrimas, pero luego dijo con voz temblorosa:
– Todo lo que soy y seré te pertenece, ahora y siempre… traiga lo que nos traiga la vida.
Hizo hincapié en las últimas palabras, esperando que él las entendiese, y vio cómo él se quedaba inmóvil por un instante, mirándola inquisitivo.
En lugar de celebrar el banquete, todos acompañaron a Dante a su habitación. Había allí una botella de champán para subrayar que aquello era una fiesta, pero poco después las risas y felicitaciones se fueron apagando porque todos recordaron la razón por la que Dante estaba allí.
Uno por uno se fueron despidiendo, todos sabiendo que podía ser para siempre. Hope y Toni lo abrazaron con fuerza y luego los dejaron solos.
– Tiene que descansar -le dijo la enfermera a Dante-. Acuéstese ya y bébase esto. Le ayudará a dormir.
– Quiero quedarme con él -dijo Ferne.
– Por supuesto.
Ella lo ayudó a desvestirse y de pronto fue como si una enorme máquina hubiese asumido el control. Se había puesto en marcha y nadie podía saber cuándo se detendría.
– Me alegro de que te quedes aquí esta noche -dijo él-, porque quiero pedirte que me perdones por haber sido tan egoísta. Tenías razón cuando dijiste que no tenía que haber dejado que intimaras tanto conmigo sin decirte la verdad. Has sido la mejor experiencia de mi vida y siempre lo serás, pase lo que pase. ¿Entiendes? Pase lo que pase. Pero di que me perdonas. Necesito oírte decirlo -estaba empezando a dormirse.
– Te perdonaré si quieres, pero no hay nada que perdonar. Por favor, intenta entenderlo.
Él sonrió sin responderle. Un segundo después, cerró los ojos. Ferne apoyó la cabeza sobre la almohada que había a su lado y se quedó mirándolo hasta quedarse dormida.
Aquélla fue su noche de bodas.
Por la mañana, los camilleros vinieron para llevarlo al quirófano.
– Un momento -dijo Dante desesperadamente.
Ella se inclinó sobre él, y Dante le acarició el rostro.
– Si esta fuese la última vez… -susurró él.
Sus palabras golpearon a Ferne como un mazazo. Realmente aquélla podía ser la última vez que lo acariciaba, que le miraba a los ojos.
– No es la última vez -dijo ella-. Pase lo que pase, siempre estaremos juntos.
De pronto él se incorporó, como si buscara algo.
– Tu cámara -dijo-. La que siempre llevas contigo.
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