Se había creído afortunado por encontrarse con Keely de nuevo. Pero, después de aquella inesperada revelación. Rafe se preguntó si el hecho de acostarse con ella no sería un acto de justicia poética. Acababa de hacer el amor con la hija del asesino de su padre. Y, de pronto, ya no estaba tan seguro de querer destrozar a Seamus Quinn.

Había vivido con aquel odio demasiado tiempo. Su necesidad de ajustar las cuentas lo había consumido. ¿Cómo iba a olvidarse de todo de repente? La verdad tenía que saberse, el culpable tenía que pagar. Pero ya no era tan fácil como antes, cuando Seamus no era más que una sombra anónima tras la muerte de Sam Kendrick. De pronto era un padre con una hija que quería construir un futuro con su familia.

Pero, aunque quisiera frenarlo todo, no podría hacerlo sin dar la impresión de que estaba ocultando un delito. Y no es que hubiera inventado pruebas incriminatorias. Todo lo que estaba haciendo era legal y transparente. Tenía un testigo dispuesto a declarar. ¿Por qué no dejarlo todo en manos de la ley? Si Seamus no era responsable, quedaría en libertad. Si lo era, cumpliría la condena que se mereciera.

Rafe se giró para mirar a Keely, acurrucada en la cama bajo las sábanas. Parecía tan inocente… Nada que ver con la mujer que lo había vuelto loco de deseo hacía unas pocas horas. Le encantaba aquel contraste de sirena lasciva atrapada en un cuerpo inocente.

Pero, ¿cuánto tiempo seguiría deseándolo Keely? ¿Cuánto tiempo tenía para conseguir que Keely lo quisiera a él más que a su familia?

Capítulo 6

Keely despertó perezosamente, estirándose bajo las sábanas y entrecerrando los ojos contra el sol radiante de la mañana. Vio la silueta de un hombre alto y de hombros anchos junto a la ventana y sonrió. Rafe. Cuando las pupilas se le adaptaron a la luz y pudo enfocarlo con nitidez, admiró su desnudez, su piel suave contra los rayos que se filtraban por el cristal.

Keely se hizo un ovillo y saboreó la oportunidad de contemplar su cuerpo: los brazos esculpidos, los músculos de la espalda, la cintura estrecha y las piernas largas, un espécimen perfecto. Parecía llevar esa perfección como si nada, como si no supiera, o no le importara, el efecto que su cuerpo provocaba en la libido de las mujeres.

– Buenos días -lo saludó mientras se pasaba una mano por el pelo enmarañado.

– Buenos días -contestó Rafe tras girarse, sobresaltado por la voz de Keely-. ¿Has dormido bien?

Keely se sentó en la cama y, al estirar los brazos por encima de la cabeza, la sábana se le cayó dejando sus pechos al descubierto. No se molestó en cubrirse. Con él se sentía cómoda desnuda, más consciente de su sexualidad y del poder que esta le otorgaba.

– Mucho. ¿Y tú?

– También.

Keely siguió deleitándose con su cuerpo, siguiendo la delgada línea de vello que empezaba entre sus pectorales y acababa bajo el estómago. Sintió un cosquilleo al recordarlo en plena erección.

– Estás increíble de pie a la luz del sol. Si tuviera un papel, te dibujaría tal cual.

– ¿Dibujas?

Keely asintió con la cabeza. Aunque se conocían los cuerpos del otro de memoria, sabían cómo hacerse gemir de placer, todavía les quedaban muchas cosas elementales por aprender.

– Tengo un título de Bellas Artes. Antes pintaba, pero me gustaba más esculpir. Aunque también me divertía dibujando desnudos – comentó sonriente-. Para ser una niña buena educada en un instituto femenino, las clases de dibujo me abrieron los ojos. Solo había estado con un chico y no le había llegado a ver… ya sabes, el equipaje.

– ¿Y eso? -Rafe enarcó una ceja.

– Nos daba miedo encender las luces. Dios, no sabía qué vería, pero creía que me quedaría ciega como castigo -dijo Keely, tapándose los ojos con una mano-. Será mejor que te pongas algo de ropa. Empiezo a disfrutar demasiado de la vista.

Pero Rafe volvió a la cama a tumbarse junto a ella y, nada más apretarla contra su cuerpo, se excitó.

– ¿Quién eres, Keely McClain? -le preguntó mirándola con intensidad-. ¿Por qué me estás haciendo esto?

Keely se quedó callada. Lo notaba extraño, reservado, como si algo lo preocupara.

– ¿Qué te estoy haciendo? -le preguntó ella.

– No estoy seguro. Pero me hace sentir muy bien.

Keely le acarició una mejilla, deslizó los dedos sobre el vello incipiente de la barba.

– No sé qué es. Rafe. No sé si terminará mañana o durará toda la vida. Así que quizá debamos relajarnos y ver adonde nos lleva. Y si no funciona, nada de arrepentimientos. Sin rencores.

– Suena bien -dijo Rafe. De pronto, la agarró por la cintura y la puso debajo de él-. Vámonos de viaje. Es Navidad: deberíamos hacer algo especial. Podemos salir hoy. Compraremos dos billetes a algún sitio y despegaremos. Podemos ir a Hawai, a París, Londres. Tú eliges. A algún lugar lejos de aquí.

La oferta sonaba tentadora. Pasar una semana en la habitación de un hotel con Rafe Kendrick era tanto como hacer realidad la mejor fantasía de una mujer.

– No puedo -dijo sin embargo-. Tengo que trabajar. El pub abre a las cinco y tengo turno. Me apunté a trabajar en navidades para conocer a mi familia.

– Vamos, ¿no me dirás que prefieres ese bar maloliente a una playa cristalina en Hawai?, ¿o a un café en París?, ¿o una habitación acogedora de un hotel de Londres? No tienes ni que pensártelo.

– Ya sabes por qué tengo que quedarme – contestó Keely-. Necesito decirle a mi familia quién soy. Y necesito encontrar el momento justo para hacerlo. Y no lo encontraré si me estoy tostando en una playa de Hawai.

– No sé si quiero dejar que salgas de esta casa -Rafe apoyó la frente sobre la de ella-. La última vez que te dejé, desapareciste.

– ¿Qué tal si vuelvo aquí después del trabajo y cenamos juntos? -le propuso ella después de rozarle los labios con los dedos-. Esta vez cocino yo.

– ¿Cocinas bien?

– Mejor que tú -lo pinchó-. A ti te falta atención. Y eso es muy importante para preparar tortillas. No puedes distraerte con… otros manjares exquisitos.

– ¿Y qué se te ocurre que hagamos hasta que te marches a trabajar? -preguntó Rafe, frotándose la nariz contra el cuello de ella.

– ¿Sabes lo que estaría bien? Vestirnos e ir a la Iglesia. Es Navidad. Siempre voy a misa y me perdí la de anoche.

– ¿De verdad quieres ir a la Iglesia?

– Después de todo lo que pecamos anoche, creo que será lo mejor. Podemos pasar por mi casa, para que me cambie. Y después de la iglesia, tomamos un café. ¿Y sabes qué otra cosa me gustaría hacer? Me gustaría patinar sobre hielo. O dar una vuelta en uno de esos carros tirados por caballos. O podíamos dar un paseo viendo escaparates. Serían las navidades perfectas.

– Vale -accedió Rafe a regañadientes-. Pero antes quiero darme la ducha perfecta. ¿Vienes?

– En seguida -Keely sonrió-. Tengo que llamar un momento a mi madre. ¿Puedo usar el teléfono?.

Rafe le dio un beso en la punta de la nariz y salió a gatas de la cama.

– Te estoy esperando.

Se fue al baño mientras Keely se quedaba en la cama admirando la vista. Cuando oyó que abría el grifo de la ducha, se estiró para alcanzar el teléfono de la mesilla de noche y marcó el número de su madre. Fiona descolgó al cabo de dos pitidos.

– Hola, mamá, feliz Navidad.

– Feliz Navidad, cariño. Me tenías preocupada. Anoche no me llamaste. Pensé que habías decidido venir a casa al final. Intenté localizarte en la habitación de tu pensión a las nueve, pero me dijeron que no estabas. Y no me atreví a llamar después de las diez. No quería molestar tan tarde. ¿Estás bien?

– Sí.

– ¿Fuiste a misa anoche?

– No, pero voy a ir a la Iglesia ahora con un amigo

– ¿Tienes un amigo en Boston?

– Sí, solo uno. Pero es muy agradable. Tengo noticias -añadió Keely, cambiando sutilmente la conversación-. Brendan está prometido. Apareció anoche en el pub para anunciarlo. Ella se llama Amy Aldrich. Parece muy maja, es muy guapa. Y hacen muy buena pareja. Mi padre no parecía entusiasmado, pero todos los demás sí. Ojalá hubieses estado, mamá. Con Conor casado y los otros dos prometidos, no tardarás en tener nietos.

Fiona permaneció en silencio un buen rato antes de hablar.

– ¿Cuándo vas a volver a casa?

– En un par de semanas quizá. Quiero decírselo ya. Y creo que lo llevarán bien. Son muy simpáticos conmigo, mamá. Deberías conocerlos. Quizá las navidades que viene estemos todos juntos.

– Quizá.

– ¡Keely!, ¡mueve ese trasero precioso y ven a la ducha!

Keely puso una mueca, pero, por suerte, su madre no había oído a Rafe.

– Tengo que irme. Esta tarde entro a las cinco, así que te llamaré desde el pub cuando pueda. Quizá consiga que se ponga alguno de los chicos para que te salude.

– Sí… Eso sería fantástico, Keely -dijo la madre con voz llorosa-. Lue… luego hablamos. Feliz Navidad, corazón.

– Adiós, mamá -Keely colgó, suspiró, se frotó los ojos.

– ¡Keely!

Y salió de la cama sonriente para ir de puntillas hasta el baño.

Al igual que la cocina, era una maravilla de la tecnología, con una enorme bañera de masajes y una ducha con mampara para dos. Miró por una esquina de la mampara y vio a Rafe desnudo, en plena erección, con el cuerpo húmedo y enjabonado.

– El caso es que no soy chica de duchas. Prefiero los baños.

Rafe dio un paso hacia ella. Alargó una mano por sorpresa y la agarró por el brazo. Tiró de Keely dentro de la ducha, bajo la cascada de agua corriente y la besó a fondo.

– Te voy a enseñar a que ames también las duchas -prometió él con voz ronca.


Estaba sentado en el banco de un parque, con el abrigo de cachemir abierto al calor del sol de mediodía. Miraba a los patinadores deslizarse sobre un círculo gigante de hielo, recordando el tiempo que había pasado patinando con Keely el día de Navidad. Si alguien le hubiera dicho que iba a pasar la tarde sobre un lago helado, lo habría tomado por loco. Pero debía reconocer que se había divertido. Al terminar el día hasta se había convertido en un patinador pasable.

Había compartido tantas cosas con Keely en los últimos cinco días. Pero, sobre todo, no habían dejado de divertirse: ya fuera en la cama, sin complejos, o cenando tranquilamente con una botella de buen vino o champán, o paseando por el río. Rafe nunca le había dado mucho valor a la diversión, pero era evidente que estaba aprendiendo una nueva dimensión de la vida. Había sonreído más en la última semana que en todo el año anterior. En los anales de sus aventuras con las mujeres, sabía que Keely se alzaría en el primer puesto. Era dulce y comprensiva fuera de la cama, salvaje y apasionada entre las sábanas. Y el contraste lo fascinaba. Otras mujeres habían tratado de dar esa imagen, pero en Keely era genuina.

Con todo, un nubarrón negro seguía cerniéndose sobre ellos. Keely no era solo una mujer con la que se había acostado. Era una Quinn. La hija del asesino de su padre. Y debería estar reprochándose por su comportamiento con ella, en vez de preguntarse qué nueva aventura compartirían juntos esa noche.

Gozaba con su cuerpo. Como ella misma había dicho, no tenían ningún compromiso, nada de ataduras. Solo era un intercambio sexual y el deseo no tardaría en desaparecer. Luego podrían seguir adelante con sus vidas.

– No tienes por qué sentirte culpable -se dijo. Luego soltó una palabrota. Tenía que controlarse. Se estaba obsesionando. Pensaba en Keely a todas horas: se preguntaba qué estaría haciendo, con quién estaría hablando, si estaría pensando en él. Aunque no estaba seguro de haberse enamorado, tampoco podía definir con precisión lo que sentía. Le gustaba Keely. Era bonita, atractiva e intrigante. Y se lo pasaba bien con ella.

Dios, nunca había estado más de un mes con la misma mujer, a una media de dos citas semanales y cinco noches de sexo decente hasta aburrirse. Hizo balance del tiempo que llevaba con Keely y lo sorprendió descubrir que ya había sobrepasado su récord.

– Perdón, ¿eres el hijo de Sam Kendrick? Rafe levantó la cabeza, despertando de su ensimismamiento. Un hombre mayor estaba de pie frente a él, con una chaqueta vieja y un par de vaqueros azules desgastados. El tiempo no había tratado bien a Ken Yaeger. Tenía la cara llena de arrugas, un par de pelos en toda la cabeza, los dientes negros, a falta de un tratamiento en el dentista.

– Sí.

Yaeger se sentó en el banco y se frotó las manos.

– ¿Por qué diablos hemos quedado aquí? Esta ciudad está llena de tabernas con calefacción y whisky. Ya pasé bastante frío cuando era joven. No necesito pasar más -Ken metió una mano en el bolsillo de la chaqueta y sacó una petaca-. ¿Quieres un trago?