Tenía que ser uno de ellos, aunque no acertara a distinguir cuál de los seis. Sus facciones eran inconfundibles: el pelo negro, la mandíbula firme, esa boca ancha… eran los mismos rasgos que veía en el espejo cada mañana, aunque los suyos estaban suavizados con alguna curva femenina. Los mismos rasgos que había apreciado en la vieja fotografía, cambiados por el paso del tiempo.

Keely siguió avanzando. Si se daba la vuelta y echaba a correr, solo conseguiría llamar la atención sobre sí misma. Pasó a los hombres de largo, pero su mirada se enlazó un segundo con la de él. Keely tuvo la sensación de que él también la había reconocido de alguna manera y, por un momento, tuvo la certeza de que la pararía para hablar con ella. Le entró pánico. Pero consiguió seguir andando.

– No te pares -se dijo, arrepentida al mismo tiempo por aquella oportunidad perdida-. No mires atrás.

Cuando llegó a la puerta del pub, subió los escalones. Pero sus fuerzas ya habían sufrido un duro revés. Si reaccionaba así con un desconocido, alguien que quizá ni siquiera fuese uno de sus hermanos, ¿cómo reaccionaría cuando se encontrara cara a cara con su padre por primera vez en la vida?

El miedo la hizo darse la vuelta y bajar los escalones. Se alejó hasta llegar a un camión que había aparcado en la curva de la calle. Desde allí, Keely observó a los dos hombres entrar en un coche viejo aparcado a mitad de bloque. ¿La habría reconocido él igual que Keely?, ¿habría advertido el parecido familiar que los unía?

El coche arrancó y los hombres pasaron de largo por delante de ella. En el último instante, Keely levantó una mano para detenerlos:

– ¡Esperad! -gritó. Pero tenía un nudo en la garganta y las palabras apenas salieron de su cuello-. Esperad… -repitió desesperanzada mientras los faros de atrás se perdían en la oscuridad bajo la lluvia.

Keely permaneció quieta en la acera durante un buen rato, dejando que las gotas le golpearan en la cara y se filtraran a través de la chaqueta.

Un escalofrío le recorrió la columna. Keely pestañeó, no le quedó más remedio que reconocer que había fracasado. Maldijo en voz baja y emprendió el camino de vuelta al coche. Una vez dentro, a salvo, cerró los ojos y echó la cabeza hacia atrás, tratando de superar su decepción.

– El primer paso es el más difícil -se dijo mientras el corazón recuperaba un ritmo normal-. El segundo será mucho más fácil.

Luego encendió la luz superior, agarró el bolso del suelo y sacó la preciada fotografía. Una familia irlandesa, su familia, estaba de pie en un acantilado peñascoso con vistas al Atlántico. Los cinco chicos eran aún unos críos: Conor, el mayor, tendría siete u ocho años. Liam ni siquiera había nacido todavía. Todos parecían felices, esperanzados, listos para emprender la aventura de cruzar el charco. La vida parecía que les depararía grandes sorpresas, pero terminó por dar un giro desgraciado.

Mientras pasaba el pulgar por la foto, intentó imaginarse a su madre durante aquellos días anteriores a su separación de la familia. Keely no concebía que hubiese abandonado a sus hijos. Y todavía le costaba más asumir que quizá había sido por su culpa. Que si su madre no se hubiese vuelto a quedar embarazada, tal vez hubiese aguantado y hubiera tratado de solucionar las cosas.

Hundida en el asiento del coche, giró la cabeza hacia la puerta del pub y miró a los clientes que salían y entraban, con la esperanza de reconocer a algún otro chico de la fotografía.

– Conor, Dylan, Brendan -repitió Keely-. Brian, Sean, Liam.

¿Quiénes eran?, ¿en qué clase de hombres se habrían convertido? ¿Serían tiernos, comprensivos, cariñosos e inteligentes? ¿Cómo reaccionarían cuando irrumpiera en sus vidas? Había crecido sin saber que existían. ¿La aceptarían como una más de la familia o le darían la espalda?

– Conor, Dylan, Brendan. Sean, Brian, Liam -hizo una pausa-. Y Keely… Keely Quinn -añadió con una leve sonrisa.

Sonaba bien. Aunque se había pasado la vida llamándose Keely McClain, su verdadero nombre era Keely Quinn y debía ir acostumbrándose a pensar en sí misma como una integrante de una familia numerosa, con un padre, una madre y seis hermanos.

No tardó en organizarse un plan de actuación. El trabajo la había enseñado a ser organizada y era una virtud aplicable también a otras facetas de la vida. En unas pocas semanas, volvería al Pub de Quinn, entraría y se tomaría una cerveza. Y unas semanas después, hablaría con su padre o alguno de los hermanos. Esa vez quería ir paso a paso, sin precipitarse.

Keely estaba decidida a que su familia tuviera noticia de su existencia para navidades. No tenían por qué aceptarla al principio. En realidad no esperaba que se pusieran a llorar de la emoción y la colmaran de cariños. Más bien imaginaba una reacción de desconcierto, acaso de resentimiento. Pero, más tarde o más temprano, formaría parte de la familia que siempre había querido tener.

Exhaló un suspiro delicado y lanzó una última mirada a la puerta del pub. Había tenido suficientes emociones por un día. Había encontrado el pub de su padre y tal vez hasta se había cruzado con uno de sus hermanos. Volvería al hotel, descansaría y volvería a Boston en otra ocasión. Pero estaba demasiado excitada para no compartir aquellos momentos con nadie.

Keely le había prometido a su madre que la llamaría en cuanto encontrase a su padre y a sus hermanos. Metió la mano en el bolso, sacó el móvil y marcó el teléfono del apartamento de Fiona.

Habría salido de la pastelería en torno a las seis. A las siete solía hacerse la cena y a las ocho se sentaba en su sillón favorito con alguna novela de Agatha Christie. Keely pensó qué le diría. ¿Debía parecer emocionada o aparentar frialdad?

– ¿Mamá? -dijo Keely con voz trémula cuando su madre respondió-. Los he encontrado, mamá.

Sobrevino una pausa prolongada al otro lado de la línea.

– Entonces… ¿has hablado con Seamus?

– No, todavía no. Pero lo haré. Pronto.

– Vuelve a casa, Keely.

– Sabes que no puedo. Ahora tengo que irme, mamá. Te llamo mañana.

Cortó la comunicación y dejó el móvil sobre el asiento de al lado. Luego puso la llave en el contacto. Pero, en el último segundo, cambió de idea. Había recorrido un camino muy largo. ¿Por qué no entrar en el pub? Podía limitarse a pasar y preguntar si podía utilizar el baño. O fingir que necesitaba hacer una llamada. ¿Qué podía perder? Y si todo iba bien, se presentaría.

– Puedo hacerlo -se dijo mientras tomaba las llaves y salía del coche-. No voy a echarme atrás.

Cubrió la distancia hasta el pub a paso ligero y se alisó el cabello antes de subir los escalones. Pero, de pronto, volvió a vacilar. El segundo peldaño le costó horrores. Desde el tercero alcanzó a ver el interior del bar a través de la ventana. Deslizó la vista entre la multitud y la detuvo sobre un hombre canoso al otro lado de la barra.

La puerta se abrió. Una pareja salió, dejando escapar algunas voces, que se perdieron en la noche. Entró, con la vista clavada en el hombre mayor todavía. Entonces oyó que un cliente gritaba el nombre de Seamus y el hombre canoso levantaba una mano para saludar a quien lo llamaba desde un extremo oculto de la barra.

Keely tomó conciencia de la situación:

Seamus era un hombre de carne y hueso, no una fantasía. El estómago se le revolvió, se agarró a la barandilla y bajó los escalones a todo correr. Apenas se había alejado unos pasos cuando la náusea la desbordó.

– Mierda -maldijo justo antes de agacharse.

Luego se apoyó contra un coche e intentó respirar hondo con la cabeza entre las piernas. Si quería llegar a encontrarse con su padre y sus hermanos, ¡tenía que controlar los nervios! Ya no era una niña confundida. Ni una adolescente con sentimiento de culpabilidad. No estaba desinflando las ruedas de la bicicleta del padre Julián, ni tirando un tomate podrido contra el colegio, ni fumando a escondidas. Se merecía poder reunirse con su familia sin aquel tormento.

Se retiró del coche, pero la cabeza le empezó a dar vueltas. Cerró los ojos. -Respira -se dijo-. Respira.


Rafe la vio mientras bajaba por la calle hacia su coche. Se paró, se giró a mirarla y vio que no había nadie más en la calle. Aunque no le preocupaba su propia seguridad, una mujer sin compañía era un objetivo mucho más vulnerable.

Se había apoyado en un coche, estaba agachada, abrazándose las rodillas. Se acercó despacio y se paró delante de ella:

– ¿Estás bien?

Keely levantó la cabeza, lo miró a los ojos. Por un momento. Rafe se quedó sin respiración. Había esperado encontrarse con una de las mujeres del bar. Pero esa mujer… esa chica, para ser fiel a su aspecto, no era del tipo de las que rondaban el Pub de Quinn. No iba en vaqueros, llevaba una chaqueta de piel negra, una falda, negra también, que enseñaba una parte generosa de su pierna y una camiseta que se ceñía a sus curvas.

La luz dura de las lámparas iluminaba su piel impecable, sin exceso de maquillaje ni pintalabios. Y el color del pelo, húmedo por la lluvia, no parecía teñido.

– ¿Puedo ayudarte?

Keely estiró un brazo, abrió la boca como si fuese a hablar. Pero luego emitió una especie de gemido y vomitó sobre los zapatos italianos del desconocido.

– Maldita sea -murmuró-. Maldita, maldita sea. Lo siento mucho. No… no ha sido mi intención.

Sorprendido por aquella respuesta, Rafe no pudo sino sacar un pañuelo del bolsillo. Desde pequeño, su madre le había enseñado que un caballero debía llevar siempre un pañuelo encima, consejo que nunca había entendido… hasta ese momento. Uno nunca podía saber cuándo le vomitaría encima una mujer hermosa.

Keely se incorporó despacio, aceptó el pañuelo, se limpió los labios.

– No sé qué me pasa -murmuró.

– ¿Quizá has bebido una de más? -sugirió Rafe.

– No. Son… nervios.

– Entiendo.

– En serio, llevo un tiempo revuelta. No estoy comiendo bien, duermo muy poco. Y entre los antiácidos y el café… parece que toda la tensión se me va al estómago -Keely hizo una pausa-. Claro que no sé por qué te aburro con esto.

– ¿,Te llamo un taxi? -le ofreció Rafe.

– No, estoy bien -Keely negó con la cabeza-. Mi coche está en esta misma calle.

– Me temo que no puedo dejarte hacer eso -dijo él.

– ¿Hacer qué?

– Conducir -contestó Rafe-. O me dejas que te llame a un taxi o me dejas que te acompañe a dondequiera que vayas.

– Estoy perfectamen…

– Venga, aquí hace frío -atajó Rafe-. Podemos esperar el taxi en mi coche.

Se agachó, le tomó la mano y se la puso en el brazo. Luego echaron a andar despacio. Cuando llegaron a su Mercedes, desconectó la alarma y le abrió la puerta del acompañante. Keely dudó.

– No voy a hacerte nada -dijo él-. Si quieres, podemos esperar aquí fuera. O volver al bar.

– ¡No!, ¡al bar no! -contestó Keely. Sintió un escalofrío y, por un momento, pareció que volvería a vomitar.

– Agacha la cabeza -le sugirió él al tiempo que le ponía una mano en la espalda y la empujó con suavidad hasta que Keely se dobló. Luego sacó el móvil y marcó el número del departamento de seguridad de Kencor-. Soy Rafe. Envíenme un coche al Pub de Quinn… Ya está, vendrán en seguida. Toma, para los nervios -añadió, después de colgar y ofrecerle una botella de agua del interior del coche.

– Gracias -dijo ella, todavía doblada.

– ¿Cómo te llamas?

– Keely -contestó justo antes de enderezarse para dar un sorbo de agua-. Keely McClain.¿Y tú?

– Raphael Kendrick -se presentó-. Rafe.

– Raphael. como el artista -Keely dio otro sorbo y respiró profundo-. En fin, muchas gracias, Raphael. Pero ya estoy mucho mejor. Creo que puedo volver al hotel por mi cuenta.

– He pedido que manden un coche.

– Pero, ¿cómo recuperaré el mío? -contestó ella.

– Yo me ocupo de eso. ¿Dónde te alojas?

– En el centro. En el hotel Copley Plaza.

– ¿Y qué hacías en esta parte de la ciudad? Este barrio está lejos del Copley Plaza.

– Quería ver a alguien -contestó Keely. Había desviado la mirada, pero volvió a clavarla en los ojos de Rafe-. ¿Y tú?

– Nada, estaba tomando una copa en el Pub de Quinn.

– ¿De veras?, ¿vas mucho por ahí?

– No, no mucho -dijo Rafe sonriente mientras se paraba un segundo a contemplarla. Dios, era preciosa. Cuanto más la miraba, más bella le parecía. No solían atraerlo esa clase de mujeres, medio bohemias. Pero, por alguna razón, estaba fascinado con el color de sus ojos, esa nariz respingona, la curva de sus ojos, el modo en que el pelo cortito se le rizaba por los lados.