No era alta, apenas mediría metro sesenta y cinco, y estaba seguro de que podría rodearle la cintura con las manos. Tenía el pelo enmarañado y húmedo por la lluvia, como si acabara de salir de la ducha y se lo hubiera intentado peinar con los dedos. Y tenía unas facciones perfectas, delicadas, desde la punta de la nariz a esa sonrisa sugerente. Aunque parecía más joven, supuso que tendría veintitrés años, veinticuatro como mucho.

– Bueno, ¿por qué no me cuentas a qué has venido a Boston, Keely McClain?

– Asuntos personales -contestó-. Familiares.

– Suena misterioso.

– En realidad no lo es -respondió ella-. Puedo volver sola. De verdad, no estoy borracha y ya me encuentro mucho mejor.

Rafe no quería dejarla marchar. Pero debía reconocer que no parecía bebida, solo un poco mareada. Trató de buscar alguna razón para que se quedara, pero, en algún momento durante esos últimos minutos, había perdido la capacidad de pensar con claridad.

– Está bien -accedió-. Pero prométeme que si vuelves a sentirte mal, pararás.

– No creo que pudiera hacer otra cosa.

– ¿Dónde tienes el coche? Te acompaño – Rafe le agarró una mano tras apuntar Keely calle abajo. Anduvieron despacio y, al mirarla de reojo, la sorprendió mirándolo a él también-. ¿Qué? -preguntó.

– No sé. Es que eres… muy atento. Creía que no quedaban hombres así en el mundo. Ya sabes, caballerosos.

– Me has vomitado en los zapatos -dijo Rafe-. ¿Qué iba a hacer?, ¿seguir andando?

Keely puso una mueca de vergüenza, se ruborizó.

– Los zapatos. Perdona. Te conseguiré otros iguales. ¿Dónde los compraste?

– No hace falta.

– Sí -insistió Keely-. No podrás ponértelos más.

– Tengo muchos pares de zapatos por estrenar -contestó él.

– Insisto.

¡Dios!, ¡podía resultar exasperante! Pero estaba tan bonita cuando discutía, con los ojos encandilados y la piel encendida. Estuvo tentado de abrazarla en ese mismo instante y besarla para que se callara y aceptase su negativa.

– De acuerdo -dijo por fin-. Son italianos, hechos a mano. Creo que pagué dos mil dólares por ellos en Milán.

– ¿Qué? -Keely frenó en seco, boquiabierta-. ¿He vomitado encima de unos zapatos de dos mil dólares? Creo que se me está revolviendo otra vez el estómago -añadió, se agachó de nuevo e intentó limpiarle los zapatos con el pañuelo.

– Era broma -mintió Rafe-. Creo que los compré en el centro. Nunca pago más de doscientos dólares por unos zapatos.

– ¿Y por los pañuelos? -preguntó mientras se incorporaba.

– Este te lo dejo gratis.

Llegaron al coche mucho antes de lo que le habría gustado. Rafe le quitó las llaves y le abrió la puerta del volante. Antes de sentarse, Keely se giró hacia él, apoyó los dedos en la parte superior de la puerta:

– ¿Dónde te mando el dinero por los zapatos? -le preguntó.

Rafe sacó la cartera del bolsillo y le entregó una tarjeta de trabajo. Ella la examinó un segundo y sonrió:

– Muy bien, Rafe Kendrick. Supongo que debo darte las gracias por la amabilidad.

– No hay de qué -contestó él.

– Bueno, pues… adiós -Keely se sentó antes de que Rafe tuviera ocasión de besarla. Este le cerró la puerta y retrocedió un paso a su pesar.

Keely arrancó, lo saludó con el brazo y metió la primera. Rafe se quedó quieto en la calle, mirando cómo se alejaban los faros de atrás. Había conocido a muchas mujeres en muchos sitios distintos, pero nunca se había cruzado con una como Keely McClain. No había coqueteado con él, no había tratado de seducirlo con la mirada. Se había humillado delante de él y, sin embargo, le había parecido encantadora. Quizá, al verla sin defensas, había bajado él también la guardia. Había estado totalmente relajado junto a Keely McClain, jamás se había sentido de ese modo con ninguna otra mujer.

– ¿Por qué has dejado que se vaya? -se preguntó entonces Rafe. Echó a andar hacia su coche y cuando estuvo a la altura del Mercedes ya había tomado una decisión. No la dejaría escapar. Ni confiaría en que ella se pusiera en contacto con él otra vez. No se quedaría tranquilo hasta asegurarse de que volvería a verla.

Se metió en el coche, maniobró para cambiar de sentido delante del Pub de Quinn y pisó el acelerador a fondo hacia el Copley Plaza. Solo se cercioraría de que había llegado bien al hotel y le daría las buenas noches. Y luego, con naturalidad, la invitaría a cenar. Nunca lo había preocupado que las mujeres aceptaran sus proposiciones. Si accedían a quedar con él, perfecto y si no, le proponía la cita a otra.

Pero mientras avanzaba bajo las luces del centro de Boston, no pensaba en los Quinn ni en su sed de venganza. Sino que trataba de encontrar la mejor forma de invitar a Keely McClain, las palabras exactas que utilizaría para que aceptase. Porque, por primera vez en su vida, la respuesta le importaba.

Capítulo 3

– ¿Estás tonta o qué? Se te cruza un hombre que está para mojar pan y chuparse los dedos y tú vas y te marchas. ¿Es que ya no te acuerdas de que hace casi un año que no tienes relaciones sexuales? Si no aprovechas oportunidades como estas, acabarás sola, sin sexo y comprándote diecisiete gatos de compañía. ¡Por Dios, Keely, reacciona!

Miró por la luna delantera, esperando a que la luz del semáforo cambiara, tamborileando los dedos con impaciencia sobre el volante. Tenía su tarjeta en el bolsillo. Al menos podía localizarlo. Si, pasada la emoción del momento, decidía que quería volver a verlo, lo llamaría sin más. O quizá le llevara los zapatos a la oficina en persona.

– Eso no -murmuró-. No sé su talla. Pero lo que sí sabía era que Rafe Kendrick tenía buen gusto para los zapatos. A decir verdad, todo él resultaba agradable: desde sus ojos oscuros, de mirada cálida, hasta el cabello casi negro, pasando por aquella sonrisa devastadora. Pero no solo era el físico. Rafe Kendrick era un auténtico caballero. ¿Cuántos hombres se habrían mostrado tan amables y comprensivos?

Le había echado a perder un par de zapatos en perfecto estado. Y sabía que no los había comprado en cualquier tienda. Rafe Kendrick vestía como un hombre al que no le importaba tirar de tarjeta para conseguir un buen calzado italiano. Tanto la chaqueta de piel como el jersey ajustado mostraban también ese buen gusto y poder adquisitivo.

Se cruzaba con hombres así todos los días por las calles de Manhattan, pero nunca había considerado que fuesen su tipo. Eran demasiado guapos, demasiado seguros de sí mismos, demasiado inaccesibles, la clase de hombres que la hacían sentirse ingenua, inexperta y patosa.

Por la vida de Keely habían pasado muchos hombres. Quizá ese era el problema: había habido demasiados hombres y ni uno solo del que mereciera la pena acordarse. Al alcanzar la mayoría de edad, había decidido tomar las riendas de su vida social y relacionarse con los hombres como a ella le apetecía, en vez de someterse al juicio de su madre. Desde entonces, había entablado alguna que otra relación estable, pero había acabado aburriéndose, convencida de que en algún lugar existía ese príncipe que reemplazaría al sapo con el que estaba durmiendo.

Siempre buscaba el amor de su vida en cada relación, pero no conseguía encontrarlo. Su último «sapo» había dejado de llamarla de repente y cuando había logrado hablar con él, resultaba que iban a trasladarlo a Nueva Zelanda. Keely no lo había creído y seguía esperando encontrárselo cualquier día, comprando alcachofas en D'Agostino o paseando al perro en Central Park.

Por alguna razón, los hombres nunca estaban a la altura de sus expectativas… hasta ese momento. Rafe Kendrick era una fantasía hecha realidad. Una fantasía erótica, fogosa, picante.

Mientras circulaba por el centro de Boston, Keely repasó el encuentro una y otra vez. Tenía la impresión de que le había gustado. De hecho, parecía que a Rafe le había encantado el espectáculo vergonzoso que había dado. Se había preocupado por su seguridad y su salud y se había mostrado amable y bromista para quitar hierro a uno de los momentos más embarazosos de su vida. Y cuando la había tocado, las piernas se le habían aflojado y el corazón había empezado a palpitar con fuerza.

Keely se obligó a borrar la sonrisa que habían dibujado sus labios. Después de todo por lo que había pasado en ese último mes, más valía que no se abandonara a otra estúpida fantasía. Rafe Kendrick no era más que un hombre con todos los defectos aparejados a su sexo. El reclamo del físico y del dinero no tardaría en pasar a segundo plano y entonces descubriría al fantoche que probablemente era. Seguro que había engatusado a infinidad de mujeres, prometiendo que las llamaría al día siguiente para dejarlas luego colgadas. Hasta estaba dispuesta a apostar que ese mismo fin de semana tendría una cita con dos o tres modelos de ropa interior.

Se sacudió a Rafe de la cabeza e intentó concentrarse en su siguiente movimiento de acercamiento a los Quinn. Pero la imagen de Rafe Kendrick no dejó de perseguirla hasta quedarle claro que había cometido el error más grande de su vida al marcharse sin él.

Keely paró frente a la entrada principal del Copley Plaza. Salió, le entregó las llaves al aparcacoches y le dio una propina generosa. Estaba girándose hacia el vestíbulo cuando reparó en un Mercedes oscuro que paraba justo detrás de su coche. Dudó. Había muchos Mercedes en Boston. Se acercó despacio al coche. Se abrió la puerta y apareció Rafe Kendrick.

Keely sintió un ligero calambre por dentro. La había seguido al hotel. Era más guapo incluso de lo que lo recordaba. Y eso que apenas habían pasado unos minutos desde que lo había visto.

– Creía que te había dicho que podía volver sola -dijo, incapaz de contener una sonrisa.

– Solo quería asegurarme de que estabas bien -Rafe se apoyó sobre el lateral del coche y esbozó una media sonrisa-. ¿Lo estás?

Keely notó que la sangre se le calentaba y las mejillas se le encarnaban. Era su oportunidad:

– ¿Me acompañas dentro a tomar algo?

– Solo si no lleva alcohol -dijo y Keely rió.

– Por mí, perfecto -contestó, dándose una palmadita en el estómago.

– Aparco y entro a buscarte.

– Puedo aparcarle yo el coche, señor -se ofreció el aparcacoches.

Rafe asintió con la cabeza, le dejó las llaves y se unió a Keely. Le puso la mano en el talle en un gesto posesivo inesperado. Sus dedos provocaron otra descarga de electricidad en la columna de Keely, pero, aunque estaba nerviosa, no se sentía mal como durante el resto del día. Se sentía… emocionada, pletórica de expectativas. Le gustó que volviera a tocarla un hombre.

Uno de los empleados del hotel les abrió la puerta. Entraron y se encaminaron hacia el bar. El vestíbulo del Copley Plaza era tan majestuoso como el resto del hotel, uno de los más elegantes de Boston. Keely había decidido darse el lujo de pasar una noche allí, teniendo en cuenta el motivo tan importante que la había llevado a Boston. Pero quizá era el destino el que se había encargado de tomar tal decisión, ya que, por lo general, se habría dejado guiar por su naturaleza práctica y habría elegido la habitación más barata del motel más cercano.

El Bar Plaza era un lugar agradable, amueblado con sillas y sofás cómodos, mesas para la intimidad. De fondo, un pianista de jazz tocaba suavemente mientras Rafe la conducía hacia un sofá, para dirigirse a continuación a una camarera. Después de susurrarle algo al oído, aceptó y se retiró.

Keely se sentó y él tomó asiento también, colocando un brazo sobre el respaldo del sofá con naturalidad.

– Se está a gusto -comentó ella, recostándose ligeramente, hasta que el hombro le rozó el brazo-. ¿Habías estado antes?

– En reuniones de trabajo -Rafe asintió con la cabeza-. ¿Las habitaciones están bien?

– Son muy elegantes.

La camarera reapareció con las bebidas. Puso sendas copas de champán sobre la mesita de café, sirvió el líquido burbujeante y colocó después un plato de plata con nata y fresas junto a las bebidas.

Keely sonrió tras tomar una de las copas y dar un sorbo.

– Una cosecha excelente -dijo-. ¿Francés, verdad?

– Pensé que te gustaría -Rafe probó su copa-. Bueno, cuéntame algo de ti, Keely McClain. ¿A qué te dedicas cuando no vomitas encima de los zapatos de los demás?

– Hago tartas -contestó Keely antes de saborear una fresa.

– ¿Tartas?, ¿se puede vivir haciendo tartas?

– Por supuesto. Nunca faltan bodas, cumpleaños, ni inauguraciones. Y los diseños de mis tartas me han concedido cierto prestigio. Es como un negocio familiar. Tenemos una repostería en Brooklyn. ¿Y tú a qué te dedicas?