El colgante le saltaba de un pecho a otro de un modo tentador, atrayendo la atención sobre lo que no estaba a la vista. Keely se echó las manos a la espalda por el cierre del sujetador, pero Rafe no la permitió llegar tan lejos. En un movimiento veloz, le agarró una mano y tiró de ella hasta tumbarla en el sofá. Luego se puso encima, atrapando su cuerpo. Aunque Keely intentó liberarse. Rafe no estaba dispuesto a permitírselo.

– Ya basta -dijo él, sujetándole las manos por encima de la cabeza.

– Eres tú quien me lo ha pedido -contestó Keely, forcejeando todavía. Arqueó las caderas contra él y notó su erección-. Y yo diría que te estaba gustando.

– ¿Y a ti qué te gusta? -Rafe bajó la cabeza hacia uno de sus pechos y cubrió el pezón con la boca, humedeciendo el satén del sujetador. Luego se retiró y sopló hasta que la punta se irguió-. ¿Te gusta esto, Keely?

Esta siguió luchando, pero Rafe notó que con mucha menos convicción.

– Suéltame -le ordenó.

Rafe le agarró ambas muñecas con una mano y deslizó la que le quedaba libre por todo el cuerpo de Keely. Cuando llegó a las bragas, la metió por debajo y tocó la humedad entre las piernas.

– ¡Vaya, vaya! -dijo mientras le hundía un dedo. Keely exhaló un suspiro entrecortado-. Dime que lo deseas. Dime que quieres tener un orgasmo.

Giró la cara para no contestar, pero cuando volvió a tocarla, subió las caderas de nuevo contra la mano de Rafe. Este le soltó las muñecas sin dejar de penetrarla con el dedo. Observó su cara mientras la tocaba, la expresión concentrada de placer a medida que la llevaba hasta el límite.

Cuando se puso tensa y contuvo la respiración, Rafe bajó el ritmo. Quería retardar el orgasmo para que fuera lo más potente posible. Entonces gimió su nombre y empezó a tener espasmos, a respirar jadeando, a temblar.

Rafe bajó el dedo una vez más, húmedo con su deseo. Keely escondió la cara contra el pecho de él para que no pudiera verla. Aunque Rafe había querido poner las cosas claras, de pronto se arrepintió del método que había escogido. Se echó hacia atrás hasta poder mirarla a la cara. Entonces se le desgarró el corazón. Una lágrima caía por la mejilla de Keely, resbalando hasta parar junto a la oreja.

Rafe se apartó, se puso de pie junto al sofá, consciente de repente de lo que acababa de hacer.

– Keely, yo…

– No digas nada -se adelantó ella. Se levantó del sofá y se agachó a recoger la ropa del suelo-. Me voy a la cama. Más vale que duermas con un ojo abierto, porque pienso largarme a la menor oportunidad.

Rafe puso una mueca al oír el portazo de la habitación. Se desplomó sobre el sofá y se cubrió los ojos con un brazo. Sabía lo que acababa de hacerle: la había humillado volviendo en contra de ella su propio deseo. Pero, tratándose de Keely Quinn, era incapaz de pensar debidamente. Los sentimientos acababan sometiendo a la lógica y el sentido común.

– Maldita sea -murmuró. Lo mejor sería reconocer la verdad, porque era evidente: no la había llevado a la cabaña para convencerla de nada; la había llevado allí porque tenía miedo de que se fuera y no volver a verla nunca. Se había enamorado de Keely Quinn. Y no podía hacer nada al respecto.


Keely se acurrucó en la cama, subiéndose el edredón para taparse la nariz fría. La luz del alba se filtraba a través de las cortinas e intentó adivinar qué hora sería.

Había dado vueltas y más vueltas la mayor parte de la noche, oyendo el viento contra las ventanas. Y cuando por fin había conseguido dormirse, había tenido un montón de sueños interrumpidos. Debería odiar a Rafe por lo que le había hecho, pero en realidad había disfrutado aquellos momentos. Nunca había tenido una relación tan apasionada y desinhibida con ningún hombre. Pero con Rafe le bastaba una caricia para hacer saltar por los aires todas sus reservas. Adiós a la niña buena católica. Bienvenida, ninfómana.

Hasta sabiendo que pretendía destrozar a su familia, no podía controlar lo que sentía hacia él. Era como una droga, nociva y adictiva, que destruía su control. Keely estaba segura de que jamás encontraría a otro hombre igual en toda la vida, que la hiciera retorcerse de deseo con mirarla. En adelante, compararía a cada hombre con el que estuviera con Rafe Kendrick y lo que había compartido con él.

Llamaron con delicadeza a la puerta y Keely se sentó en la cama, tapándose con el edredón.

– Estoy despierta -dijo.

Rafe empujó la puerta despacio, entró. Le ofreció un par de botas, que le estaban grandes, como en señal de paz.

– Por si quieres salir de la casa -dijo-. He quitado la nieve de esta noche.

– Gracias -Keely asintió con la cabeza-. ¿Me vas a acompañar o puedo salir sola?

– Puedes ir sola -contestó él-. Yo te voy preparando la bañera. Está en la cocina, para cuando estés lista -añadió justo antes de darse la vuelta y marcharse.

Keely salió de la cama, se vistió deprisa y metió los pies en las botas. Llegó al salón, se puso la chaqueta de abrigo y salió de la cabaña.

La nieve que había empezado a caer al anochecer había seguido cayendo y tapaba casi un lateral del coche de Rafe. Seguían cayendo copos, tan gordos que casi no se veía. Descartó la idea de echar a correr calle arriba hasta parar a algún coche que pasara. Rafe la estaría vigilando por la ventana y le daría alcance antes.

Llegó al pozo donde Rafe había tirado las llaves y se preguntó cómo podría recuperarlas. Si lo conseguía, podría meterse en el coche y largarse en ese mismo instante.

Pero aunque encontrara un palo suficientemente largo, le costaría tiempo pescarlas. Y Rafe iría a buscarla si tardaba en volver. Además, con la nieve que había, seguro que se quedaría atascada en la carretera. Quizá debía resignarse a oír lo que tuviera que contarle. Después de escucharlo, la llevaría de vuelta a Boston y fin de la historia.

– Fin de la historia -murmuró Keely. ¿De verdad quería eso?, ¿alejarse de Rafe Kendrick y no volver a verlo? Tenía que decidirse. Cuando su padre y sus hermanos descubrieran la relación entre sus problemas y las manipulaciones de Rafe, lo odiarían de por vida. Y Rafe ya odiaba a los Quinn. De modo que se verían en medio de una guerra terrible si no tomaba una decisión. Pero eso era tanto como presumir que tenía algún tipo de futuro junto a Rafe. Cuando quizá fuese más sensato apostar por un futuro con los Quinn.

Keely volvió a la cabaña. Una vez dentro, se quitó las botas y entró en la cocina.

– Sigue nevando -comentó.

Rafe tenía un cubo en la mano. Estaba echando agua caliente en la bañera. Le apetecía mucho. Sería la forma de quitarse el frío de la mañana. Pero tendría que bañarse al aire libre. Keely se preguntó si se trataría de otro jueguecito de Rafe.

– Construí una ducha en la parte de atrás de la caseta, pero hace frío y hay corriente. Así que espero que te valga con esta bañera. Además, recuerdo que te gustaba bañarte – dijo mientras echaba otro cubo. Luego señaló hacia la encimera-. Ahí tienes jabón, champú y toallas. Y un cubo para aclararte. Estaré en la otra habitación si necesitas cualquier cosa.

– Gracias -dijo Keely, sorprendida por el gesto de generosidad. Luego se quitó la chaqueta-. Puedes quedarte si quieres. Ya has visto todo lo que hay que ver. Y así me puedes echar más agua caliente -añadió, pero Rafe se dio la vuelta cuando empezó a desvestirse.

Después de desnudarse, se metió en la bañera y se hundió hasta que el agua humeante le llegó a la barbilla.

– Qué maravilla -susurró con los ojos cerrados, apoyando la cabeza contra el borde de la bañera. Luego se quedaron en silencio hasta que Keely abrió un ojo y encontró a Rafe mirándola con expresión desasosegada-. ¿Me lo cuentas ahora?

– ¿El qué?

– Lo de tu padre.

– ¿Estás dispuesta a escucharme?, ¿sin condenarme de antemano?

– Haré lo que pueda -contestó Keely mirándolo a los ojos.

Rafe agarró una silla y se sentó cerca de la bañera. Apoyó los codos sobre las rodillas, se echó hacia delante. Tras unos segundos de silencio, arrancó a hablar.

– Recuerdo el día que vinieron a casa a decirnos que mi padre estaba muerto. Habían avisado por radio desde el barco y el comisario vino a darnos la noticia. Al principio no teníamos detalles, pero luego, cuando el barco atracó, vinieron algunos amigos de mi padre y nos explicaron que se había enredado con una cuerda y se había caído por la borda. A partir de ese momento, sospeché que había pasado algo raro. No podía ser cierto. Mi padre no habría cometido un error tan tonto.

Rafe siguió explicando la repercusión de la muerte de su padre, el entierro, las crisis de su madre, el escaso dinero del seguro, insuficiente para las facturas médicas de Lila.

– Cuando era adolescente, mi madre hablaba sin parar sobre la muerte de mi padre y un día dijo algo de Seamus Quinn y un asesinato. Al principio pensé que estaba delirando, pero me quedé intrigado. Nunca se me olvidó y cuando fui mayor y tuve algo más de dinero, empecé a investigar. Hace unos meses conseguí localizar por fin a uno de los tripulantes que estaban con mi padre en aquel barco. Y me dijo lo que de verdad ocurrió en el Increíble Quinn.

Keely oyó atentamente el resto de la historia. Rafe la contó con frialdad, como si estuviera recordando la muerte de un desconocido y no la de su padre. Cuando terminó, soltó un largo suspiro.

– Así que ya ves por qué tengo que saber lo que pasó. La muerte de mi padre cambió mi vida: me convirtió en la persona que soy. Y a veces no me gusta mucho esa persona. Siento… una rabia interior de la que me gustaría liberarme. Si averiguo la verdad, quizá lo consiga.

– ¿Aun a costa de arruinar la vida de otro hombre? -preguntó Keely.

– ¿De qué lado estarías si no se tratase de tu padre? -contestó él.

Consideró la respuesta unos segundos y no le quedó más remedio que reconocerlo: en cualquier otro caso, apoyaría a Rafe cien por cien.

– Pero el hecho es que Seamus es mi padre. Y si consigues lo que quieres, puede que no llegue a conocerlo nunca.

– Cuando empecé con esto quería venganza. Pero ahora solo quiero la verdad. Si puedes entender esto, Keely, yo entenderé que tú estés del lado de tu familia.

Keely asintió con la cabeza. Luego extendió una mano.

– Pásame el champú.

Rafe se levantó y agarró el bote. Keely se sumergió en el agua para humedecerse el pelo y volvió a salir. Esperó a que Rafe le entregara el champú, pero este empezó a lavarle el pelo él mismo.

– No creo que mi padre lo asesinara – dijo-. Lo conozco. No es posible. Y no conseguirás convencerme de lo contrario.

– Espero que tengas razón -contestó Rafe mientras le frotaba el pelo.

Keely volvió a cerrar los ojos y se abandonó a aquella caricia relajante. Aunque era un acto muy corriente, le resultaba sensual, tan íntimo que la hacía sentirse más unida a Rafe que haciendo el amor incluso.

– Siento lo de anoche -murmuró él.

– Lo sé.

Keely echó la cabeza hacia atrás y Rafe le aclaró el pelo. Luego dejó el cubo en el suelo y se secó las manos en los vaqueros.

– En fin, supongo que debería ir recogiendo. El quitanieves no tardará en pasar y estoy seguro de que quieres volver a Boston.

– ¿Cómo vamos a volver? Tiraste las llaves del coche.

Rafe abrió un armario de la cocina y sacó un aro con llaves.

– Siempre guardo una copia aquí. Por si acaso.

– Y yo tratando de encontrar la forma de recuperar las llaves del pozo -Keely no pudo evitar sonreír.

Explotó una burbuja de jabón. Ya no estaba tan segura de si quería regresar a Boston tan rápido. Algo, desde el fondo del corazón, le decía que podía ser la última vez que viera a Rafe.

Tenía razón: debía elegir entre él y su familia. Pero no estaba preparada para tomar esa decisión todavía.

Si se marchaban ya, apenas le quedaría un par de horas para disfrutar de su compañía.

Keely cerró los ojos. Pero tampoco cambiarían mucho las cosas por retrasar la vuelta.

– De acuerdo -dijo por fin-. Me alegraré de estar de vuelta en Boston.

Capítulo 8

Rafe plantó el pie con fuerza sobre la alfombra que había nada más entrar y notó que el tobillo ya no le dolía apenas. Equilibró el peso de los leños que llevaba en brazos al tiempo que se quitaba las botas. Mirando por encima de los leños, encontró a Keely donde la había dejado una hora atrás: acurrucada en el sofá frente a la chimenea con un ejemplar antiguo de Grandes Esperanzas de Dickens.

– Todavía sigue nevando -dijo él-. Las carreteras deben de estar bastante mal, pero el quitanieves no tardará en pasar.