– Dime una cosa -murmuró mientras jugueteaba con la cinta del sujetador.
– Sí -contestó con firmeza, respondiendo a su pregunta antes de que la formulara.
– ¿Sí?
– Sí, quiero hacer esto. Es lo que ibas a preguntar, ¿no?
Rafe le acarició un pecho con la nariz, introdujo un dedo bajo el sostén.
– No.
– Está bien, no.
– ¿No qué?
– No, nunca había hecho esto -contestó Keely.
Rafe se quedó helado, el dedo paralizado bajo la cinta del sujetador.
– ¿Nunca?
– Jamás -aseguró ella.
– Entonces eres…
– ¡No, no! -se adelantó Keely-. Creía que decías si alguna vez había hecho… esto. Meter a un desconocido en la habitación de un hotel. Claro que tú no eres un desconocido exactamente. Siento como si te conociera hace mucho… ¿Te importa si dejamos la conversación para otros momentos? -añadió sin resuello mientras se echaba la mano al cierre delantero del sujetador.
Los ojos de Rafe cayeron sobre el colgante que pendía entre los pechos de Keely.
– Buena idea -dijo y, cuando ella se quitó el sostén, no pudo contenerse. Supo que tenía que volver a saborearla y, en esa ocasión, probó la punta dulce de uno de sus pechos. La lamió hasta que se endureció y, después, satisfecho, fue por la otra, decidido a ir despacio.
Pero Keely no tenía tanta paciencia. Metió las manos bajo su jersey y tiró hacia arriba hasta obligarlo a sacárselo por encima de la cabeza. Deslizó los dedos por su torso desnudo y Rafe la miraba, acercándose al precipicio con cada movimiento, cada caricia. Pero cuando bajó hacia el ombligo, y luego hacia el cinturón, al botón de los pantalones, le apartó los dedos y se desvistió de golpe hasta quedarse en prendas menores. Luego siguió desnudándola.
Cuando solo los separaba la ropa interior de ambos. Rafe se detuvo. Ya no se trataba de satisfacer sus necesidades, sino de una oportunidad de compartir algo intensamente íntimo con una mujer. Casi tenía miedo de seguir adelante, miedo de estropearlo todo, de repetir viejos hábitos.
Pero en el momento en que Keely deslizó la mano a lo largo de su erección, el pasado de Rafe quedó allí precisamente: atrás. Sus cinco sentidos se centraron en el presente, en sentir esos dedos alrededor de él, la cálida humedad entre las piernas de Keely, el peso delicado de su cuerpo encima de él. Cuando por fin estaba lista y Rafe no pudo aguantar más, sacó de la cartera un preservativo y tuvo que apretar los dientes para no perder el control mientras Keely se lo ponía.
Quería ir lento, saborear el momento de la penetración. Pero sus instintos se apoderaron de él y arremetió con fuerza. Luego esperó alguna respuesta que le indicara qué quería Keely. Esta enlazó los tobillos alrededor de sus caderas y empujó hacia abajo hasta que se hundió tan hondo que soltó un pequeño grito.
– Sí -jadeó Keely-. Sí.
Rafe se echó hacia atrás hasta estar de rodillas y volvió a meterse. Observó cada una de sus reacciones mientras se movía. Y cuando le tocó el clítoris, Keely abrió los ojos de golpe. Tenía los labios hinchados por los besos, la mirada turbia de pasión. Cada sensación, cada goce y deleite se reflejaba en aquellos ojos verdes y dorados, y Rafe supo que estaba a punto.
La dejó alcanzar el clímax despacio, hundiéndose con fuerza, retirándose después lo suficiente para frotar la punta de la erección contra ella antes de volver a entrar. Estaba al límite y cuando la notó derramarse, cuando cerró los ojos y se arqueó contra él, perdió la última rienda del autocontrol.
Rafe contuvo la respiración, se quedó quieto para disfrutar a fondo del efecto de su explosión. Emitió un gemido atragantado, se desplomó sobre ella y, mientras los espasmos convulsionaban su cuerpo, Keely lo acompañó con su propio orgasmo.
Mientras los latidos del corazón y la respiración volvían a la normalidad, tuvo un segundo de revelación: Rafe se dio cuenta de que aquello era algo nuevo para él. No quería salir de esa habitación en la vida. Le daban igual el trabajo, los hermanos Quinn, todo lo que en algún momento pudiera haberle importado. Lo único que necesitaba era sentir contra su cuerpo a esa mujer tan suave, dulce y hermosa.
Se ladeó sobre un costado, se acercó a Keely y hundió la cara en la curva de su cuello. Sentía la necesidad de decir algo, de expresar lo increíble que había sido. Pero ella había estado a su lado y no le cabía duda de que lo sabía. Cerró los ojos, suspiró. Rafe siempre había considerado que obsesionarse con los placeres sexuales era una debilidad en un hombre.
Pero, de pronto, comprendió que no era una debilidad en absoluto, sobre todo cuando el placer se había compartido con la mujer adecuada.
Keely abrió los ojos despacio. Al principio, no estaba segura de dónde estaba. Luego, a medida que la cabeza iba despejándosele, tomó conciencia de que estaba en Boston… en la habitación del hotel… con…
Maldijo para sus adentros. Deslizó una mano hacia el otro lado de la cama, en busca del calor de un cuerpo pegado junto a ella. Pero las sábanas estaban frías. Giró la cabeza conteniendo la respiración y encontró la cama vacía. Sobre la almohada había una hoja doblada. Se sentó, agarró el papel y leyó la nota de Rafe. Tenía que madrugar para tomar el avión a Detroit y no quería despertarla. La vería por la tarde a la vuelta.
Keely se pasó los dedos por el cabello, rezongó. ¿En qué estaba pensando? Como si no tuviera suficientes líos en su vida. Nunca, jamás, había hecho algo tan impulsivo y temerario como la noche anterior. Por lo general esperaba a conocer a los hombres antes de acostarse con ellos. Al fin y al cabo, ¡era una niña buena de educación católica!
Un escalofrío recorrió su espalda al recordar lo que había ocurrido: la pasión, la necesidad, habían sido tan evidentes, tan poderosas que no había sido capaz de resistir. Cuando Rafe la había besado, había perdido toda su capacidad para oponerse a él… o a sus propios deseos. Siempre había disfrutado del sexo, pero nunca tanto como la noche anterior.
De hecho, había experimentado eso de lo que hablaban las revistas. Orgasmos múltiples, estremecedores, extáticos, que la mareaban solo con recordarlos. Y no había tenido que hacer nada para conseguirlo salvo cerrar los ojos y disfrutar del viaje. Se preguntó cómo explicaría ese pequeño hallazgo en el confesionario.
Keely se cubrió la cara con las manos y notó que le ardían las mejillas. Las cosas que había hecho por la noche eran deliciosamente pecaminosas. Y, sin embargo, no sentía ni una pizca de culpabilidad. Por una vez, había seguido sus impulsos y había obtenido justo lo que esperaba: placer cien por cien puro, sin adulterar.
Pero no era momento de embarcarse en una aventura apasionada. Desde que había vuelto de Irlanda, su vida estaba patas arriba. Ni siquiera estaba segura de quién era ni de dónde estaba su sitio. Quizá la experiencia de la noche anterior era una reacción a todos esos cambios: el último acto de rebeldía.
O quizá entre los Quinn fuera normal acostarse con un desconocido y sus comportamientos impredecibles tenían su origen en el ADN de esa parte de la familia. Quizá no iban a misa todos los domingos, tal vez no se hubieran confesado hacía años. Podía ser que estuvieran acostumbrados a satisfacer sus deseos, ¿no?
Se tumbó boca arriba y se cubrió los ojos con un brazo. En realidad no le importaba lo que los demás pensaran de ella. ¡Lo que la horrorizaba era lo que Rafe Kendrick pensase de ella! Seguro que estaba acostumbrado a un buen número de rollos de una noche con mujeres promiscuas, quizá con dos a la vez. Era un hombre de mundo. Tenía que haberle parecido tan… ansiosa.
Pero lo peor no era eso. En palabras de su madre, era una…
– Puta -susurró-. Mi madre tenía razón: ningún hombre valora lo que le entregas tan fácilmente.
Keely se sentó en la cama, apartó las sábanas. No se iba a quedar todo el día quieta, esperando lo inevitable. Los hombres no volvían a llamar después de un rollo de una noche. No se llevaban a sus ligues de una noche a cenar y, por supuesto, no buscaban citas con ellas. En cuanto al amor y al matrimonio, era una fantasía que nunca sucedería a partir de un rollo de una noche. ¿Qué les dirían a los invitados a la boda cuando estos preguntaran cómo se habían conocido?
– Nada, nos encontramos en la calle y esa misma noche ya me lo había tirado -murmuró Keely-. Qué historia más romántica.
Tenía que ser práctica. Esa noche cenarían, volverían a la habitación, se acostarían de nuevo y entonces llegaría ese momento incómodo en el que ninguno de los dos sabría qué decir. Y luego no volvería a verlo.
Salió de la cama y empezó a recoger la ropa del suelo. Apenas había dormido tres horas, pero tendría que conformarse. Dejaría Boston y esa fantasía imposible y volvería a la realidad de la Gran Manzana.
– Ha sido un viaje estupendo -se dijo Keely-. Pero tengo cosas más importantes en las que pensar en estos momentos.
Volvería a casa, se concentraría en lo que tenía que concentrarse e intentaría sacarse a Rafe Kendrick de la cabeza. Entonces, cuando estuviese preparada, regresaría a Boston y se presentaría ante su familia. Supuso que su madre la recibiría con un «te lo dije», pero, en realidad, ¿por qué iba a contarle nada a su madre? Fiona le había ocultado muchos secretos. Y en cuanto al confesionario, lo que había pasado entre Rafe y ella era justamente eso: entre Rafe y ella.
Llamaron a la puerta. Keely se quedó paralizada, apretó la ropa interior que tenía en la mano. Avanzó de puntillas hasta la puerta y se acercó a la mirilla, pensando que quizá había vuelto Rafe. Pero era un botones uniformado con una cajita blanca. Keely volvió corriendo a la cama, agarró una sábana y se cubrió con ella antes de abrir.
– ¿Señorita McClain? Se lo acaban de enviar.
– Espere -dijo después de tomar la cajita-. Le daré una…
– No hace falta -dijo el botones-. Ya se han ocupado de todo.
Keely se encogió de hombros, cerró la puerta. Volvió despacio hasta la cama, se sentó en el borde y abrió la caja. Se quedó maravillada al inspirar la deliciosa fragancia que impregnó el aire. Era un ramillete perfecto de guisantes de olor en varios colores pasteles. La noche anterior había comentado que los guisantes de olor eran su flor favorita, pero no imaginaba que fuera a acordarse de un detalle así. Al sacar el ramillete, vio un pañuelo doblado con una tarjeta encima: Hasta esta noche. Rafe. Keely acarició el pañuelo y sonrió. Era un recuerdo perfecto de cómo se habían conocido.
Se tumbó boca arriba en la cama y gruñó. Justo cuando ya pensaba que lo tenía todo programado, Rafe tenía que hacer algo romántico. ¿Por qué no actuaba como los demás ligues de una noche, asustados, arrepentidos, impacientes por pasar a la siguiente mujer? Agarró el ramillete, se lo llevó a la nariz e inspiró. Keely se preguntó qué estaría haciendo Rafe en esos momentos. ¿Estaría mirando por la ventanilla del avión, recordando la noche anterior?, ¿o estaría buscando algún pretexto elegante para cancelar la cita para cenar?
– No me lo estás poniendo fácil. Rafe Kendrick -murmuró Keely-. Nada fácil.
Capítulo 4
– Señor Kendrick, lo llama el señor Arledge, de Telles y Compañía.
Rafe miraba por la ventana del despacho, la vista clavada en un remo que entraba y salía del agua gris del río. Refrescaba. En no mucho tiempo, hasta los remeros más resistentes desaparecerían.
Kencor ocupaba una planta entera y, desde varios puntos del despacho principal, podía contemplar la cuenca del río Charles en su camino hacia Cambridge, o el puerto de Boston, el puerto de Logan incluso. Al comprar el edificio, se sentía en la cumbre del mundo. Pero las vistas habían perdido su interés. Quizá estaba demasiado aburrido para apreciar lo alto que había llegado.
– ¿Señor Kendrick?
Rafe se dio la vuelta. Su secretaria, Sylvie Arnold, estaba en la puerta del despacho.
Sylvie llevaba con él desde el principio, había sido su primera empleada cuando abrió la primera oficina. Habían desarrollado una relación eficiente de trabajo y una extraña relación personal. Si hubiera tenido una hermana mayor, seguro que se habría parecido mucho a Sylvie. Era una mujer cerebral, en contraste con el temperamento de él; comprensiva, en vez de implacable; serena, mientras que Rafe siempre se exigía mas.
Aunque ambos habían crecido en familias humildes, él había luchado para convertirse en un hombre de mundo. Sylvie conservaba cierto aire de barrio, sencillo, que Rafe respetaba. Aunque solo le sacaba unos años, a veces se sentía un niño a su lado. Había vivido muchas más cosas que él. Tenía una vida fuera del trabajo, un marido y dos niños.
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