Pero su invitación la devolvió a la realidad v con pesar movió la cabeza.

– Me encantaría, pero esta noche tengo una clase y sesión de estudio. He de irme en aproximadamente una hora.

– Escucha, sé que te gusta disfrutar de tus trufas, pero no tardarás una hora en comerte una -comentó divertido, señalando la casa con la cabeza-. Ven. Incluso prepararé café.

Desde luego, sabía cómo tentar a una chica. Llevándose los dedos al mentón, murmuró:

– Mmmmm. Suena estupendo… salvo por una cosa.

– ¿Qué?

– Para empezar, la tontería de «una trufa». Es un detalle muy rácano para alguien que tiene una caja entera.

El sonrió.

– De acuerdo, más de una trufa. Pero eso te presentará un problema en lo relativo a compartir, ya que al parecer no dispones de nada más.

– Tienes razón. Pero… -titubeó, fallándole súbitamente el valor. «Vamos, Carlie. Lo deseas, ve por él». Respiró hondo y murmuró con su mejor ronroneo-: Pero eso no significa que no tenga nada que poder compartir.

Los ojos de él parecieron encenderse en el crepúsculo.

– ¿Oh? ¿Qué tenías en mente?

«Tú. Yo. Chocolate. Desnudos. Y no necesariamente en ese orden».

– Bueno, claro está que tendrá que ser en forma de pagaré, ya que esta noche no hay tiempo, pero pensaba que tal vez podrías disfrutar…

– ¿Disfrutar qué?

– De un masaje.

Lo cual, o al menos eso esperaba, conduciría hasta ella. Él. Ella. Chocolate. Desnudos. Y no necesariamente en ese orden.

Capítulo Cuatro

– Ponte cómoda -dijo Daniel, retirando uno de los taburetes de roble que había ante la encimera de granito verde que separaba la cocina del pequeño comedor diario-. Vuelvo enseguida. He de cambiarme la camisa.

– Perfecto -aceptó ella con una sonrisa. Fue a su dormitorio y después de cerrar la puerta, se apoyó contra el panel de madera y respiró hondo varias veces.

¿Qué diablos le pasaba? Tenía el corazón desbocado, las manos algo temblorosas y mil mariposas en el estómago. Pero ya conocía la respuesta.

Estaba nervioso. De un modo que no había experimentado, desde que invitó a salir a la chica que le gustaba siendo un adolescente. Lo que era una locura.

Apartándose de la puerta, se quitó la camiseta sucia de tierra y entró en el cuarto de baño adyacente. Después de tirar la camiseta en el cubo de la ropa sucia, se lavó las manos y se miró en el espejo. Sabía que se le daban mal las charlas intrascendentes, sociales, y cuando volviera a la cocina, tendría que entablar una, ya que no podía decirle a Carlie: «Tú simplemente come chocolate y dedícate a gemir de esa forma tan sexy, que yo escucharé y lo dejaremos en eso, ¿de acuerdo?».

Se secó las manos y regresó al dormitorio. Eligió un polo negro de la cómoda y, después de ponérselo, se pasó los dedos por el pelo y se obligó a reconocer que la perspectiva de charlar no era lo único que le perturbaba. No, estaba el ofrecimiento del masaje. La idea de tener las manos de Carlie sobre él… soltó el aire contenido. Lo mejor era no pensar en ello en ese momento. No, en ese momento tenía que encargarse del café y de la conversación. Si empezaba a pensar en que ella lo iba a tocar, volvería a quedarse sin respiración.

Volvió a respirar hondo antes de abrir la puerta. Al regresar por el pasillo, vio a Carlie de perfil sentada en el taburete, con las piernas cruzadas, los codos apoyados en la encimera y el mentón en una mano. El corazón le dio un vuelco. Se la veía preciosa. Como si su lugar fuera ése.

Al entrar en la cocina, ella sonrió.

– Tu cocina está impresionantemente limpia y ordenada. Creía que los solteros eran unos torpes.

– No puedo decir que sea un fanático del orden -recogió la cafetera y fue al fregadero-, pero he de mantener el lugar impecable o corro el riesgo de que me ataque mi agente inmobiliario. Al parecer, los platos sucios acumulados son malos para la venta de una propiedad.

– ¿Cuánto tiempo has vivido aquí?

– Ocho años. Crecí a unas horas de aquí, en Cartersville. Está a las afueras…

– De Sacramento -concluyó ella con voz sorprendida-. Yo soy de Farmington.

El añadió agua y luego colocó un filtro.

– De modo que hemos crecido a menos de veinte kilómetros el uno del otro.

– Eso parece -ella sonrió-. Seguro que nos vimos docenas de veces en el centro comercial.

– Lo dudo. Rara vez iba al centro comercial; además, habría recordado verte.

– Un amable y apreciado intento de halago, pero si me hubieras visto en el instituto, habrías salido corriendo en la otra dirección.

– He de repetir que lo dudo. Pero ¿por qué lo dices?

– Puedo describir mi aspecto con una palabra: aterradora. Pelo al estilo de La Novia de Frankenstein, aparato en los dientes… no era la clase de chica que atraía mucha atención masculina -movió las pestañas con exageración-. He mejorado con la edad.

– No hace falta que lo digas -él sonrió.

Esa sonrisa hizo que Carlie contuviera el aliento. Se fijó en las manos de Daniel. Eran bonitas. Grandes, anchas, de dedos largos. Fuertes y capaces. La imagen de ellas subiéndole por los muslos le desbocó la imaginación…

Decidió que lo mejor era volver a poner la conversación en marcha.

– ¿Por qué te mudas? -preguntó, centrando la atención en la cafetera.

– Un trabajo nuevo.

– Creía que eras autónomo. Algo relacionado con la informática, ¿no?

Él asintió.

– Desarrollo y mantengo sitios web.

Le cautivó el modo en que sus gafas se deslizaron por su nariz cuando asintió. Como aún tenía las manos ocupadas con la cafetera, y a ella le daba la impresión de no poder detenerse, alargó una mano y con suavidad volvió a colocárselas.

Él se quedó absolutamente quieto. Detrás de la montura negra, le clavó la vista. Durante varios segundos ninguno habló. Fue como si un vapor sexualmente cargado los hubiera envuelto y el corazón de Carlie latió tan fuerte que se preguntó si él lo oiría.

Al final, Daniel carraspeó.

– Gracias -dijo.

– De nada -musitó.

– No dejan de resbalar todo el tiempo. Probablemente, debería ponerme lentes de contacto…

– ¡No! -exclamó con celeridad. Él enarcó las cejas y ella tosió para ocultar la exclamación y luego añadió con más suavidad-: Quiero decir, las gafas… te sientan bien.

Él sonrió y devolvió su atención a la cafetera.

Ella esperó que terminara, admirando de paso esas manos, y luego preguntó:

– ¿Cuál es tu nuevo trabajo?

– Director del Departamento de Tecnología de la Información de Allied Computers. En Boston.

– Un cambio muy grande. ¿Y qué pasa con tu negocio de las páginas web?

– No estoy aceptando clientes nuevos, pero seguiré manteniendo los sitios que ya he diseñado. Actualizarlos no lleva tanto tiempo, al menos no como diseñarlos y construirlos, además de que me reportará unos interesantes ingresos secundarios.

Lo estudió varios segundos mientras él se dedicaba a tapar el bote de café.

– Debe de ser difícil dejar atrás esta ciudad.

Daniel alzó la cabeza y la miró sorprendido.

– ¿Lees la mente?

Le encantaría saber si en ese momento estaba en su mente.

– No. Sólo… es empatía. Apenas llevo en Austell tres meses y ya me encanta.

– Es un lugar estupendo en el que vivir -convino con voz melancólica.

– Eso creo. Estoy contenta de haber decidido trasladarme aquí.

– ¿No ibas a hacerlo?

Ella movió la cabeza.

– Mi compañera de casa se fugó con su novio después de que yo hubiera firmado el contrato y, si me hubiera echado para atrás, habría perdido tres meses de alquiler. Económicamente, la renta representa una carga, en especial con lo caros que son los libros de texto y la matrícula, pero me gustan tanto la casa y el patio, que decidí recurrir a mis ahorros y quedarme todo el año hasta terminar la carrera.

– ¿Qué estudias?

– Terapia ocupacional.

– He oído hablar de eso, pero no puedo decir que sepa qué es lo que realmente hace un terapeuta ocupacional.

– Ayudamos a personas cuyas habilidades de vida se hayan visto comprometidas por accidentes, enfermedades o defectos de nacimiento.

Rodeó la encimera y se sentó en un taburete al lado de ella.

– ¿Cómo es que te interesaste en eso?

Quizá porque parecía auténticamente interesado, comenzó a hablar, y antes de darse cuenta, le había hablado del ataque al corazón sufrido por su abuelo y de Marlene, la increíble terapeuta que había influido tanto en la calidad de vida de su abuelo.

– Después de ver la diferencia que había marcado Marlene en la recuperación del abuelo, supe la carrera que quería hacer -respiró hondo y disfrutó con el aroma a café-. Por desgracia, la facultad a la que soñaba ir era cara y el dinero estaba muy justo. De modo que en vez de empezar la universidad de inmediato, decidí sacarme una licencia de fisioterapeuta. De esa manera, podría ganar dinero para la universidad y seguir trabajando en cuanto comenzara a estudiar. Ahora voy a la universidad a tiempo parcial y trabajo media jornada en el spa del Delaford, aparte de aceptar clientes privados.

– ¿En el Delaford no les importa que hagas eso?

– No, ya que al spa sólo tienen acceso los huéspedes. Una de las razones por las que Austell es perfecta para mí. Se halla a mitad de camino del hotel y la universidad. Ya sólo me queda encontrar un modo de atraer más clientes. Ahora mismo, todo funciona por el boca a boca. No me gusta anunciarme en el periódico porque, sin importar cómo se redacte el anuncio, sigue dando la impresión de que ofrezco «otros servicios».

Él asintió despacio, mirándola. Carlie se obligó a detenerse para respirar. Después de varios segundos de silencio, durante los que continuó estudiándola, un rubor embarazoso subió por su cuello. Seguro que pensaba que era una cotorra. Con un risa nerviosa, añadió:

– Lo siento, no era mi intención hablar sin parar. Seguro que te he contado más de lo que alguna vez quisiste llegar a saber.

El movió la cabeza.

– Me gusta escucharte. Es… fácil hablar contigo. Y resulta refrescante oír que a alguien le gusta lo que hace, que su objetivo es ayudar a otras personas. Es evidente que eres apasionada acerca de lo que haces con tu vida y eso me parece encomiable. Muy admirable -alargó la mano y le rozó el dorso de la mano con un dedo-. Muy atractivo.

Esa gentil caricia encendió una tormenta de fuego bajo su piel.

– De hecho -continuó él, acariciándola lentamente otra vez-, no me has contado suficiente.

– ¿Yo… no?

– No -otra caricia pausada.

Otra explosión bajo su piel.

Se humedeció los labios súbitamente secos.

– Me encantará contarte lo que quieras saber. En especial si, mmm, sigues haciendo eso.

Daniel le tomó la mano y no dejó de acariciarla con el dedo pulgar.

– Es un placer. Tu piel es asombrosamente suave.

– Yo… gracias -luchó contra la necesidad de abanicarse con la mano libre-. ¿Había algo más sobre mí que quisieras saber? Será mejor que lo preguntes deprisa, antes de que me derrita sobre tu suelo. Me vuelven loca los masajes de manos.

– Es bueno saberlo. Y, sí, me gustaría saber cómo es que alguien como tú no tiene novio.

– ¿Alguien como yo?

– Alguien con esa piel -le alzó la mano y llevó los labios a la parte interior de la muñeca. Inhaló profundamente-. Alguien que huele tan bien. Que es inteligente y está comprometida con su trabajo -bajó la mano, sin dejar de acariciarla.

Ella tuvo que contenerse para no ponerse a ronronear.

– Rompí con mi último novio hace unos seis meses, después de dos años juntos. Luego decidí que prefería tener cachorros antes que un novio.

– Mi patio estaría en desacuerdo contigo -le guiñó un ojo para indicarle que bromeaba.

– ¿Te he mencionado lo increíblemente paciente que has sido?

– Soy un tipo encantador.

– ¿Quién lo dice…? ¿tu madre? -bromeó.

– De hecho, sí. Entonces, ¿qué pasó con como-se-llame? ¿O preferirías no hablar de él?

Se encogió de hombros.

– Me presionaba para casarnos porque estaba preparado para formar una familia… ya. Le dije que aunque llegara a casarme, querría esperar para tener hijos. Acabar mi carrera y luego ganar un par de años de experiencia laboral antes de lanzarme a la maternidad.

– Suena razonable.

– Eso creí yo. Pero él no. Después de darle más y más vueltas, me lanzó un ultimátum… casarnos y tener hijos ya o nunca. Elegí esto último.

– Debió de ser doloroso.

– Sí. También me irritó que después del tiempo que llevábamos juntos, anhelara tanto cambiarme, que no pudiera aceptarme como soy.

– ¿Te arrepientes?

– Nada. Bueno, salvo por el siguiente chico con el que salí. Duró dos horas. Acabé con él después de que me dijera que estaría realmente bien si perdiera cinco kilos. Fue ahí cuando decidí ponerle fin a mi desgraciada tendencia de encontrar hombres que quieren convertirme en alguien que no soy, y lo conseguí con los cachorros. Siempre están contentos de verme, no les importa que no tenga la complexión de un lápiz, les encanta arrebujarse contra mí y no hablan. Cualidades perfectas en un varón… no te ofendas.