Al entrar, se detuvo en seco al ver abierta la puerta pequeña para los cachorros. Debió de olvidar cerrarla mientras se duchaba. Abrió la puerta que daba al patio de atrás y encendió la luz.
La luz inundó el lugar, iluminando su pequeño césped lleno de agujeros. Las flores. La valla que separaba su patio del de Daniel.
A sus cachorros excavando para pasar por debajo.
– ¡Deteneos! -chilló, Aferrando la toalla, salió. Debieron de oírla llegar, porque dio la impresión de que redoblaban los esfuerzos.
– ¡Perros malos! ¡Parad de una vez!
Las losas del patio estaban frías bajo sus pies. Al salir a la hierba, no sólo la encontró fría, sino también húmeda. Una piedra le golpeó el empeine y se preguntó si la situación podría empeorar.
Al instante se maldijo por hacer semejante pregunta cuando los dos perros desaparecieron por debajo de la valla. Como no había una puerta entre los dos patios, iba a tener que ir dentro, llamar a Daniel y pedirle que los capturara con celeridad antes de que pudieran excavar más agujeros en el césped recién reparado.
Apretó los dientes para que no le castañetearan y corrió hacia la puerta de atrás. Y se dio cuenta de que las cosas aún podían empeorar bastante.
La puerta estaba cerrada.
Cuando llamaron a la puerta delantera de la casa de Daniel, el corazón le dio un vuelco. Frunció el ceño ante lo ridículo de la situación.
Tuvo que obligarse para no ir corriendo.
«Cálmate, sé ecuánime», musitó para sí mismo al llegar al pequeño recibidor.
Respiró hondo para calmarse y abrió. Y se quedó mirando fijamente.
A Carlie, su piel húmeda, su cabello un caos de bucles mojados. A Carlie, que sólo llevaba puesta una toalla rosa que… apenas le cubría lo básico.
Había vuelto a quedarse sin aire. Pero es que nunca había visto a una Carlie casi desnuda.
Toda la tensión acumulada a lo largo del día rompió el dique y, dando un paso al frente, la tomó en brazos y la besó.
Ella gimió, ¿o era él?, y separó los labios. Profundizó el beso y la lengua bailó con la suya. Ella le acarició el pelo y él la abrazó con fuerza, la cabeza dándole vueltas por la mezcla de sentir sus curvas, su piel húmeda y su increíble fragancia.
Cuando la necesidad de arrancarle la toalla allí mismo, en el porche, amenazó con abrumarle la sensatez, alzó la cabeza.
Ella parpadeó varias veces, y luego abrió mucho los ojos. Apoyó las manos en su pecho y dijo:
– Daniel, tenemos un problema.
– No desde donde me encuentro yo.
– Estoy tan avergonzada…
– Créeme, no tienes nada de qué avergonzarte -y como no la metiera pronto en la casa, terminarían por montar un espectáculo para los vecinos. Se apartó de ella para dejarla entrar-. Pasa.
– Gracias -cruzó el umbral mientras él cerraba. Luego lo tomó de la mano y tiró-. Deprisa -fue hacia la parte de atrás de la casa.
– Lo que tú digas -había planeado una seducción lenta, pero se consideraba flexible. Estaba más que dispuesto a darle lo que quisiera.
– Deprisa -repitió con voz jadeante y urgente, conduciéndolo a la cocina.
¿Un poco de acción en la encimera? Eso se ponía mejor por momentos. Se maldijo por no dejar un preservativo allí…
– Están fuera. Espero que no lleguemos demasiado tarde -le soltó la mano y abrió la puerta de atrás.
– ¿Están? -preguntó Daniel desconcertado-. ¿Quiénes?
Pero ella ya había desaparecido en el exterior. Su pregunta quedó respondida cuando la oyó llamar:
– M.C., G., ¿dónde estáis? Daniel, ¿puedes encender las luces, por favor?
Eso no sonaba nada bien. Obedeció de inmediato y la siguió fuera.
– Ahí estáis, diablillos -exclamó Carlie, corriendo hacia el rincón izquierdo del patio, donde dos bolas de piel, una negra y la otra marrón y blanca, excavaban con furia.
– ¡Parad al instante! -gritó sin dejar de correr.
Corriendo tras ella, Daniel observó a los cachorros detenerse y levantar las cabezas. En cuanto vieron a Carlie, dejaron de excavar. Después de una serie de ladridos felices, corrieron hacia ella moviendo los rabos. Daniel miró el agujero que habían hecho y movió la cabeza con pesar. Menos mal que le quedaba algo de tierra y césped.
Carlie se arrodilló sobre la hierba y fue objeto de una superabundancia de felicidad canina mientras los perros ladraban y la lamían.
– Lo siento tanto… -dijo, mirándolo al tiempo que estiraba el cuello para escapar de los intentos frenéticos de M.C. y G. de besarla-. Escaparon a mi patio a través de la puerta para perros mientras me encontraba en la ducha. Antes de poder atraparlos, habían pasado por debajo de la valla.
Daniel se puso en cuclillas junto a ella y de inmediato se vio asediado por un júbilo de cachorros.
– No es que me queje de tu atuendo, pero podrías haberme llamado -también él trató de evitar los besos-. Habría aguantado el fuerte hasta que te hubieras vestido.
Ella alzó a Mantequilla de Cacahuete y abrazó a la masa de pelo negro mientras él hacía lo mismo con Gelatina.
– Ésa era mi intención… hasta que descubrí que me había quedado afuera con la puerta cerrada.
Sus miradas se encontraron por encima de las cabezas de los animales y él no pudo contener una risita al ver la expresión exasperada de Carlie.
– ¿Te estás riendo? -preguntó con ojos entrecerrados.
– ¿Quién… yo? -se puso serio.
– Sí, tú.
– Diablos, no.
– Bien. Porque no es gracioso.
– Cierto -le pasó una mano por un hombro desnudo-. Tenías un poco de tierra.
– Lo que me faltaba.
– ¿Tienes copia de la llave escondida en alguna parte
– Si la tuviera, ¿crees que habría aparecido por tu casa vestida sólo con una toalla?
– No lo sé, pero la esperanza es inagotable.
– Ja, ja. Ninguna llave escondida. Y, por supuesto, todas mis ventanas están cerradas -lo miró con ojos llenos de consternación-. No es así como imaginé que iría la velada.
– ¿Oh? ¿Y qué imaginaste?
– ¿La verdad brutal?
– Absolutamente.
– Tú. Yo. Chocolate. Desnudos.
– Eso suena estupendo -¿estupendo? Se preguntó de dónde había sacado tanta afición por los eufemismos.
– Decididamente, sin cachorros -continuó Carlie-. Y yo llevando otra cosa que una toalla. Al menos para empezar.
La devoró con la mirada.
– Lo que llevas ahora me encanta.
Ella rió.
– Gracias.
Daniel se puso de pie y alargó una mano.
– Ven. Entremos antes de que te enfríes. Acomodaremos a los perros y luego llamaremos a un cerrajero. Mientras lo esperamos, podemos disfrutar de unas trufas.
Lo miró con curiosidad.
– ¿La cita sigue en pie? ¿A pesar de los perros, del agujero nuevo en tu patio y de mi toalla?
– Sí, a pesar de los perros y del agujero nuevo en mi patio, pero debido a tu toalla.
Riendo y sosteniendo a M.C., aceptó su mano y dejó que la ayudara a incorporarse. Al quedar erguida, vio que los separaban menos de treinta centímetros. Y unos cachorros súbitamente somnolientos.
Se miraron a los ojos.
– Llamar al cerrajero, ayudarme con los perros… parece que has solucionado la crisis inmediata.
– Te dije que era un experto solucionador de problemas.
– Además de eso, era un besador experto.
– Bueno… tú tampoco lo haces mal -otro eufemismo.
– Lo creas o no, por lo general no soy tan Juanita Calamidad.
– Quizá para ti aparecer en mi casa con una toalla es una calamidad, pero para mí desde luego no lo es -sonrió, la tomó de la mano y se encaminó hacia la casa. El contacto le provocó un hormigueo encendido por el brazo.
Después de cruzar el patio de ladrillos, le soltó la mano y le abrió la puerta.
– Sígueme -la condujo hacia la sala de estar. De camino, sacó una manta del armario de los abrigos. Una vez allí, extendió la manta sobre el suelo y depositó con delicadeza al cachorrito casi dormido. Gelatina bostezó con ganas y no tardó en entrar en el paraíso de los perros. Carlie dejó a Mantequilla de Cacahuete, que apoyó la cabeza en el lomo de su hermano y también se quedó dormido.
Daniel se irguió y la miró, incapaz de apartar la vista de ella. Sabía que tenía que hacer algo con un cerrajero, pero al mirarla, agitada y con el cabello revuelto y prácticamente desnuda, apenas era capaz de recordar su propio nombre.
Alargó la mano y le rozó la mejilla. Ella entrecerró los ojos. El sonido leve y jadeante, que salió de sus labios entreabiertos, tensó cada músculo del cuerpo de Daniel.
– ¿Recuerdas el «tú, yo, chocolate y desnudos» que mencionaste antes? -musitó, acariciándole la curva del cuello hasta llegar a la parte superior de la toalla.
Los ojos de ella parecieron oscurecerse.
– Absolutamente.
– ¿Eres muy quisquillosa en el orden que deben seguir?
Por respuesta, con un movimiento hizo que la toalla que la cubría se cayera.
– Bajo ningún concepto.
Capítulo Seis
De pie delante de Daniel, sin otra cosa que su mejor sonrisa seductora, vio cómo sus ojos se iluminaban por el deseo, llenándola de poder y satisfacción femeninas. No cabía duda de que a él le gustaba lo que veía.
Estaba impaciente por ver qué haría al respecto. Y como hacía seis meses que no practicaba el sexo, cuanto antes, mejor; al menos para ella.
Pero en vez de apagar ese infierno que había encendido dentro de ella, no hizo movimiento alguno para tocarla y la miró de arriba abajo. Sintió esa pausada inspección como una caricia.
Cuando sus miradas volvieron a encontrarse, él comentó con voz ronca:
– Eres como un regalo sin desenvolver -le acarició la clavícula-. Y ni siquiera es mi cumpleaños.
Antes de que ella pudiera decir algo, sus palmas bajaron para coronarle los pechos. Con los dedos pulgares le frotó los pezones, un contacto ligero que provocó un gemido y le lanzó una descarga directa de placer hasta el mismo núcleo.
– Eres hermosa -susurró con voz ronca.
Una vez más, él le robó las palabras cuando bajó la cabeza y se llevó un pezón al calor satinado de su boca. Con un jadeo, ella echó la cabeza para atrás y se apoyó en sus hombros.
Mientras sus labios y lengua lamían la piel sensible, sus manos bajaron, y una le acarició el abdomen mientras la otra la sujetaba por el trasero. Deslizó los dedos entre los muslos y Carlie abrió más las piernas.
Su prolongado «ooooohhhh» de placer llenó el aire, mientras él la provocaba con un movimiento suave y circular que le debilitó las rodillas. Ella metió los dedos en el pelo sedoso y tupido de Daniel, y luego por debajo del polo para acariciarle la espalda. Tenía la piel caliente y suave y desesperadamente quiso y necesitó sentir más de él. Todo él.
Pero en vez de acelerar las cosas, Daniel continuó atormentándola con su ritmo pausado. Subió los labios para explorarle el cuello y la delicada piel detrás de las orejas. Bajando las manos por su muslo, le alzó la pierna y, con un gemido, Carlie enganchó la pantorrilla en la cadera de él. Los dedos expertos continuaron con su enloquecedora misión de excitarla, introduciéndose en ella y acariciándola despacio. Ella intentó mantener el placer, no caer al abismo, pero el ataque a sus sentidos fue implacable. El orgasmo palpitó por todo su cuerpo, arrancándole un grito que concluyó en un hondo suspiro de saciada satisfacción.
En cuanto los temblores menguaron, él la alzó en sus brazos fuertes. Avanzó rápidamente por el pasillo y ella enterró la cara en su cuello y le mordisqueó la piel.
El gemido ronco vibró a través de sus dientes.
– Como mantengas eso, no llegaremos al dormitorio.
– Yo no he llegado, por si no lo has notado.
– Créeme, lo he notado. Si se me hubiera ocurrido meter un preservativo en mi bolsillo, no habrías salido de la sala de estar.
– Si no me llevaras en brazos, tampoco habría salido. Siento las rodillas flojas, como globos desinflados… condición por la que te doy las gracias, a propósito.
– El placer ha sido todo mío.
– De hecho, no lo ha sido, pero estoy ansiosa por devolverte el favor.
– Eso me convierte en un hombre afortunado.
– Créeme, vas a recibir toda case de suertes.
Segundos más tarde, la depositaba en la cama con suavidad. De pie junto al borde, mirándola con una expresión llena de fuego, estaba a punto de quitarse el polo cuando ella se puso de rodillas y le detuvo las manos.
– No tan deprisa -le acarició el suave material-. Tú me desvestiste; ahora es mi turno.
Daniel soltó el bajo del polo y puso las manos en las caderas de ella para acercarla. La suave curva del vientre chocó contra su erección, lo que le hizo contener el aliento. Subió y bajó las palmas de las manos, acariciándole esas curvas exquisitas.
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