– No queda mucho para que anochezca. Si no hubieras tirado el teléfono, podríamos llamar para saber cuándo vendrá.

– Ya -Rafe asintió con la cabeza. No iba a decirle que tenía un móvil en el bolsillo de la chaqueta en caso de una emergencia de verdad. Y estar incomunicados no le parecía tan grave. Cuanto más tiempo pudiera pasar con Keely, mejor que mejor.

Esta bajó el libro a su regazo y se giró hacia Rafe.

– Quizá podríamos quedarnos y ya está – dijo-. Al fin y al cabo, es Nochevieja. Puede ser bonito recibir el año en la quietud del bosque, alejados del trajín de Boston.

Se alegró de que llegara a tal conclusión por su cuenta. Si lo hubiera sugerido él, probablemente se habría opuesto.

– En la nevera hay comida de sobra. Y creo que una botella de champán de la Nochevieja pasada.

– ¿Restos de algún secuestro anterior? – preguntó Keely enarcando una ceja.

– No, nunca había traído a ninguna otra mujer aquí. Eres la primera -dijo Rafe y su sonrisa se desvaneció cuando Keely devolvió la atención al libro. Carraspeó-. Estaba pensando en dar un paseo. ¿Te apetece venir conmigo?

– No tengo botas, ¿recuerdas? Las tiraste a la chimenea.

– Puedes ponerte esas -dijo apuntando hacia las que se había puesto por la mañana.

– Me están grandes. No ando bien con ellas.

– Iremos despacio. Y tengo un abrigo y un sombrero decente. No pasarás frío, te lo prometo. Y no iremos lejos.

– De acuerdo -accedió ella-. Me vendrá bien oxigenarme.

Rafe sonrió satisfecho. Si aquel iba a ser el último día que pasaran juntos, haría lo posible para que fuese memorable. Se agachó, la ayudó a calzarse las botas y le ató los cordones con fuerza hasta asegurar bien los pies. Luego la ayudó a ponerse un viejo abrigo de él. Y, de remate, le plantó un sombrero a cuadros sobre la cabeza.

– Tengo que estar guapísima con esta pinta -dijo Keely.

Rafe la miró y contuvo las ganas de estrecharla entre los brazos y besarla.

– Tú siempre estás guapa.

– Vamos -murmuró ella.

El viento se había calmado, pero todavía nevaba entre los árboles mientras se abrían hueco camino del lago. El bosque estaba totalmente en silencio y, de pronto. Rafe tuvo la sensación de que el mundo se había detenido para que se relajaran.

– Siento no poder llevarte a Boston hoy – dijo.

– Me pone un poco nerviosa lo que pasará cuando me presente allí -contestó Keely encogiéndose de hombros-. Me vendrá bien tener un día más para ver cómo lo hago. Es tan fácil mirar desde fuera: yo sé quién soy yo y quiénes son ellos. Pero para ellos solo soy una extraña que intenta inmiscuirse en sus vidas. Me preocupa su reacción.

– Vomítales en los zapatos y se enamorarán de ti seguro -sugirió Rafe.

Keely lo miró y esbozó una sonrisa de satisfacción.

– ¿Tú crees? En serio, no tienen por qué aceptarme por mucho que seamos parientes. Yo siempre seré una intrusa. No comparto los mismos recuerdos que ellos -Keely se paró y miró al lago-. Y me da miedo que me echen la culpa.

– ¿Por no habérselo dicho antes?

– No. Por hacer que mi madre se marchara.

– ¿Cómo van a echarte la culpa? Ni siquiera habías nacido.

– Pero lo hizo por mí -explicó ella-. Se fue al descubrir que estaba embarazada de mí. De no ser por mí, se habría quedado.

Rafe estiró un brazo y le retiró un mechón que se le había escapado del sombrero con el viento. Había momentos en los que lo único que quería era abrazarla y borrarle a besos todas sus preocupaciones. Parecía tan vulnerable cuando hablaba de su familia.

– No puedes echarte la culpa, Keely. Antes pensaba que yo tenía la culpa de las crisis psicológicas de mi madre. Porque no era capaz de reemplazar a mi padre. Porque no se sentía segura conmigo para cuidar de ella. Pero ni sus problemas eran culpa mía ni la decisión de tu madre de dejar a su familia es culpa tuya.

– Aun así, no va a ser fácil decírselo. No paro de imaginarme cómo reaccionarán. Sería horrible si se quedaran en silencio. Si no me creen, no sé qué haré. Podrían enfadarse conmigo, gritarme… Aunque tengo una prueba – Keely se sacó el colgante de debajo del jersey. No se lo había quitado desde la primera vez que había hecho el amor con él-. Me lo dio mi madre. Es un símbolo irlandés del amor y la fidelidad. Mi madre dice que Seamus lo reconocerá.

– ¿Se lo vas a decir a él primero? -preguntó Rafe.

– Creo que no -contestó ella mientras se guardaba el colgante bajo el jersey de nuevo-. Creo que se lo contaré a uno de mis hermanos para tantear su reacción antes de soltárselo a Seamus.

– Y supongo que les hablarás de mí -dijo Rafe.

– Sí, tienen que saberlo. Puede ayudarlos.

– Será el final de lo nuestro.

– Lo sé -Keely asintió con la cabeza. La serena aceptación de las consecuencias la hirió en el fondo del corazón.

– Venga, quiero enseñarte una cosa -le dijo entonces. Se desviaron del camino principal hacia el bosque y subieron a un pequeño descampado desde el que podía apreciarse una vista maravillosa: el lago entero rodeado de árboles, los copos de nieve y un crepúsculo que coloreaba el cielo de naranja, rosa y morado. Un halcón los sobrevolaba, planeando en círculos por el aire-. Estamos solos. Esta cabaña es la única construcción del lago.

– ¿No tienes vecinos?

– No, compré todo el lago y las tierras de alrededor. Bueno, lo compró Kencor. Íbamos a construir chalés, convertir la zona en un paraje turístico. Pero no fui capaz.

– Te entiendo -murmuró Keely-. Yo lo dejaría todo como está.

Se sentaron sobre un pequeño montículo y contemplaron el lago.

– Pase lo que pase con tu padre, quiero que sepas que nunca quise hacerte daño, Keely.

– Lo sé -contestó esta-. Y entiendo que necesites hacerlo. Los dos tenemos que resolver nuestro pasado. Pero mi padre es inocente. Lo creo de corazón. Y voy a ayudar a mi familia a demostrarlo.

Rafe le agarró una mano, se la llevó a los labios y le besó el dorso con delicadeza.

– Ojalá, Keely. Ojalá.


Keely tomó la botella de vino y echó un chorrito en la cacerola. Aunque se enorgullecía de su destreza culinaria, no le estaba resultando sencillo preparar una cena elegante con lo que había en la nevera de Rafe; en concreto, un surtido de pizzas congeladas, espaguetis de lata y muslos de pollo.

– Comida de hombres -murmuró. Por suerte, las patatas formaban parte de la dieta masculina, al igual que las cebollas. Así que pudo cocinar una ternera al vino pasable. Quienquiera que se hubiera encargado de aprovisionar la cabaña, también había comprado pan, de modo que pudo tostar unos trocitos para echarlos en la salsa y preparó una ensalada César, sin anchoas ni queso parmesano. De postre tenían cuatro helados distintos y derritió unas barritas de chocolate para regarlos con él.

Estaba devolviendo la cacerola al horno cuando las luces temblaron. Se fueron. Keely esperó a que volviera la electricidad. Era la cuarta o la quinta vez que pasaba en lo que iba de tarde, según Rafe, debido a que los cables de tensión estaban soportando mucha nieve. Se acercó al salón y encontró a Rafe avivando el fuego.

– La cena huele bien.

– Ya está lista. Espero que la luz vuelva pronto. Mientras tanto, está dentro del horno para que conserve el calor lo máximo posible -Keely miró a Rafe-. ¿Y si no vuelve?

Rafe se puso recto, se sacudió las manos contra los vaqueros.

– Tendremos que hacer un fuego muy grande y acurrucamos para darnos calor -contestó él-. Creo que esta vez va a tardar un buen rato.

– ¿Toda la noche?

– Puede. Por aquí es muy frecuente. Esperemos que las tuberías no se hielen. La ultima vez que pasó fue un desastre -Rafe encendió una cerilla, encendió la lámpara de queroseno que había en la mesita de café y se la acercó-. ¿Por qué no la pones en la cocina? Voy por algunas velas y a ver si encuentro más linternas.

– Yo tengo que acercarme al servicio antes de que refresque o anochezca más -Keely se puso las botas grandes que ya se había acostumbrado a usar, agarró el abrigo de una percha de la puerta y una linterna para guiarse-. A partir de ahora, valoraré la comodidad de tener servicio dentro de casa -murmuró antes de salir hacia un anexo de la cabaña, junto al pozo del porche.

– Cuidado, no te vayan a comer los osos – bromeó Rafe cuando ya estaba yéndose.

El viento frío se filtraba bajo el abrigo, de modo que se dio prisa para volver lo antes posible al calor de la casa. Cuando abrió la puerta y entró, se quedó boquiabierta. Rafe había iluminado el interior con velas y linternas distribuidas por todo el salón, creando un ambiente romántico y acogedor.

– Hasta podemos poner algo de música si las pilas no están gastadas -dijo él, volviendo justo de una habitación con un radiocasete en la mano.

– Qué bonito.

– Está agradable -Rafe asintió con la cabeza-. A mí me gusta así: sencillo, algo rústico. Había pensado que podíamos cenar frente a la chimenea. Y tendremos que dormir delante del fuego. ¿Por qué no traes la cena y voy poniendo las cosas?

Cuando Keely llevó el primer plato. Rafe ya había lanzado unas almohadas al suelo. Abrió la botella de champán y llenó dos copas. Keely tomó una y se la llevó a los labios.

– Es Nochevieja -la detuvo Rafe-. Deberíamos brindar.

– Vale. ¿Por qué brindamos?

– Por los hados que cruzaron nuestros caminos -propuso Rafe.

Y por los que los separarían, pensó Keely antes de chocar la copa con la de él. Y, cuando iba a dar el primer sorbo. Rafe se adelantó y le dio un beso lento y delicado en la boca.

– Siempre he pasado solo la Nochevieja – dijo-. No me parecía importante celebrarla. Pero ahora lo entiendo: se trata de mirar atrás, ver todos nuestros errores y problemas, y empezar de cero. Borrar la pizarra. Se trata de tener esperanzas -añadió al tiempo que le hacía una caricia en la mejilla.

– ¿Tienes algún propósito de Año Nuevo? -preguntó Keely.

– No he pensado en nada. ¿Y tú? Keely dejó la copa en la mesita, se levantó y fue hacia la chimenea.

– En primer lugar, voy a intentar ser menos impulsiva. Claro que ese es el propósito de todos los años desde que soy adulta.

– Me gusta que seas impulsiva -dijo Rafe-. Yo no lo cambiaría.

– Vale. Entonces, voy a perder cinco kilos.

– No me parece buena idea -Rafe negó con la cabeza y se acercó despacio hacia Keely-. Tienes un cuerpo increíble. Me gusta tal como está.

– Pues… -Keely sonrió agradecida-, voy a apuntarme a clases de español.

Como no tenía respuesta para eso, Rafe la estrechó entre los brazos y volvió a besarla. Keely sabía que estaban jugando con fuego. Habían dejado de lado sus diferencias por el momento, pero en cuanto dejaran la cabaña, la realidad volvería a imponerse.

– No deberíamos hacer esto -murmuró-. Solo conseguiremos hacer las cosas más difíciles.

– Es Nochevieja -Rafe le acarició el pelo-. ¿Por qué no fingimos que es el principio de algo, en vez de un final?

Keely asintió con la cabeza y Rafe le rodeó la cintura con las manos. Mientras la besaba, la lengua caliente contra sus labios, Keely notó que las rodillas se le aflojaban, su decisión se resentía. No podía negarse. Era inútil. Desde que lo había conocido, se había sentido atraída hacia Rafe de un modo que desafiaba cualquier lógica y decisión.

Bajó la boca hacia el cuello de Keely. Después siguió descendiendo hasta ponerse de rodillas delante de ella. Le subió el jersey y apretó la boca contra su ombligo. Luego tiró de Keely con suavidad para que se arrodillara también. Era como si hiciera siglos que no compartían un momento de intimidad, aunque la misma noche anterior la había dejado temblando de placer.

Recorrió su cuerpo con las manos, introduciéndolas por debajo de la ropa, tocándola y apartándose, como si quisiera ir estimulándola despacio. Pero Keely no estaba dispuesta a ceder el control esa vez. Quería demostrarle el poder que podía tener sobre él. Quería hacerlo retorcerse de necesidad y que explotara dentro de ella.

Paseó las manos por todo el cuerpo de Rafe antes de dejarlas reposar en su espalda.

– Me toca a mí -dijo-. Tienes que hacer lo que te diga.

Rafe sonrió, listo para complacerla.

– De acuerdo -murmuró-. Sedúceme, Keely.

– Quítate la ropa -le ordenó después de sentarse sobre los talones-. Te quiero desnudo.

Se puso de pie y, mientras se sacaba el jersey, Keely observó la luz de las llamas bailando por su musculado torso. Después de tirar el jersey, empezó con los vaqueros.