– No, cariño. Debes de estar confundida.
– ¿Cómo voy a confundirme? -contestó exasperada Keely-. Son mis padres. Maeve frunció el ceño, se puso de pie.
– No sé, me haces dudar, pero juraría… – Maeve cruzó el salón, abrió una vitrina y sacó un álbum de cuero. Luego regresó junto a Keely, se sentó a su lado y abrió la foto-. Aquí están.
Keely contempló la foto. Su madre nunca había guardado fotos por casa. Y a ella nunca la había extrañado hasta que ya era mayor y había empezado a preguntar por su difunto padre y sus abuelos, ansiosa de pronto por tener alguna prueba de su existencia. A veces había llegado a sospechar que era adoptada o la habían secuestrado unos piratas o la habían abandonado en una cesta en la puerta de alguna iglesia…
Se quedó hipnotizada al ver a la bella jovencita que posaba junto al mar. Era su madre, no cabía duda.
– Es Fiona Quinn -dijo apuntando a la foto.
– Sí. Y este es tu padre, Seamus Quinn.
– ¿Mi padre? -preguntó Keely casi sin voz-. ¿Este es mi padre?
– Siempre fue un hombre atractivo -dijo la anciana-. Todas las chicas del pueblo estaban locas por él. Pero Seamus solo tenía ojos para tu madre y, aunque los padres de ella no aprobaban el matrimonio, nada pudo detenerlos. Supongo que seguirá igual de deslumbrante, aunque tendrá el pelo gris más que negro.
Keely sintió que el corazón le daba un vuelco, se quedó pálida. Su padre estaba muerto. ¿Acaso no se había enterado la anciana? Llevaba muerto muchos años, desde poco después de que ella naciera. Su madre debía de haber informado con una carta o una llamada telefónica. Aunque quizá Maeve hubiera borrado de la cabeza la muerte de su primo. Por otra parte, no parecía que a la anciana le fallara la memoria. En cualquier caso, Keely decidió dejar pasar de largo el comentario. Por si acaso, no quería arriesgarse a que su nueva prima sufriese un infarto al enterarse del triste destino de Seamus McClain.
De modo que continuó mirando la única imagen que jamás había visto de su padre. Era guapo, de pelo oscuro y facciones finas. Si se lo hubiera cruzado por Nueva York, habría girado el cuello para mirarlo. Por fin podía ponerle un rostro al nombre de su padre.
– Sí que es guapo, sí -murmuró Keely.
– Todos los Quinn lo eran. Y creo que ellos lo sabían -dijo Maeve-. Mira, aquí hay otra foto de ese mismo día. Me parece que fue el día que se marcharon a Estados Unidos. La hicieron con los chicos. Recuerdo que costó horrores conseguir que se estuvieran todos quietos para la foto.
– ¿Los chicos? -preguntó Keely mientras seguía el dedo de Maeve cuando esta pasó a la siguiente página del álbum.
– Y aquí están otra vez -dijo Maeve, señalando otra foto.
Keely miró aquellos rostros descoloridos por el paso del tiempo. En esa fotografía, Fiona y Seamus estaban rodeados por cinco chicos de diversas edades y estaturas.
– ¿Son tus hijos? -preguntó Keely y Maeve soltó una risotada mientras sacaba la foto del álbum.
– ¿No los reconoces? Son tus hermanos. A ver si me acuerdo: el mayor era Conor. Luego estaban Brendan y Dylan, aunque no sé cuál de estos dos es mayor. Supongo que ya estarán todos casados, habrán formado sus propias familias. Y estos son los gemelos… ¿Cómo se llamaban? -Maeve le acercó la foto a Keely-. Creo que tu madre estaba embarazada. Esa de ahí debes de ser tú -añadió apuntando a la tripa embarazada de Fiona.
Keely se levantó. Tenía que tratarse de un error. Aquella no era su familia. No era su vida. Ella no tenía hermanos, ¡era hija única!
– Tengo que irme -murmuró aturdida-. Ya te he entretenido mucho tiempo.
– Ni siquiera te has terminado el té. Por favor, quédate un rato más.
– Puede que vuelva mañana -contestó Keely, impaciente por quedarse sola y pensar en lo que Maeve acababa de revelarle.
– Está bien. Pero ten: llévatela -dijo la anciana al tiempo que le acercaba la foto a Keely. Esta la aceptó con recelo, la guardó en el bolso y echó a correr hacia la puerta.
– Hasta mañana -se despidió mientras salía a la lluvia ligera que había empezado a caer.
Cuando llegó al coche, la cabeza le daba vueltas. Estaba desconcertada. Quería creer que Maeve Quinn era una ancianita senil, incapaz de recordar los hechos. Pero algo le decía que Maeve estaba en plena posesión de sus facultades mentales y que era ella la que se confundía.
Keely arrancó y maniobró para salir a la carretera, pero le latían las sienes, tenía el estómago revuelto. Al sentir un acceso de vómito, tuvo que pisar los frenos y abrió la puerta para airearse. Salió del coche, respiró profundo. Al cabo de más de un minuto, cuando por fin se le asentó el estómago, se llevó una mano a la frente.
¡Maldita fuera!, ¿por qué tenían que pasarle siempre esas cosas! Si no fuese tan impulsiva… Y, sin embargo, no se arrepentía de aquel viaje. Irlanda le había descubierto un pasado desconocido, un pasado que su madre le había ocultado durante años y sobre el que podía haberle mentido incluso. Pero estaba determinada a averiguar la verdad, ya fuera allí o de vuelta en Estados Unidos. Con paso indeciso, volvió a meterse en el coche.
Keely sacó la foto del bolso y la miró con atención. Las caras de los cinco chicos le resultaban de lo más familiares. Si no eran sus hermanos, era evidente que guardaban algún tipo de parentesco con ella. Pasaron varios minutos hasta que consiguió apartar la vista de la fotografía, cuando un golpecito en la ventana la sobresaltó. Keely se giró y se encontró a un anciano de sonrisa mellada. No pudo evitar pegar un pequeño grito.
– ¿Se ha perdido? -preguntó él.
– ¿Qué? -Keely bajó la ventanilla unos centímetros.
– ¿Se ha perdido? -repitió el anciano.
– No -dijo Keely.
– Parece perdida -insistió él.
– Pues no lo estoy.
El hombre se encogió de hombros y echó a andar carretera abajo. Apenas se había alejado unos metros cuando Keely salió del coche:
– ¡Espere! -lo llamó. El hombre se giró hacia Keely y metió las manos en los bolsillos del mono-. ¿Hace mucho que vive en este pueblo?
– Toda la vida -contestó el anciano-. No mucho. Pero suficiente.
– Si quisiera averiguar algo sobre una familia que vivía aquí, ¿a quién tendría que preguntar?
– A Maeve Quinn. Lleva aquí desde…
– Aparte de ella -lo interrumpió Keely. El hombre se rascó la barba. Luego la calva de la cabeza.
– Intente en la iglesia -le sugirió-. El padre Mike es nuestro pastor desde hace casi cuarenta años. Ha casado, enterrado y bautizado a todos los enamorados, difuntos y bebés del pueblo.
– Gracias -dijo Keely-. Hablaré con él.
Luego volvió al coche. Pero, una vez dentro, no supo si arrancar. ¿De verdad quería conocer la verdad?, ¿o sería mejor hacerse a la idea de que Maeve Quinn había perdido la cabeza? Claro que la versión de la anciana explicaría algunas cosas. ¿Cuántas veces se había encontrado a su madre ensimismada en quién sabía qué pensamientos, con una expresión de dolor en el rostro? ¿Y por qué se negaba a hablar del pasado si no era porque se había inventado un pasado falso? ¿De veras tenía cinco hermanos? Entonces, ¿por qué se había separado su madre de cinco niños huérfanos de padre?
Se le paró el corazón. ¿Acaso seguía vivo su padre?, ¿sería posible? ¿Formaría el accidente pesquero parte de una gran mentira? Keely sintió una nueva náusea. Eran tantas preguntas sin respuesta.
Solo podía hacer una cosa. Primero, confirmar que Maeve le había dicho la verdad. En tal caso, volvería a Estados Unidos en el primer avión. Tenía unas cuantas preguntas y Fiona McClain, ¿o sería Fiona Quinn?, era la única persona que podía darles respuesta.
Una nube de humo flotaba en el Pub de Quinn. La cerveza corría, la música sonaba a todo volumen, las discusiones se sucedían. Rafe Kendrick estaba sentado al final de la barra, delante de una Guinness caliente. Era una posición estratégica, con suficiente intimidad para pensar y que, al mismo tiempo, le permitía observar a los clientes… y a los hombres que atendían al otro lado de la barra.
Para eso había ido a Boston, para echarles un ojo a los Quinn. Si las cuentas no le fallaban, eran siete en total: seis hermanos y el padre, Seamus Quinn. El director de seguridad de Kencor le había proporcionado un expediente entero sobre cada uno de ellos, con toda clase de detalles sobre sus vidas. Pero Rafe Kendrick siempre había creído que lo mejor era estudiar al enemigo de cerca, para aprender de primera mano sus defectos y debilidades.
Para explotar mejor tales debilidades.
Por suerte, toda la familia pasaba bastante tiempo en el pub. En los últimos meses, en las tres visitas que había realizado, había tenido ocasión de sobra para observar a cada uno de ellos. Conor, el agente de antivicio, era un hombre serio, tranquilo y responsable, aunque no siempre respetaba las reglas. Dylan, el bombero, era sociable y extravertido, la clase de hombre que se reía del peligro y cualquier otra cosa. El tercer hermano, Brendan Quinn, se ganaba la vida como escritor y parecía ser el más reservado de los tres. Rafe había leído dos de sus novelas de aventuras y se había enganchado con las tramas. Se había quedado sorprendido con el talento del autor.
Claro que el éxito profesional de todos ellos no era comparable con el que tenían con las damas. Una procesión interminable de mujeres entraba sin parar en el pub, todas dispuestas a captar la atención de alguno de los solteros Quinn. Si los mayores no parecían interesados, todavía les quedaban tres candidatos: Sean, Brian y Liam Quinn.
Al igual que sus hermanos mayores, gozaban de la aprobación de las mujeres y coqueteaban con muchas de ellas. Rafe se había divertido observando aquellos devaneos, las insinuaciones disimuladas, los movimientos de avance y retroceso, el desenlace final, cuando uno de los hermanos salía del bar acompañado. Pero nunca los habían visto dos noches seguidas con una misma mujer.
Por otra parte, a Rafe no le parecía que esto fuese una debilidad, pues su relación con las mujeres era similar. Había estado con muchas, aunque no eran como las del Pub Quinn. Procedían de círculos distinguidos y no eran tan descaradas en sus intenciones ni mostrando sus atributos físicos. Eran mujeres acostumbradas a disfrutar de hombres ricos, valoraban el dinero y sabían sacar partido de cada romance. Cuando Rafe estaba demasiado ocupado o aburrido de salir con ellas, lo aceptaban sin dramatismo y no tenían el menor problema en buscarse a otro.
Rafe se sorprendió mirando a una mujer situada en el otro extremo de la barra, la cual había estado coqueteando con Dylan Quinn hasta que este se había fijado en su acompañante. Rafe desvió la mirada, aunque no a tiempo. Segundos después, la mujer tomó asiento en la banqueta pegada a la de él y dejó caer su rubia melena por encima de uno de los hombros. Sacó un cigarro, se lo llevó a la boca y se inclinó hacia delante, ofreciendo una vista generosa del escote. Rafe sabía lo que procedía. Pero no estaba interesado, de modo que se limitó a acercarle una cajetilla de cerillas, lanzándola sobre la barra.
– Soy Kara -murmuró ella con una sonrisa radiante-. ¿Echamos un billar?
– No juego al billar -Rafe no se molestó en devolverle la sonrisa.
– ¿Una partida de dardos? -propuso entonces, permitiéndose la libertad de rozarle la manga con una mano.
Rafe negó con la cabeza. Luego miró alrededor.
– Estoy seguro de que en este bar habrá muchos hombres encantados de hacerte compañía… Kara. Pero yo no soy uno de ellos.
Parpadeó sorprendida. Luego, muy digna, se levantó de la banqueta y regresó con sus amigas al otro extremo de la barra.
– ¿Otra Guinness?- Rafe levantó la vista de su cerveza caliente.
El patriarca de los Quinn estaba frente a él, con un trapo al hombro. Un mechón de pelo gris le caía sobre la frente. Las arrugas del rostro daban cuenta del paso de los años bajo el sol del mar-. ¿O prefieres picar algo? La cocina cierra en quince minutos -lo advirtió Seamus.
– Un whisky -pidió Rafe, echando a un lado la cerveza-. Solo.
Seamus asintió con la cabeza y fue por la bebida. Rafe lo miró con frialdad. ¿Cuántas veces había oído el nombre de Seamus Quinn? Su madre lo repetía como si fuese un mantra, como si tuviera que recordarse constantemente que su marido estaba muerto… por culpa de Seamus Quinn.
Rafe alzó la mirada cuando el hombre volvió con la botella. Le costaba contener el odio que sentía, pero debía controlarse. Dejarse llevar por un arrebato temerario no formaba parte de los planes que tenía para los Quinn. No sería inteligente llamar la atención sobre sí mismo tan rápido.
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