Keely asintió con la cabeza y se retiró. Pero se paró a mitad de camino cuando Seamus apuntó con impaciencia a un cliente nuevo. Sacó la libreta y el boli y, al levantar la cabeza, lista ya para anotar el pedido, se le paró el corazón.

– Rafe.

– Keely -dijo este, tan asombrado como ella-. ¿Qué haces aquí?, ¿por qué llevas la bandeja?

Se quedó sin palabras. ¿Cómo iba a explicarle la situación? En el fondo no pensaba que Rafe volviera al pub, sobre todo después del último encuentro.

– Eh… Estoy de camarera -Keely trató de recordar lo que le había contado sobre el trabajo. Hacía diseños de tartas y tenía una repostería. ¿Para qué iba a cambiarse de ciudad y aceptar un trabajo en un pub?-. Yo…

– Creía que vivías en Brooklyn y trabajabas en la repostería de tu familia.

– Es verdad -dijo aliviada Keely-. Pero lo he dejado y me he venido aquí. Necesitaba ponerme a prueba, salir adelante por mi cuenta. He intentado conseguir trabajo en alguna repostería, haciendo tartas, pero está muy difícil. Así que he aceptado este trabajo.

– ¿Por qué en Boston? -preguntó Rafe, que no parecía haberse creído la historia.

– ¿Por qué no? -Keely hizo una pausa-. No, no he venido por ti si es lo que te preocupa.

– No me preocupa -Rafe sonrió-. Después de nuestro último encuentro, he estado evitando este sitio. Pero supongo que no esperaba encontrarte aquí en Nochebuena.

– ¿Te pongo algo? Tenemos caldo irlandés y Guinness gratis.

– Whisky con hielo -dijo él-. El mejor que tengas.

Mientras volvía a la barra, Keely trató de bajar el número de pulsaciones. Se había acordado de Rafe muchísimas veces desde la última en que se habían visto. Pero se había obligado a concentrarse en su familia. Y, llegado el momento del reencuentro, lo cierto era que se alegraba. Era la única persona que conocía en Boston. Y ya no parecía enfadado. De hecho, lo había notado hasta amable.

– Espíritu navideño -murmuró mientras volvía hacia Rafe con la bebida.

– ¿Te puedes sentar un momento?

– La verdad es que no -dijo ella tras lanzar una mirada alrededor del bar-. Estamos bastante liados.

– ¿A qué hora sales?

– El pub cierra a las cinco.

– Y luego volverás a Nueva York a pasar la noche con tu familia -supuso Rafe.

– No, estaré aquí. Sola. Con un tazón de chocolate caliente y un buen libro.

– Ni hablar -dijo entonces Rafe-. Te invito a cenar. Acéptalo como disculpa por mi comportamiento la última vez que nos vimos.

– Si es por eso, deberíamos ir a escote. Mi comportamiento tampoco fue excelente. Pero tendrás planes con tu familia.

– Ninguno.

Keely consideró la invitación un par de segundos antes de asentir con la cabeza.

– De acuerdo. Me encantaría.

Mientras volvía al trabajo, no pudo evitar sonreír. Aunque había intentado no hacer caso a la atracción que sentía hacia Rafe, verlo había demostrado lo contrario. Quizá solo fuese algo físico; pero, ¿qué tenía de malo? Una noche de sexo estupendo podía resultar de lo más reconfortante.

Y si, por alguna casualidad, el sexo daba pie a algo más, ya se ocuparía más adelante.


Rafe dio un sorbo al whisky, atento a Keely mientras se movía entre las mesas. De vez en cuando, esta lo miraba y le sonreía, y Rafe se perdía en la contemplación de su belleza.

En aquel ambiente, donde las mujeres no eran especialmente pulcras, llevaban el pelo de cualquier forma, los labios rojos y los pechos operados, Keely destacaba por encima de todas. Apenas llevaba maquillaje, tenía el pelo corto y solo algo enmarañado, como si acabara de salir de la cama. Rafe se fijó en su ropa: era moderna, con un toque funky, lo que provocaba más de una mirada extrañada en el entorno más bien conservador del pub.

Esa mañana llevaba un jersey verde lima y una faldita negra que ofrecía una vista tentadora de sus piernas. Las botas hasta las rodillas realzaban su atractivo todavía más. Dios, le encantaban las botas negras, pensó Rafe.

Un grito procedente de la barra lo hizo mirar hacia Seamus Quinn y en seguida cambió de humor. Todo estaba preparado: el día después de Navidad, Seamus se enteraría de que le habían vendido la hipoteca por el pub. Un inspector lo visitaría al día siguiente y descubriría que las tuberías y el sistema de calefacción estaban llenos de amianto. El pub tendría que cerrar hasta que lo eliminaran. Y al día siguiente, un pescador, ex tripulante del Poderoso Quinn, iría a la policía con una historia sobre un asesinato en el mar.

Ken Yaeger le había contado la historia hacía muchos años. Había visitado a la madre de Rafe poco después del entierro y le había dicho cómo había muerto su marido en realidad. Y Rafe se la había oído contar a su madre, de manera inconexa, siempre con Seamus Quinn como villano. Con el tiempo, Rafe había sacado sus conclusiones y, tras encontrar a Yaeger unos meses atrás, había confirmado sus sospechas. Seamus Quinn era responsable de la muerte de Sam Kendrick. Lo había asesinado impunemente.

Si todo salía como tenía previsto, a principios de año Seamus Quinn estaría en la cárcel y ninguno de sus hijos podría hacer nada por rescatarlo de la justicia. Rafe dio otro sorbo a su copa. Lo único que le pesaba era que Keely perdiese el trabajo. Pero ella no pertenecía a un lugar así. Tendría que encontrar la forma de compensarla, aparte de la cena.

Cuando se terminó el whisky, Seamus había dado aviso para que los clientes que quisieran pidiesen la última. Keely corría de una mesa a otra con las cuentas. Después de cobrar a todos, colgó el mandil y se reunió con él en la puerta. Luego salieron y apoyó un brazo sobre el de Rafe mientras andaban hacia el coche de este.

– ¿Cansada?

– He empezado a mediodía. Cinco horas no son muchas.

– ¿Te gusta tu nuevo trabajo?

– Está bien. Un poco duro para los pies. Y cuando salgo huelo a tabaco y cerveza. Pero los clientes son agradables. Muy irlandeses.

– ¿Y los dueños? -quiso saber Rafe.

– No los conozco mucho -contestó con sinceridad-. Pero me caen bien. ¿Adonde vamos?

– Tengo que hacer una parada antes de cenar. Quiero mandar un regalo de Navidad. No me llevará más que unos minutos.

Pasaron el trayecto en coche charlando. Rafe apenas podía mantener la vista en la carretera con Keely al lado. No era de los que creían en el destino, pero algo lo había llevado al Pub de Quinn ese día. Algo relacionado con saciar las ganas de volver a estar con Keely.

Y dado que ya sabía lo que esta esperaba, no cometería dos veces el mismo error. Quería una relación sexual, libre y desinhibida, sin ataduras. Podía olvidarse de cualquier relación que fuera más allá del placer físico. Era justo lo que siempre había buscado en una mujer y por fin lo había encontrado.

Hablaron sobre el trabajo de Keely mientras Rafe tomaba la desviación de la autopista hacia Cambridge. Minutos después, aparcó frente a la Residencia Clínica Terraza del Roble.

– ¿Por qué paramos aquí? -preguntó Keely.

– Mi madre vive aquí. No tardaré mucho.

– Pero estamos en navidades -objetó ella-. Deberías pasar algo de tiempo con ella.

– Últimamente ni siquiera me reconoce – dijo Rafe-. Tiene algunos problemas y siempre empeora en navidades. Creo que echa de menos a mi padre.

– ¿Está muerto?

– Hace casi treinta años. Pero para ella es como si hubiese sido ayer. Su estabilidad emocional se rompió cuando se murió -Rafe se giró hacia el asiento trasero y agarró un paquete envuelto con papel de regalo-. Vuelvo en seguida.

– Me gustaría acompañarte -dijo Keely con suavidad-. Conocer a tu madre.

Sorprendido por la propuesta, no supo qué contestar. Su madre se desconcertaba con los desconocidos. Pero Keely era especial.

– De acuerdo -accedió finalmente. Salió del coche, lo rodeó y abrió la puerta de Keely.

– Tengo que darle las gracias por enseñarte a ser tan caballeroso -dijo ella sonriente.

Aunque tenía adornos navideños, la residencia estaba en silencio. Rafe saludó a la enfermera de recepción y echó a andar por un pasillo. Keely caminó a su lado bajo la mirada vacía y los rostros sin expresión de los residentes.

– A veces se pone desagradable -advirtió Rafe cuando llegaron a la puerta de su madre-. Así que siéntete libre para salir si te molesta su comportamiento.

– Todo irá bien -le aseguró ella. Rafe no supo de dónde le salió el impulso, pero se echó hacia delante y le dio un beso fugaz en los labios. No tenía palabras para expresar lo dulce que era, así que había optado por mostrárselo con aquel gesto. Luego se giró y llamó con suavidad a la puerta.

Lila no levantó la cabeza cuando entraron. Estaba sentada en una silla junto a la ventana, mirando la noche invernal con una extraña sonrisa en la cara. Rafe se acercó y le dio un beso en la coronilla.

– Hola, mamá. Felices fiestas.

– Ya debería haber venido -dijo Lila-. Nunca llega tan tarde.

– Ya no tardará, mamá. Mientras tanto, ¿quieres abrir este regalo?

Por fin se giró hacia Rafe, abarcando el regalo con la mirada. Pero luego se fijó en Keely y se le borró la sonrisa.

– ¿Eres mi enfermera? -le preguntó. Keely se acercó despacio a la silla y se agachó hasta estar a la altura de Lila.

– No, soy una amiga de Rafe. Felices fiestas, señora Kendrick.

Lila se quedó mirándola un buen rato con el ceño fruncido.

– Te conozco -dijo.

– No, mamá, no la conoces.

– Te conozco. Tienes los mismos ojos.

– Tiene unos ojos muy bonitos -le dijo Keely a Lila, cambiando hábilmente de tema-. Y un pelo precioso. ¿Quieres que te peine?

Rafe se quedó mirando a Keely mientras estaba arreglando el pelo de su madre y le hablaba con suavidad de moda, perfumes y todas esas cosas de mujeres. Lila parecía relajada y hasta se rió una o dos veces. Por primera vez en muchos años. Rafe vio a la madre que había conocido: la madre que lo había enseñado a bailar en el salón, la madre más «guay» según los compañeros del colegio, la madre que le dijo que podría llegar donde se propusiese.

Y se había propuesto arruinar a la familia Quinn.

– Has hecho mucho por mí -se dijo Rafe-. Y ahora voy a hacer esto por ti, mamá.

Pasó casi una hora hasta que Rafe decidió que era hora de irse. Su madre estaba cansándose y, cuando se cansaba, se volvía más irracional todavía. Miró a Keely y esta asumió la responsabilidad de anunciar que se marchaban. No sin antes asegurarle a Lila que se había entretenido mucho hablando con ella y que esperaba volver a visitarla.

Luego, mientras salía al pasillo, Rafe se sentó junto a su madre.

– Me alegro de haberte visto, mamá.

– Las navidades se acercan -dijo ella, apretándole la mano-. Vendrás a verme, ¿verdad?

– Claro que sí, mamá. Te quiero -Rafe le dio un beso de despedida, pero, de pronto, Lila lo agarró por la camisa y tiró de su hijo.

– Dile que lo siento -le rogó-. No quería molestarla. Ella no tiene esos ojos. Los tiene él. Seamus Quinn. Ojos diabólicos. Me he equivocado. Asegúrate de decírselo. Prométemelo.

– Lo prometo, mamá -dijo Rafe mientras se desembarazaba de la mano de su madre. Luego se unió a Keely en el pasillo, sonrió, le levantó la mano para darle un beso en la muñeca-. Gracias.

– ¿Por?

– Por devolverme a mi madre. No suele volver a la realidad. Ha sido el mejor regalo de navidad que me han hecho en muchos años.

Keely lo miró algo confundida. Luego sonrió y echó a andar por el pasillo. Rafe la observó, asombrado por la profunda emoción que lo invadía. ¿Qué golpe de suerte le había traído a Keely McClain a su vida?, ¿qué tendría que hacer para retenerla?


– No esperaba que todos mis restaurantes favoritos estuvieran cerrados en Nochebuena -dijo Rafe.

– No importa -contestó Keely-. Podemos cenar otro día.

– Te he invitado a cenar y vamos a cenar… Todavía podemos probar en un sitio. Está cerca.

Keely se acomodó en el asiento del Mercedes. Se alegraba de pensar que cenarían con una mesa entre los dos porque, en ese momento, tenía unas ganas casi irresistibles de besarlo de nuevo. El roce de sus labios en la residencia no había hecho sino azuzar su apetito. Sentía como si cada poro de su piel estuviese cargado de electricidad. Y que si Rafe la tocaba adecuadamente, ardería en llamas.

Si no quería meterse en líos esa noche, tendría que elegir los platos de la cena en función de la cantidad de ajo. Keely frunció el ceño cuando Rafe pulsó el mando que abría la puerta de un garaje.