– Más despacio -dijo ella-. Mucho más. Se quitó los calcetines, de uno en uno.
– ¿Así?
– Despacio -repitió Keely.
Se desabrochó los vaqueros y se bajó la cremallera centímetro a centímetro. Su miembro presionaba la seda de los calzoncillos. Ya estaba erecto. Keely tuvo que cerrar los puños para no agarrarlo y acariciarlo hasta que eyaculara en su mano. Si quería controlar el placer de Rafe, tendría que controlar primero el suyo.
Cuando estuvo totalmente desnudo, le ordenó que pusiera las manos encima de la cabeza.
– ¿Qué? -Rafe rió.
– Ya me has oído. Las manos encima de la cabeza. Así son las reglas. Si me tocas, se acabó.
Rafe obedeció a su pesar, mirándola todo el tiempo con reserva. Keely se puso de rodillas y se acercó a él hasta situar la boca a unos pocos centímetros de su erección. Cuando él se echó hacia delante, Keely se retrasó y se inventó una regla nueva: ella podía moverse, pero Rafe no.
Esa vez, cuando avanzó hacia él, se quedó quieto. Era un hombre realmente bello. Keely contempló su cintura estrecha, el pecho ancho, las piernas musculadas, las caderas esbeltas, el miembro que rozaba el vello bajo el ombligo. Muy lentamente, sacó la lengua y la deslizó desde la base hasta la punta del pene. Rafe contuvo la respiración.
Repitió la operación y Rafe emitió un gemido gutural. Le temblaron los abdominales, a la espera del siguiente movimiento de Keely. Pero esta estaba decidida a hacerlo suplicar. Le dio un beso en el hueco situado bajo el hueso de la cadera, rozando su erección con la mejilla antes de volver a pasar la lengua de extremo a extremo. Cuando tuvo la certeza de que había soportado suficiente, se lo comió con toda la boca.
No se recreó demasiado ahí. Estaba demasiado cerca del límite y le tenía reservadas muchas torturas más como para acabar tan pronto. Así que empezó a subir por su espalda, le besó el vello del torso, posó la boca en su nuca y en ningún momento dejó de tocarle la erección con los dedos. Rafe cerró las manos, apretó los puños, tuvo que cerrar los ojos mientras aguantaba con la respiración entrecortada y la erección palpitante.
Ella era la primera sorprendida por aquel comportamiento tan descarado. Keely siempre se había sentido algo cohibida con el sexo, pero con Rafe parecía perderse en busca de cotas inexploradas de placer. De alguna manera, estaba segura de que aunque pudieran pasar la vida juntos, siempre inventarían formas distintas para hacer del sexo una aventura.
Pero no pasarían la vida juntos. Tenían solo esa noche. Una escalada más hasta la cumbre del éxtasis y se acabaría todo.
– ¿Te puedo tocar ya? -preguntó entonces Rafe.
Keely negó con la cabeza y, tras ponerse frente a él, empezó a desnudarse. Rafe la contempló mientras se despojaba de la ropa poco a poco. Pero se equivocaba si pensaba que su desnudez era una invitación a tocarla. De hecho, el objetivo era atormentarlo todavía más, haciendo con sus manos lo que él no podía con las suyas.
Siempre le habían dicho que era pecado tocarse de ese modo, pero no había reglas ni arrepentimientos en ese juego que jugaban. Y quería que la próxima vez que Rafe recordara esa noche, se excitara con pensar lo que le había hecho. Se lo imaginó tumbado en la cama, solo, dándose placer pensando en ella.
– ¿Has tenido bastante?, ¿o quieres más? -le preguntó finalmente, mirándolo a los ojos.
– Si sigues así, voy a acabar antes de que me toques -murmuró Rafe.
– Creía que eso era imposible -lo provocó ella.
– Yo también. Pero créeme, es posible.
– Entonces será mejor que te tumbes y te relajes.
Rafe se tumbó sobre las sábanas y las almohadas que había extendido frente a la chimenea. Keely se colocó sobre sus caderas y, muy despacio, bajó hasta sentarse a horcajadas sobre él. Rafe estiró las manos para tocarla, pero Keely las agarró por la muñeca y se las puso encima de la cabeza.
– Con lo bien que lo estás haciendo -susurró-. No rompas las reglas ahora.
Luego se frotó contra él, endureciéndole la erección con el roce entre las piernas. Rafe arqueó las caderas en un movimiento instintivo, más que un intento premeditado de romper las reglas. Keely sintió un cosquilleo eléctrico, anticipando el momento en que Rafe estuviera en su interior y la colmara hasta el fondo.
Pero antes se echó hacia delante, puso los brazos a sendos lados de la cabeza de Rafe, le susurró al oído. Le dijo todo lo que quería hacerle con sumo detalle. Y cuando terminó, le pasó la lengua por la oreja.
– ¿Has tenido suficiente? -preguntó entonces-. ¿Te rindes ya?
– No -gruñó Rafe.
Se incorporó, enseñándole los pechos mientras le acariciaba el torso con el colgante. Luego le rozó un pezón sobre los labios, desafiándolo a que lo probara.
– ¿Y ahora? -lo desafió.
– Tal vez -dijo él con voz ronca. Se situó sobre su erección, bajó, permitió que la penetrara nada más que con la punta y se retiró.
– ¿Y ahora?
– Sí -capituló Rafe-. Me rindo, tú ganas. ¿Estás contenta?
Keely sonrió, exhaló un suave suspiro y se sentó sobre él hasta hundirlo por completo en su cálida humedad.
– Sí -contestó mientras paseaba las manos por su torso y echaba la cabeza hacia atrás, comenzando a moverse-. Estoy muy contenta.
Rafe estiró los brazos, metió un dedo bajo el collar y tiró de ella con suavidad para agacharla hasta tenerla a unos pocos centímetros. Keely abrió los ojos y se lo encontró mirándola intensamente.
– Te quiero, Keely.
Se quedó sin respiración. Lo miró a los ojos y supo que estaba diciendo la verdad.
– Yo también te quiero -contestó emocionada.
La última de las llamas se apagó. En la chimenea solo quedaban los rescoldos del fuego. Acurrucada contra el cuerpo de Rafe, Keely escuchó el ritmo profundo de su respiración. Casi tenía miedo de que la luz del amanecer entrara en la casa. Esa mañana regresaría a Boston. Se presentaría a su familia y empezaría una etapa de su vida totalmente nueva.
Pero, después de esa noche, no estaba segura de si estaba preparada para tomar aquella decisión. Habían hecho el amor una vez, luego habían parado a cenar, antes de volver a amarse. Entraron en el año nuevo entre el segundo y el tercer orgasmo, luego se quedaron dormidos, abrazados frente al fuego.
Lo cierto era que no soportaba la idea de volver a Boston. Quería quedarse con Rafe en la cabaña para siempre, olvidarse de la realidad. Era tan fácil desearlo… amarlo. Había hecho todo lo posible por no enamorarse, pero era tan inútil como intentar vivir sin respirar.
De pronto se oyó un motor afuera. Keely vio el brillo de unos faros a través de la ventana y supo que todo había acabado. Era el quitanieves. Rafe se despertaría y tendrían que afrontar la inevitable realidad. El momento de la verdad llamaba a la puerta y cada uno tendría que continuar sus vidas por caminos distintos.
Keely había intentado dar con alguna forma de solucionarlo todo. Aunque sus hermanos supieran que Rafe era el causante de los problemas de Seamus, no tenían por qué conocerse. Y ella no estaba obligada a contarles que se acostaba con el enemigo. Seguirían como hasta entonces, de amantes, compartiendo noches robadas de tanto en tanto. Y acordarían no hablar nunca de sus familias.
Pero, antes o después, se verían forzados a abandonar aquel limbo. Seamus sería declarado culpable o inocente del delito. Si salía culpable, no estaba segura de que pudiera perdonar a Rafe por haber contribuido a su condena.
Y si salía inocente, a Rafe siempre le quedaría la duda de si se había hecho justicia con Seamus. La verdad, fuese cual fuese, se interpondría entre los dos.
Keely se giró para mirarlo y memorizar cada detalle de su rostro, su vulnerabilidad infantil, su masculino atractivo.
– Me va a costar mucho olvidarte -murmuró mientras le acariciaba un mechón de pelo que le caía encima de la frente. Luego posó los labios sobre su boca y Rafe abrió los ojos.
Al principio la miró como si no estuviera seguro de quién era. Luego sonrió adormilado.
– ¿Ya ha amanecido? -preguntó.
– Todavía no.
– Entonces, ¿por qué estás despierta?
– Quiero ir al servicio -contestó Keely-. Estoy armándome de valor para salir al frío.
– Lo primero que haré hoy será llamar a un fontanero para que instale un cuarto de baño dentro, te lo prometo -Rafe le acarició el cuello con la nariz.
– Sigue durmiendo -dijo ella antes de darle otro beso-. En seguida vuelvo.
Salió de la cama y sintió un escalofrío por todo el cuerpo. Tenía la ropa desperdigada por el suelo. La recogió a toda velocidad y se la puso castañeteando los dientes. Pero, incluso después de vestirse, seguía helada. Keely se acercó de puntillas a la chimenea, echó un par de leños. Crepitaron y, momentos después, salió una llama.
Volvió a mirar a Rafe. Sería tan fácil olvidar todo aquello por lo que había trabajado y formar parte de su vida. Pero era una Quinn y necesitaba descubrir lo que eso entrañaba. Descolgó el abrigo del perchero, se lo puso y se calzó las botas grandes. Después entró en la cocina y encontró las llaves en el armario, donde Rafe las había dejado.
Era la mejor forma. Sabía que si esperaba a despedirse de él, elegiría lo más fácil: se quedaría con Rafe, con el hombre al que amaba, en vez de con la familia a la que nunca había conocido. Pero era una Quinn. Todo lo que había ocurrido desde que lo había descubierto en Irlanda lo demostraba. Keely Quinn había ocupado el sitio de la vieja Keely McClain.
Apretó las llaves del coche dentro del puño, volvió al salón. Se quedó de pie frente al sofá unos segundos, mirando la cara de Rafe e imaginando su cuerpo desnudo bajo el edredón. Nunca conocería a otro hombre igual y eso la apenaba. Pero no se arrepentía de lo que habían compartido. Aquella aventura le había enseñado quién era de verdad: una mujer fuerte y apasionada, capaz de amar y tomar decisiones en la vida.
Keely respiró profundo, se giró hacia la puerta y se obligó a salir sin mirar atrás. Una vez fuera, el sol estaba despuntando, derritiendo la nieve con los primeros rayos del día. El quitanieves había despejado la carretera y el coche de Rafe ya no estaba atascado.
Caminó hasta él con paso firme. La puerta estaba congelada. Tiró con todas sus fuerzas, pero no consiguió abrirla. Quizá estaba destinada a quedarse allí, pensó con lágrimas en los ojos. Quizá era una señal. Le dio un último tirón y se abrió. Se metió corriendo y arrancó. El motor rugió con fuerza, pero Keely se quedó apretando el volante un buen rato.
Luego, mientras metía primera, se preguntó por qué los habría unido el destino delante del pub aquella primera noche. Si creyera en la predestinación y los hados, significaría que Rafe y ella estaban hechos el uno para el otro. Pero quizá no debían estar juntos y la lección que tenían que aprender era la fuerza de los lazos familiares.
Fuera lo que fuera lo que ocurriera en Boston, estaba preparada para afrontarlo. Volvería y les contaría a sus hermanos lo que sabía. Y luego se presentaría y trataría de integrarse en su familia. Y algún día, cuando todo volviera a la normalidad, quizá pudiera llamar a Rafe… y cenar juntos… y hablar.
Pero eso tendría que esperar. En ese momento había cosas más importantes en su vida que dejarse llevar por la pasión.
Supo que se había marchado nada más abrir los ojos. El fuego había crepitado a su lado, pero había notado la casa en silencio. Se levantó y llamó a un servicio de limusinas por el móvil.
De vuelta a casa, había intentado no pensar en Keely, pero lo persiguió el recuerdo de la noche que acababan de compartir. Nunca había querido tanto a una mujer. Y no era solo pasión. La necesitaba en su vida para darle equilibrio y perspectiva. Keely le había enseñado en qué consistía la felicidad.
Al llegar al apartamento, el portero le había entregado las llaves de su Mercedes, al tiempo que lo informaba de que Keely le había llevado el coche en perfecto estado hacía unas horas. Rafe ni siquiera se había molestado en subir. Había entrado en el coche y había ido directo a su despacho.
Miró el desbarajuste de papeles que tenía sobre la mesa. Había ido a la oficina para quitarse a Keely de la cabeza. Pero había desechado un proyecto tras otro, distraído por fantasías que, debía reconocerlo, no eran ni la mitad de buenas que hacer el amor de verdad con ella.
– Concéntrate -se dijo.
Volvió a los expedientes y se fijó en un proyecto de construcción de oficinas en Portland. Pero, mientras miraba la columna de las cifras, volvió a desconcentrarse. Descubrir lo que le había ocurrido a su padre en el barco había consumido sus pensamientos antes de conocer a Keely. Y, de pronto, ya no estaba seguro de que siguiera importándole. Su padre estaba muerto y nada podría devolverle la vida. Pero Keely estaba viva, era parte de su presente y la había dejado marchar.
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