Keely se puso roja. Nada más respirar reconoció su colonia. La almohada del hotel había conservado el olor de Rafe tras haberse marchado.

– Hola, Rafe. ¿Cómo estás?

– Hola, Keely. Bien. ¿Y tú qué tal?

Su voz sonaba profunda, su boca estaba tan cerca que podía sentir su aliento en el cuello. No se atrevió a mirarlo a la cara.

– Bien -contestó con voz trémula. Keely se preguntó qué pasaría si se giraba hacia él. A juzgar por el sonido de su voz, eso dejaría sus labios a escasos centímetros de los de Rafe. Quizá no tuvieran que mantener la compostura con una conversación violenta. Quizá pudieran perderse en un beso largo y profundo.

– Me sorprende verte.

Le pareció advertir cierta irritación en el tono y, de pronto, Keely sintió como si estuviese jugando con ella.

– ¿Por?

– No sé, quizá porque en la nota que me dejaste decías que me llamarías la siguiente vez que vinieras a Boston. Y aquí estás, y yo sin enterarme de nada.

Definitivamente, estaba jugando con ella. Sus palabras sonaban cargadas de sarcasmo. ¿Qué quería?, ¿una disculpa?, ¿una explicación? Permanecieron callados durante un largo silencio, tapado por el estruendo de la música y los clientes. Se había imaginado aquel reencuentro, pero, en sus fantasías, no había animadversión entre ambos, sino pasión y lujuria.

– No esperaba que estuvieras aquí esta noche -contestó por fin.

– ¿Esa es tu explicación?

Keely se decidió a mirarlo y la sorprendió la expresión de su cara. Rafe parecía dispuesto a pelearse.

– ¿Estás enfadado conmigo?

– No estoy acostumbrado a que me planten -respondió.

– ¿Es eso? -Keely soltó una risilla-. ¿Cuestión de orgullo?

¡Qué típico de los hombres! Si ellos se marchaban y no volvían a llamar, perfecto; pero si ella hacía lo mismo, les parecía un insulto a su virilidad. Esas actitudes la desquiciaban. Keely sabía que lo prudente sería levantarse y marcharse, pero el instinto le pedía guerra. Así que se giró hacia él y contestó en voz baja:

– Fue un rollo de una noche. Si intentas que me sienta culpable por haberme ido, no lo vas a conseguir. Sabes mejor que yo que todo acabó en la habitación del hotel. Puede que hubieses vuelto esa noche y hubiéramos cenado y nos hubiésemos dado otro revolcón en la cama, pero habría terminado al poco tiempo. Solo te ahorré las molestias.

Rafe estiró un brazo y le acarició la cara. Keely se quedó sin respiración. Si alguien estuviera mirándolos, pensaría que se trataba de una caricia seductora. Pero Keely sabía exactamente lo que pretendía. Quería demostrar que el tacto de sus dedos seguía afectándola, que solo tenía que recordarle aquella noche para que volviese a desearlo. ¡Pues no se dejaría atrapar! Esa vez no. Disimuló el calor que había prendido en su cuerpo y lo miró con indiferencia.

– Dime, Keely. ¿Cuántas veces has pensado en esa noche? Apuesto a que estás pensando en ella ahora mismo -dijo él con voz baja, todavía con sorna-. Deseando repetir.

Keely agarró la copa y le lanzó el champán a la cara.

– ¡Nos acostamos! Estuvo genial. Fin de la historia. ¿Ya estás contento?

Solo tras pronunciar las palabras reparó en que el arrebato de tirarle el champán había llamado la atención de los clientes más próximos, que se habían quedado en silencio… lo suficientemente callados para oír su evaluación de la noche.

Liam se acercó dispuesto a interceder. Abochornada, Keely dejó algo de dinero en la barra, agarró el bolso y echó a andar hacia la puerta. Lo último que quería era montar una escena delante de su padre y sus hermanos. Pensarían que era una putita de tres al cuarto sin haber tenido tiempo siquiera para conocerla.

Cuando llegó a la calle, respiró profundo y trató de controlar el temblor de las manos. ¿Cómo se atrevía? Los dos sabían lo que estaba ocurriendo aquella noche. Acto seguido, oyó abrirse la puerta y se giró. Rafe estaba en el escalón de arriba. ¿Por qué tenía que ser tan atractivo?, ¿no se podía haber liado con un tío normal y corriente?

– Aléjate de mí -le advirtió ella.

– Lo siento. No sé por qué te he dicho eso -Rafe avanzó hacia ella despacio, con las manos levantadas, como en una rendición burlona-. Venga, vuelve al bar. Ya me voy yo. Fin de la historia.

– ¿Se puede saber qué te pasa? -contestó Keely-. ¿,Con qué derecho te enfadas tanto conmigo? Compartimos una noche agradable, nada más. Estoy segura de que has pasado noches agradables con otras muchas mujeres antes -añadió, aunque en el fondo quería creer que la suya estaba entre las mejores.

– Tienes toda la razón -dijo él-. Olvídate de que me has visto esta noche. Me marcho.

La pasó de largo y se alejó entre las sombras de la noche.

Keely lo miró, tuvo que contener el impulso de llamarlo, lanzarse a sus brazos y llegar hasta el final otra vez. ¿Por qué estaba tan enfadado? No había hecho sino lo que se suponía que debía hacer tras un rollo de una noche,¿no?

De pronto, el corazón le dio un vuelco. ¿Y si resultaba que no había sido un simple rollo para él? Se mordió el labio inferior para no soltar una retahíla de palabrotas.

– Genial. La primera vez que tienes un rollo de una noche y la fastidias -Keely bajó los escalones del bar-. Alguien debería escribir un manual, indicar las reglas.

Miró hacia Rafe, preguntándose si debía ir tras él y disculparse. Pero, ¿qué se suponía que debía decir? ¿Lo siento, fue una noche fantástica, pero no pensé que para ti fuese igual de fantástica, así que me marché?

Había pensado en Rafe muchísimas veces durante el último mes, pero en ningún momento se le había pasado por la cabeza que este sintiera por ella algo más que un calentón pasajero.

Se paró mediada la acera y gritó frustrada:

– No he venido a esto. No he venido por mi vida sexual. He venido a encontrar a mi familia -se desahogó. Luego se giró para volver al bar, pero pensó que la recibirían con miradas y murmullos curiosos sobre su comportamiento. Había pensado pasar la noche en Boston y regresar a Nueva York por la mañana, pero solo eran las diez. Si se marchaba ya, estaría en casa a la una-. La próxima vez. Les diré quién soy la próxima vez que venga -se dijo.

Se dirigió hacia el coche, medio esperanzada con encontrarse a Rafe esperándola. Pero la calle estaba vacía. Rodeó la parte de atrás del coche y se dio cuenta de que le habían pinchado una de las ruedas. Se agachó a examinarla y encontró una raja cerca de la llanta. Alguien se la había rajado adrede. Pero, ¿quién?

Rafe había desaparecido en esa dirección, pero no podía creerse que hubiese hecho algo tan ruin. ¿Para qué?, ¿para rescatarla de nuevo? ¿O para obligarla a afrontar sus problemas sin su ayuda? Keely soltó una palabrota, abrió el maletero y empezó a bucear entre las herramientas para cambiar la rueda.

Primero intentó aflojar las tuercas. Pero, por más que giraba y tiraba, no conseguía moverlas un milímetro.

– ¡Mierda! -exclamó frustrada. Y le dio una patada a la rueda.

– ¿Puedo ayudarla? -la voz que sonó a su espalda la sobresaltó y la hizo dar un pequeño grito. Se giró, agarrando con fuerza la llave inglesa, pero reconoció al hombre de inmediato. Lo había visto la otra noche delante del Pub de Quinn, justo antes de encontrarse con Rafe-. Tranquila, soy policía -añadió, abriendo las manos en señal de paz.

– Enséñame la placa -contestó Keely, tratando de mantener la calma. Sospechaba que estaba ante uno de sus hermanos, pero quería asegurarse antes de soltar su arma.

El hombre accedió a su petición. Se llevó la mano al bolsillo trasero y sacó una cartera. Cuando la abrió, Keely aguzó la vista para leer su nombre bajo la luz tenue de las farolas.

– ¿Ves? Inspector Conor Quinn. De la Brigada de Policía de Boston.

Había acertado aquella primera noche: era el mayor de sus hermanos.

– ¿Quinn?

– Sí, mi padre es el dueño del pub -dijo Conor. Luego examinó la cara de Keely con extrañeza-. Me resultas familiar. ¿Nos conocemos?

– No -respondió ella.

Siguió haciéndole una pregunta tras otra hasta hacerla sentir que la estaba interrogando, que intentaba descubrir la verdadera razón por la que estaba sola en una calle desierta de Southie a esas horas de la noche. Por suerte, concluyó que no era una delincuente y se ofreció a ayudarla a cambiar la rueda.

Keely se apartó y lo miró maravillada por la sencillez con que llevaba a cabo la operación.

– Podías haber pasado al pub y utilizar el teléfono para llamar a un amigo -comentó Conor-. No deberías estar sola en una calle a oscuras como esta -añadió mientras se ponía de pie. Luego se sacudió las manos, abrió el maletero y sacó la rueda de recambio.

– No tengo amigos… por aquí. Están… todos fuera -contestó Keely. Quizá, pensó entonces, si hacía ella las preguntas, conseguiría que Conor parara-. ¿Es un negocio familiar? -añadió con naturalidad, como si no estuviera deseando recabar el más mínimo detalle.

– ¿El pub? -Conor giró la cabeza-. Me turno con mis hermanos los fines de semana.

– ¿Cuántos tienes?

– Cinco -dijo con el ceno fruncido mientras volvía a apretar las tuercas.

– Cinco hermanos. No… no me imagino con cinco hermanos -Keely sonrió-. ¿Cómo se llaman?

Conor se levantó, se sacudió las manos de nuevo, quitó el gato y el coche bajó despacio a la altura debida.

– Dylan, Brendan, Sean, Brian y Liam. Están dentro todos esperándome. ¿Por qué no pasas y te lavas las manos? Te invito a un refresco.

Keely ya había decidido dar por terminada la noche. Pero la oferta resultaba tentadora. Podía entrar con su hermano mayor en el pub, presentarse y acabar con la historia de una vez por todas.

– No -respondió en cambio, empeñada en no dejarse arrastrar por un impulso. Era un paso importante y quería planearlo con cuidado-. Tengo que irme. Se me hace tarde.

Keely le quitó de la mano la llave inglesa, recogió el gato, lo metió todo en el maletero y se metió en el coche.

Mientras arrancaba, exhaló un suspiro tenso.

Para haber empezado tan bien, la noche había terminado siendo un drama. Parecía la protagonista de una telenovela: era la hija secreta que acababa de descubrir una familia nueva y un amante herido en su orgullo. Solo le faltaba un golpe de amnesia, un accidente que le desfigurara la cara y tendría la trama entera.


Keely miró en la batidora mientras dejaba caer unas gotas de mantequilla en la alcorza. Giró la mezcla una y otra vez, alegre de tener algo con que distraerse. Desde que había vuelto de Boston la noche anterior, no había dejado de pensar en Rafe, todo el rato preguntándose si debía ponerse en contacto con él o dejarlo correr sin más.

No podía negar que seguía atrayéndola. A pesar de su enojo, seguía siendo un hombre increíblemente sexy. La noche anterior se había sentado en la cocina y, entre sorbos de café, había hecho una lista con los pros y contras de llamarlo.

Su tarjeta de trabajo seguía pegada en la nevera, justo bajo un imán con forma de sandía. Pero una llamada sería demasiado violenta, habría muchos silencios incómodos. Y mandarle una carta sería demasiado impersonal. Así que había optado por una tercera opción: una tarta.

– ¿Qué haces?

Keely levantó la vista de la batidora y vio a su madre en la puerta de la cocina. Llevaba un mandil verde con el logo de la repostería.

– Estoy probando un nuevo diseño.

– Tenemos que entregar la tarta de los Wagner antes de las diez de la mañana. Tres plantas ni más ni menos.

– Tranquila, me da tiempo.

– Si no quieres hacerla, dímelo. Les pediré a las chicas que se ocupen ella. Tendrán que ponerse dos, pero…

– Te he dicho que me da tiempo -Keely apretó los dientes-. Tengo el resto de la tarde y toda la noche.

– Creo que no eres consciente de lo complicada que es esa tarta.

– Mamá, el diseño de esa maldita tarta lo inventé yo. Sé perfectamente lo complicada que es.

– No hables mal, Keely.

– ¿Por qué? Tú lo haces. No siempre eres la dama irlandesa educadita que pretendes.

Fiona pasó por alto la provocación y miró hacia la tarta que su hija estaba preparando.

– ¿Qué son?, ¿unos zapatos?

– Italianos -contestó Keely-. Son para un amigo.

Fiona se quedó en silencio unos segundos.

– ¿Voy a tener que estar preguntándote siempre? -preguntó por fin-. ¿No podías informarme por adelantado de tus viajes a Boston? Anoche te esperé para cenar. Creía que teníamos planes.

– Lo siento. Lo decidí en el último momento. Tenía el día libre.