Lanzó la mochila sobre la cama y regresó al baño. Luego se metió en la ducha sin quitarse la bata siquiera. Apagó la radio y le habló con seriedad:
– Si de verdad me quisieras, me darías más tiempo.
– Y si de verdad me quisieras tú, no necesitarías más tiempo.
– No voy a discutir más contigo -dijo Keely-. No estás siendo razonable -añadió mientras se disponía a salir de la ducha.
Pero Rafe la agarró por un brazo y la puso bajo el agua. La apretó contra los azulejos de la pared y apretó las caderas contra las de ella. La seda se ciñó a su piel, realzando las sensaciones del agua caliente y el contacto con Rafe.
– Puedo besarte, quitarte esa bata y hacerte el amor aquí y ahora. Pero no cambiaría nada. No me vas a querer más que ahora mismo. Así que decide. ¿Es suficiente?
– No lo sé -contestó Keely.
– Supongo que ya es una respuesta.
Pero en un intento desesperado, bajó la boca y le dio un beso feroz, casi de castigo, al tiempo que le abría la bata con los dedos. El agua los empapaba mientras Rafe cambiaba hacia el cuello, los pechos, el ombligo.
Keely echó la cabeza hacia atrás, cerró los ojos. Lo quería más de lo que había podido imaginar jamás. Y estaba loca si creía que podría renunciar a eso y no arrepentirse el resto de la vida. Pero la oposición familiar pesaría sobre el matrimonio y Keely se preguntaba si los viejos resentimientos no acabarían saliendo a la superficie algún día. ¿Y si nunca llegaban a aceptarlo?
Rafe le agarró las piernas y se las subió alrededor de la cintura. Luego, muy despacio, la penetró. Keely enredó los dedos por su pelo mojado y arqueó la espalda mientras él se movía en su interior.
– Dime que no puedes vivir sin mí -murmuró ella.
– No viviré sin ti -contestó Rafe con la respiración entrecortada.
Satisfecha con la respuesta, Keely se abandonó al deseo. El agua seguía cayendo, llenando la ducha de vapor, contribuyendo a crear un mundo donde lo único que importaba era la pasión. Y cuando por fin explotó en su interior, Keely suspiró, segura de que Rafe sería el único hombre al que amaría de verdad.
– Volvamos a la cama -susurró ella, mordisqueándole el lóbulo de una oreja.
Rafe se apartó, la devolvió al suelo con suavidad. Luego apoyó la frente contra la de ella y cerró los ojos.
– Vuelve a casa, Keely. Y no regreses hasta que hayas tomado una decisión.
La sacó de la ducha y volvió a encender la radio. Keely abrió la boca, preparada para retomar la discusión una vez más. Pero luego sacudió la cabeza y volvió al dormitorio despacio. No harían más que dar vueltas y vueltas otra hora más y no solucionarían nada. Ella quería más tiempo y él no estaba dispuesto a dárselo. A veces se sentía como si fuera una cuerda y cada bando tirara de ella exigiéndole lealtad y desgarrándola en el proceso.
– ¿Se ha cansado? -murmuró irritada-. ¡Pues más cansada estoy yo! Me casaré con él cuando esté preparada y ni un segundo antes.
Se puso los vaqueros y el jersey sobre el cuerpo todavía mojado. El reloj y el anillo de pedida estaban en la mesilla de noche. Agarró el reloj, pero dejó el anillo donde estaba. No debería haberlo aceptado, al menos hasta haber solucionado las cosas con su familia. Y no volvería a ponérselo mientras Rafe no cediera un poco.
Terminó de vestirse. Agarró la mochila, el abrigo y el bolso y fue hasta la puerta. Pero antes de abrir se miró la mano. Llevar el anillo la había hecho sentirse segura, como si nadie pudiera romper lo que compartían.
Pero no era el anillo lo que cimentaba aquella relación. Sino el amor que se profesaban. Por desgracia, sus sentimientos no eran tan radicales como los de Rafe. Para ella no se tras taba de una decisión de todo o nada. Unos meses atrás no había nadie en su vida más que su madre. Y, de pronto, tenía un padre, seis hermanos y un prometido que la quería. Todos estaban esperando a que formara parte de sus vidas. No debería verse obligada a elegir.
Por fin abrió la puerta, pulsó el botón de ascensor. Cuando llegó al vestíbulo del edificio, el portero la saludó:
– Buenos días, señorita Quinn.
– Buenos días -Keely se obligó a esbozar una sonrisa radiante.
– ¿Le llamo a un taxi?
– Sí, por favor. Voy a la estación sur. El portero pulsó un botón de su teléfono pidió un taxi mientras Keely tomaba asiento en un bonito sofá situado junto a la entrada. Contuvo las ganas de subir a recoger el anillo. Por fin, salió a la ventisca y entró en el taxi, empeñada en no rendirse a sus miedos… ni al ultimátum de Rafe.
Mientras el taxi avanzaba por las calles nevadas del centro de Boston, Keely miró por la ventana la mañana tan desapacible que hacía. Siempre se había dejado guiar por los impulsos, pero de pronto tenía cosas demasiado preciosas que perder y necesitaba tomarse su tiempo. Si Rafe la quería, esperaría. Y si no la quería, mejor descubrirlo antes que después de la boda.
Keely llegó al restaurante de Manhattan diez minutos tarde. La recepcionista la acompañó a la mesa en la que la esperaban Olivia, Amy y Meggie. La había sorprendido la invitación. Se preguntaba si las tres mujeres habrían viajado desde Nueva York nada más que para comer con ella o si se les había ocurrido invitarla después de estar allí por algún otro motivo. Olivia había insistido en pasar el día de compras, de modo que Keely había aceptado y había sugerido un buen sitio para comer.
– Perdonad el retraso -se disculpó mientras se sentaba. Agarró la servilleta de su plato y la desdobló sobre el regazo-. Me ha costado horrores conseguir un taxi. Debería haber venido en metro. ¿Habéis pedido ya?
– Acabamos de pedir la primera botella de vino -dijo Olivia-. Nuestras sobremesas suelen durar hasta bien avanzada la tarde. Y dado que hemos decidido pasar la noche en Nueva York, puede que esta se alargue hasta bien entrada la noche.
– ¿Hacéis esto hace mucho? -preguntó Keely, intrigada por la camaradería que existía entre las mujeres de sus hermanos.
– Empezamos Olivia y yo -dijo Meggie después de dar un sorbo de vino-. Y cuando Amy y Brendan empezaron a salir, la añadimos al grupo. Y ahora que eres una Quinn, pensamos que quizá te gustaría apuntarte también.
– ¿Qué celebramos? -preguntó Keely mientras Olivia le llenaba la copa.
– Es una comida de despedida en honor a Amy. Se marcha con Brendan a Turquía la semana que viene. Está escribiendo un libro sobre algo… interesante o importante o…
– Sobre una excavación arqueológica – precisó Amy.
– Y se va con él -continuó Olivia-. Van a vivir en una cabaña en pleno invierno en Turquía. Para mí es una locura, a ella le parece romántico y a Meggie solo le preocupa si podrán conseguir buen café.
– No será tan malo -dijo Amy-. Y solo será un mes, en mayo. Antes estaremos con el equipo de investigación en Ankara.
– ¿Cuánto tiempo vais a estar? -preguntó Keely.
– Tres meses en total. Volveremos justo antes de la boda de Meggie en junio.
– Que es por lo que queríamos que vinieras -dijo esta-. Por mi boda.
– Me encargaré de la tarta, por supuesto – respondió Keely, adelantándose a la pregunta-. Lo haré encantada.
– No era lo que te iba a preguntar -dijo Meggie-. Quería saber si quieres ser dama de honor. Olivia y Amy ya han dicho que sí y la boda no estaría completa sin la única hermana de Dylan.
– No… no sé qué decir -confesó Keely, asombrada por la invitación.
– ¿Qué tal sí? -Meggie rió.
Al principio le cupo la duda de si debía aceptar. ¿Y si se había borrado del mapa para junio? Pero entonces comprendió que ya siempre sería parte de la familia Quinn. La habían aceptado como a una más. Sería una Quinn el resto de su vida.
– Sí, me encantaría ser dama de honor. Y también me ocuparé de la tarta si quieres. Será la tarta más especial que jamás haya hecho.
– Acepta la oferta de la tarta -terció Amy-. Son auténticas obras de arte. Yo quise una para mi primera boda, pero no hace trabajos para fuera de Nueva York.
– No sabía que ya habías estado casada – dijo Keely.
– No lo he estado. Me eché atrás un mes antes de la boda. Pero ya estaba todo planeado. Mi madre vio tus tartas en una revista y estaba decidida a conseguir que prepararas la mía.
– Cuando te cases con Brendan haré también la tuya. Gratis, ya que ahora somos de la familia.
– Bueno -dijo Olivia-, ahora que hemos resuelto eso, podemos centrarnos en la verdadera razón por la que te hemos invitado.
– Creía que habíais venido de compras.
– Eso podemos hacerlo en Boston -contestó Olivia-. Queremos que nos hables de tu boda. Con Rafe Kendrick. Sentimos curiosidad desde la noche de la fiesta de reapertura del pub.
Keely miró los rostros inquisitivos de las tres mujeres. De todas las conversaciones posibles, era la última que habría elegido. No había vuelto a hablar con Rafe desde que se había marchado de su apartamento hacía una semana. Era como si estuviesen echando un pulso y ninguno de los dos estuviese dispuesto a darse por vencido.
– No estoy segura de si al final nos casaremos -Keely dio un sorbo a su copa-. De hecho, puede que no vuelva a verlo.
– ¿Qué ha pasado? -Olivia frunció el ceño.
– Es una historia muy larga.
Meggie estiró un brazo y agarró con cariño una mano de Keely.
– Somos familia. Puedes contarnos lo que quieras. Y tenemos un acuerdo de mujeres: está prohibido contar a los hombres de la familia nada de lo que hablamos. Por si no te has dado cuenta, los Quinn tienen tendencia a reaccionar exageradamente.
Keely nunca había tenido una hermana, pero siempre había soñado que sería algo así: conversaciones secretas, promesas inquebrantables, un oído comprensivo. Estaba deseando hablar con alguien de sus problemas y una vez que se le había presentado la oportunidad, quería contarles todos los detalles
– La última vez que estuve en Boston tuvimos una pelea. Me está presionando para que arregle las cosas con mi familia. Ya sabéis la opinión que Seamus y mis hermanos tienen de él. Y mi madre tampoco está de acuerdo con la boda. Así que nos estamos viendo a escondidas, como si fuéramos adolescentes, quedando siempre que podemos. Al principio era emocionante, pero Rafe se está impacientando y me ha puesto un ultimátum. O les cuento a mi padre y a mis hermanos que estamos juntos y vamos a casarnos o hemos terminado.
– Tiene razón -dijo Amy-. O sea, la familia es la familia. Pero el amor es el amor. A mis padres no les gustaba la idea de que me casara con Brendan. Pero me dio igual. Yo lo quería. Y mi abuela pensaba que estaba como un tren. Así que no iba a dejarlo pasar.
– Al menos te apoyaba alguien -dijo Keely-. Nadie quiere que me case con Rafe.
– Yo sí -aseguró Olivia-. Me pareció muy romántico cómo se te declaró aquella noche.
– Yo también -añadió Meggie-. Está claro que te adora. Y parecía dispuesto a enfrentarse a los seis para demostrarlo.
– Cuenta con mi voto también -remató Amy.
Sorprendida por su apoyo incondicional, Keely se sintió más animada.
– No sé -dijo de todos modos-. El matrimonio ya es algo complicado de por sí. Y mis hermanos podrían arruinamos la vida si no llegan a perdonarlo.
– No seas tan cobarde -dijo Meggie-. Rafe y tú tenéis suerte de haberos encontrado. Si lo único que se interpone entre vosotros es la familia, sería una locura rechazarlo.
– Y no te preocupes por los chicos -añadió Olivia-. Acabarán cediendo cuando vean lo feliz que te hace Rafe. Y si no, tendremos que presionarlos un poco. A ver quién tiene más fuerza: los increíbles Quinn o sus increíbles mujeres -bromeó.
Amy pidió otra botella de vino y Keely dio un sorbo a su copa antes de que Olivia se la llenase de nuevo.
– No es solo la familia. Tengo la repostería en Nueva York. Tengo responsabilidades. Me costaría marcharme. Tendría que hacerme mi sitio aquí. Y no estoy segura de que a Boston le interesen mis tartas.
– El trabajo es trabajo -contestó Olivia-. Y el amor es amor. Además, ¿quién dice que tienes que venirte a Boston? Quizá se vaya Rafe a Nueva York.
– Quizá -dijo Keely sin mucho convencimiento-. La verdad es que no lo hemos hablado. Yo puedo preparar tartas en cualquier parte. Y amo a Rafe. Y puede que haya estado muy obsesionada con la reacción de mi familia. No me van a expulsar por casarme con él.
– No se lo permitiremos -dijo Meggie. Keely recogió la servilleta de su regazo y la puso sobre la mesa.
– Ten… tengo que irme.
– No hemos terminado de comer -protestó Olivia.
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