– ¿Qué clase de comida ponen en este restaurante? -preguntó.

– No es un restaurante. Más bien una cocina con una vista fantástica.

– Vives aquí, ¿no?

– Hago unas tortillas de miedo -Rafe sonrió.

Keely contuvo un gruñido. Sabía bien cómo acabaría la velada. Tratándose de Rafe, no tenía el menor control sobre sus deseos. El aire de Boston debía de afectarla, pensó. Tenía algo que convertía a una niña buena católica en una adicta al sexo. O quizá fueran los genes de los Quinn. Sus hermanos no eran famosos por su abstinencia sexual, de modo que por qué iba a serlo ella.

Mientras subían en el ascensor, Keely miró los números de las plantas. Por fin pararon en la planta de arriba.

– ¿Cómo conseguiste la planta de arriba? -preguntó ella tras salir al pasillo.

– Construí el edificio -dijo él, encogiéndose de hombros, mientras metía la llave en la puerta de su apartamento.

Vivía en una casa suntuosa, con el sello de un decorador de interiores en cada rincón, en los accesorios, los colores y las texturas de cada mueble estilo europeo. Nada que ver con su pequeño estudio bohemio en East Village.

Contuvo el impulso de darse la vuelta y marcharse. Había veces que tenía la sensación de que Rafe y ella vivían en mundos distintos. Él era rico, le gustaban los lujos y ejercía un poder inexplicable sobre ella. Aunque, al mismo tiempo, Keely confiaba en Rafe.

El apartamento estaba tenuemente iluminado. Keely se sintió atraída por los enormes ventanales del otro extremo del salón. Se quedó de pie mirando el puerto, la forma de la costa bordeando las luces de la ciudad.

– Es precioso -dijo.

– ¿Quieres beber algo?, ¿una copa de vino?

– Perfecto.

Rafe desapareció en la cocina. Keely se dio un abrazo y trató de contener un escalofrío. La primera vez que habían estado juntos había sido tan espontáneo que no había tenido tiempo para pensar. Pero esa noche tenía todo el tiempo del mundo para sopesar sus acciones. No habría ocasión para decisiones impulsivas.

Y la excusa de que era un ligue de una noche no funcionaría. Si se acostaba con él, tendría que afrontar las consecuencias a la mañana siguiente. Keely cerró los ojos, echó la cabeza hacia atrás. No podía negar su atracción hacia Rafe. Su recuerdo no había dejado de perseguirla incluso en sueños.

Se giró al oír sus pasos y forzó una sonrisa. Llevaba una botella de champán en una mano y sendas copas en la otra.

– Espero que esta vez no me lo lances a la cara -bromeó Rafe mientras le servía, para entregarle una de las copas a continuación. Sus manos se tocaron un instante y fue como tocar un relámpago: una descarga peligrosa la recorrió por dentro. Keely apretó la copa por miedo a que se le cayera. A pesar del tiempo que había pasado, seguía recordando las manos de Rafe recorriéndole el cuerpo.

– Feliz Navidad, Keely McClain -dijo tras llenarse su copa y alzarla.

– Feliz Navidad -Keely brindó con la copa de él.

– ¿Tienes hambre? -le preguntó entonces, al tiempo que le hacía una caricia en la mejilla.

De alguna manera, le pareció que no estaba hablando de comida. Pero estaba dispuesto a seguirle el juego.

– Sí. ¿Puedo ayudar?

Rafe asintió con la cabeza y Keely lo siguió a la cocina. Encendió las luces y todo eran encimeras de granito, acero inoxidable, luces halógenas. Keely miró todos aquellos aparatos ultramodernos y apuntó hacia una batidora profesional, de las que ella usaba en la repostería.

– ¿La has usado alguna vez?

– No, pero supongo que al decorador le pareció importante -Rafe sonrió mientras sacaba una sartén-. Voy a necesitar huevos y beicon. En la nevera debe de haber pimiento verde. Y algo de queso.

Keely abrió la puerta de la nevera. Esperaba encontrarla a rebosar, pero solo había productos básicos y cosas de picar.

– Vaya: se nota que cocinas mucho.

– Muchísimo. Mi asistenta hace la compra. Y como mi habilidad culinaria no va más allá de las tortillas, la lista de la compra no es muy larga.

Keely colocó los ingredientes en la encimera, luego se apoyó en el borde a mirarlo cocinar. Pero cuando fue a alcanzar los huevos, se agachó y, como si fuera la cosa más natural del mundo, le dio un beso en la boca. Esa vez se demoró, mordisqueando y saboreando sus labios antes de separarse.

– Necesitaba hacerlo -dijo Rafe sonriente mientras cascaba los huevos.

– Quería que lo hicieras -contestó ella-. Quizá podrías hacerlo otra vez en algún momento -añadió resignada a una rendición incondicional. Dios, ¿cuánto le había costado capitular?, ¿cinco, diez minutos como mucho?

– Quizá podría -dijo Rafe al tiempo que dejaba el tenedor sobre el plato con los huevos medio batidos.

Con un cuidado exquisito, la rodeó por la cintura y la elevó hasta sentarla sobre el borde de la encimera. Luego le separó las rodillas y se colocó entre medias, sin dejar de mirarla a los ojos un instante. Keely notaba que su cuerpo estaba preparado para sentir las caricias de Rafe. Y cuando este recorrió sus muslos con las manos y le levantó las piernas alrededor de su cintura, exhaló un suspiro despacio.

– Me gustan tus botas -dijo bajando las manos hacia los tobillos. Luego cambió de dirección, empezó a subir y siguió ascendiendo hasta levantarle la falda por las caderas. Metió un dedo entre las bragas y dio un tironcito del elástico-. Y esto también.

Continuó la exploración por la cintura, agarró la parte inferior del jersey y se lo sacó por encima de la cabeza. Después de dejarlo a un lado, plantó las palmas sobre sus hombros. Una oleada de fuego recorrió el cuerpo de Keely y aceleró el ritmo de sus latidos.

Rafe jugó con los tirantes del sujetador, no era capaz de pararse en un sitio concreto.

– Eres tan bonita -murmuró con voz ronca. Deslizó la lengua sobre sus labios y se retiró-. Me encanta cómo sabes. Más rica que el champán.

Despacio, con lentitud deliberada, fue moviéndose de un punto a otro, de la base del cuello a la piel bajo la oreja, pasando por el monte de sus pechos y luego uno de los pezones. Y cada vez que la tocaba con la lengua, Keely gemía de placer. Entonces bajó hasta el ombligo, se agachó al interior del muslo.

– Deja que te pruebe -murmuró-. Toda entera.

Keely se echó hacia atrás sobre la encimera, cerró los ojos y se preparó para el abordaje. Gimió cuando lo notó entre los muslos, anticipando su siguiente paso. Cuando metió las manos bajo la falda y le bajó las bragas, Keely suspiró. Rafe se retiró un segundo mientras le sacaba la lencería y la dejaba caer al suelo.

Las luces de la cocina la cegaban. Rafe le separó otro poco las piernas y Keely giró la cabeza hacia las ventanas. Esa esquina del apartamento daba a otro edificio alto, justo al otro lado de la calle, tanto que podía ver a las personas que vivían dentro.

– ¿Quieres tener público? -preguntó él-. ¿O prefieres que cierre las persianas?

No le dio oportunidad de responder. Se colocó las piernas de Keely sobre los hombros, se agachó y empezó a saborearla. El contacto de la lengua le produjo una descarga de placer que la hizo gritar sorprendida. Estaba segura de que cualquiera que estuviese mirando por la ventana sabría lo que estaban haciendo. Pero le daba igual. Sentir su boca sobre su sexo era devastador, podía con cualquier inhibición.

Una y otra vez, la penetró con la lengua, luego se retiraba para juguetear y chupar. Keely no estaba segura de cuándo había perdido la capacidad de pensar, pero las sensaciones se hacían más intensas por segundos. Cada vez necesitaba más liberar la tensión que la tenía al borde. No podía soportar más la tortura de su lengua. Quería aguantar, pero solo podría hacerlo si le pedía a Rafe que parara. Y eso era imposible. Estaba tan cerca… tan bien… tan…

Explotó. Keely sintió un latigazo de placer que la sacudió de arriba abajo. Tan pronto estaba a punto de caer por el precipicio como, de pronto, estaba en medio de un orgasmo arrollador. Keely gritó mientras su cuerpo temblaba espasmódicamente, pero Rafe siguió. Continuó paladeándola, bajando el ritmo para darle oportunidad de recuperarse.

Estaba dispuesto a empezar otra vez, pero Keely se echó hacia delante, le pasó las manos por el pelo y lo apartó. Rafe supo lo que quería nada más mirarla. Se levantó y, sin decir palabra, la levantó de la encimera y la llevó hacia la puerta con las piernas de Keely enredadas a su cintura.

Al pasar por la ventana, vieron a algunas personas mirándolos desde el edificio de enfrente. Keely sintió que las mejillas le ardían y escondió la cara contra el cuello de Rafe.

– Creo que les hemos ofrecido un buen espectáculo -dijo él sonriente.

Luego la llevó al dormitorio y la desnudó lentamente frente a los ventanales que daban al puerto. Cuando se despojó de su propia ropa, se unió a Keely en la cama e hicieron el amor, despacio, con dulzura, hasta que ambos se desbordaron juntos, dos cuerpos estremecidos de placer, el uno contra el otro, dos extraños abandonados a una atracción imposible de negar más tiempo.


Horas después seguían despiertos, hablando con calma sobre una almohada. Rafe jugueteaba con el colgante de Keely mientras la miraba a esos ojos verdes y dorados. Lo asombraba lo fácil que le resultaba abrirle el corazón. Hablaban de todo y nada, sin que el asunto de conversación tuviera importancia en realidad. Le bastaba con oír el sonido de su voz, verla sonreír o reírse ante una broma.

– Bueno, Keely McClain, cuéntame la verdadera razón por la que has venido a Boston.

– Ya te lo he dicho -contestó ella después de apoyarse sobre un codo, apartándole un mechón de pelo que le caía encima de los ojos-. Quería empezar de cero otra vez.

– ¿Nada más?

– No -dijo Keely-. Hay otra razón, pero no estoy segura de si debo hablar de ella.

– Después de lo que hemos compartido, no deberían existir secretos entre nosotros -la provocó él.

– Bueno… -Keely se lo pensó unos segundos-, me vendría bien hablarlo con alguien.

Se había hecho la ilusión de que había vuelto por él, pero, toda vez que reconocía que había otra razón, estaba intrigado por conocerla.

– Cuéntame.

– He venido a encontrar a mi verdadera familia.

– ¿Tu familia?, ¿no vive en Nueva York?

– Solo mi madre. Pero mi padre y mis hermanos están en Boston. Mis padres se separaron cuando yo era un bebé y nunca lo conocí. Ni a él ni a mis hermanos. En ese sentido me pasa un poco como a ti. Los dos perdimos a nuestros padres cuando éramos pequeños.

Pero el de ella estaba vivo. Y él no se había molestado en desenmascarar la verdad sobre la muerte de su propio padre.

– Así que estás trabajando en el bar hasta que consigas encontrarlos.

– No, no, ya los he encontrado -contestó Keely-. Pero todavía no me he presentado. Por eso estoy trabajando en el bar -añadió mientras se frotaba un ojo, justo antes de taparse la boca para bostezar.

Rafe empezó a sentir que se le formaba un nudo en el estómago.

– En el Pub de Quinn.

Keely asintió con la cabeza y se acurrucó contra el cuerpo de Rafe. Cerró los ojos, exhaló un suspiro delicado.

– Mi padre es Seamus Quinn. Y sus hijos son mis hermanos.

Rafe se quedó helado. Por miedo a que Keely notara su reacción, trató de hablar con calma e indiferencia.

– Así que tu nombre no es Keely McClain, sino Keely Quinn.

– Sí… Keely Quinn -murmuró adormilada.

Rafe cerró los ojos y maldijo iracundo para sus adentros. ¡Dios!, ¡no podía ser verdad! ¡No podía estar pasándole algo así! Llevaba meses planeando su venganza y la había puesto en marcha pocos días atrás. Ya no podía pararla. ¡Seamus Quinn había asesinado a su padre y pagaría por ello!

Pero Seamus no sería el único que pagara. Keely apenas tendría tiempo para conocer a su padre antes de que lo metieran en la cárcel, donde pasaría el resto de su vida. Rafe se giró para mirarla. Se había quedado dormida, con los ojos negros contra su tez delicada, los labios hinchados por sus besos.

No le había contado los detalles de la muerte de su padre porque no quería que oyera el poso de rencor que lo envenenaba. Pero, ¿cómo podría seguir adelante sabiendo cómo se sentiría Keely cuando descubriera la verdad?

Keely era una Quinn. Pero también era la única mujer que jamás le había importado aparte de su madre. Rafe salió de la cama con cuidado de no despertarla y anduvo hasta los ventanales. El puerto de Boston seguía titilando con las luces de la ciudad mientras el cielo azul iba adquiriendo tonalidades rosas y naranjas. Apretó las manos contra el cristal, tratando de organizar el desbarajuste que atormentaba su cabeza.