– Nada tan interesante -contestó al tiempo que su dedo jugueteaba con un mechón del pelo de Keely-. Soy empresario. Compro y vendo edificios. ¿Sabes? Me encantan las tartas.

– Entonces tendré que hacerte una -respondió y se arrepintió del ofrecimiento. Actuaba como si fuese a volver a verlo después de aquella noche. Aunque, por otra parte, ¿por qué ocultar sus deseos? Se sentía atraída hacia Rafe Kendrick y no debía tener miedo de hacérselo notar-. ¿De qué te gustan? No, espera, deja que adivine… Normalmente se me da muy bien… Está claro que una tarta amarilla resultaría demasiado ordinaria para ti. La mayoría pensaría que te gusta el chocolate, pero el chocolate le gusta a todo el mundo y tú no sigues la corriente. Tampoco te pega el coco, demasiado de moda… Sí, definitivamente, eres un hombre plátano.

– ¿Un hombre plátano? -preguntó Rafe entre risas.

– Un hombre al que le gustan las tartas de plátano -explicó ella-. Un poco exótica, pero sin excesos. ¿He acertado?

– La verdad es que sí -reconoció Rafe-. Ahora mismo tengo dos tartas de plátano en el congelador.

– Después de probar mi tarta de plátano – Keely coqueteó con la mirada-, no volverás a tomar una tarta congelada.

– Estoy deseándolo -murmuró Rafe. Hundió una fresa en la nata y se la ofreció. Un largo silencio se hizo entre los dos. Le clavó los ojos en la boca y Keely contuvo la respiración, por miedo a moverse, sin saber qué decir. ¿Qué hacía aburriéndolo con sus tartas? De ese modo, ¿cómo pretendía que se interesara en ella un hombre como Rafe?

Dio un mordisco a la fresca mientras intentaba encontrar algo ingenioso con que romper el silencio. Pero fue inútil. Rafe se acercó, muy despacio, hasta posar la boca sobre la de ella y se olvidó de cualquier intento de conversación.

Fue un beso increíblemente sensual, le rozó los labios, con sabor a nata y fresas, y los retiró. Keely tragó saliva. ¿Qué se suponía que debía hacer? Reprimió el impulso de rodearle el cuello y tumbarlo sobre el sofá. Sería agresivo, pero le impediría seguir cotorreando sobre sus tartas. Quizá pudiera hacer algún comentario sobre el beso, pero le daba miedo que se le trabara la lengua.

De modo que se limitó a sonreír. Y relajarse. Dejó de pensar tanto en lo que estaba haciendo y la conversación continuó con suavidad. La sorprendió la facilidad con la que Rafe iba de un tema a otro. Le iba haciendo preguntas personales, pero nunca insistía si le daba una respuesta vaga. Keely no comentó nada sobre su nueva familia. Habría resultado demasiado complicado y ni siquiera estaba segura de lo que sentía al respecto.

Tal como había sospechado. Rafe Kendrick era un hombre de mundo. Había estado en Europa y en Oriente y cuando le habló de su reciente viaje a Londres e Irlanda, Rafe recordaba haber estado en el círculo de piedra que Keely había visto, de un viaje que había hecho hacía algunos años. Pasaron de los viajes a los libros y de ahí a la pintura, a la música. Antes de darse cuenta, el pianista había dejado de tocar y las luces del bar habían ido encendiéndose.

– ¿Qué hora es? -preguntó mirando a su alrededor.

– Las dos pasadas -contestó Rafe tras consultar el reloj.

– ¿De la mañana?

– Parece que va siendo hora de echar el cierre -Rafe se levantó y le ofreció una mano-. Venga, te acompaño a tu cuarto.

Keely se obligó a sonreír. Era entonces o nunca. Si quería seducirlo, era el momento de pasar a la acción. En algún lugar, entre el vestíbulo y la habitación, tendría que encontrar la forma de volver a besarlo, tendría que asegurarse de que la idea pasara por la cabeza de Rafe para no tener que insinuarse ella. Y los doce años de educación en un colegio católico de niñas no eran una ayuda precisamente.

Mientras andaban por el vestíbulo, Rafe no posó la mano en su espalda. Sino que entrelazó los dedos con los de ella. Keely supuso que le diría adiós en los ascensores, pero la siguió adentro. Keely pulsó el botón de la planta once y fijó la atención en los números que parpadeaban mientras subían.

Cuando las puertas se abrieron, salió, luego se detuvo, preguntándose si se despedirían allí. Rafe miró en ambos sentidos y Keely lo tomó como la pista de que la acompañaría a la habitación.

– Estoy en la 1135. Por aquí -dijo y echó a andar. El corazón le latía con tanta fuerza que le costaba respirar. ¿La besaría?, ¿debía invitarlo a pasar? ¿Qué esperaría Rafe de ella?, se preguntaba confusa-. Esta es -añadió y se apoyó contra la puerta.

– ¿Cuándo te vas? -le preguntó él, clavándole la mirada al tiempo que la rodeaba por la cintura.

– Mañana. Tengo que volver a Nueva York.

– ¿Hay algo que pueda decir para convencerte de que te quedes otra noche? Me gustaría cenar contigo mañana. Por la mañana tengo que volar a Detroit por cuestiones de trabajo, pero estaré de vuelta a las seis.

Debía mantener la calma. Mostrarse complacida, pero no demasiado.

– Creo que puedo quedarme. En realidad no he terminado todo lo que he venido a hacer.

– Estupendo -dijo Rafe-. Entonces te llamaré cuando vuelva y saldremos.

Le apretó la cintura y la atrajo hacia él con delicadeza. Keely supo que estaba a punto de besarla, de besarla a fondo, pero solo podía pensar en no volver a vomitarle encima de los zapatos.

– Espera -dijo a la vez que ponía las palmas de las manos en el pecho de Rafe.

– ¿Sí?

– Tengo… que hacer una cosa -se excusó Keely-. En seguida vuelvo. Dame solo un momento.

Se dio la vuelta, abrió la puerta y la cerró, dejándolo en el pasillo. Luego corrió al baño y se dobló sobre el servicio. Las fresas le daban vueltas en el estómago. ¡Santo cielo!, ¡solo iba a darle un beso!

Respiró hondo y esperó hasta que se le pasó la náusea. Luego se enjuagó la boca, se echó un poco de agua a la cara y se miró al espejo.

– Tranquila y diviértete -se dijo-. Y, por Dios, no vuelvas a vomitar. Será atractivo, pero no creo que le vaya la marcha tanto como para encontrar eso atractivo dos veces en una misma noche.


Rafe se quedó plantado en el pasillo, mirando la puerta cerrada de la habitación. No era exactamente lo que había planeado. Se acercó a la mirilla, pero no consiguió ver nada. ¿Se encontraría mal otra vez? En el bar parecía bien. Quizá algo nerviosa en el ascensor, pero, en general, había tenido la sensación de que la noche había avanzado en la dirección correcta.

Rafe se pasó la mano por el pelo. Había sido una noche ciertamente rara. Nunca había conocido a una mujer como Keely McClain. No estaba seguro de qué la hacía tan intrigante. Quizá se debía a que era tan… auténtica, sin disfraces. Lo que probablemente estaba relacionado con el modo en que se habían conocido. Le habría resultado muy difícil darse aires de nada después de lo que había pasado delante del Pub de Quinn.

Debía reconocer que le gustaban las mujeres así: era sincera y directa, dulce y divertida. Era natural y, con ella, se sentía relajado, podía bajar la guardia, olvidarse de todas sus responsabilidades y divertirse. Ni siquiera había pensado en los Quinn desde que la había encontrado.

La puerta se abrió y Keely reapareció con una sonrisa ganadora:

– Perdona. Tenía que… da igual. Rafe sonrió, la rodeó de nuevo por la cintura y la atrajo hacia su cuerpo.

– ¿Puedo besarte?

– Creo que sí -dijo Keely. Se lo pensó-. Sí, estaría muy bien.

Rafe no se molestó en preguntar dos veces. Le puso los dedos bajo la barbilla y le levantó la cara hacia él. Su piel era delicada como porcelana. Y, por primera vez, tuvo ocasión de apreciar de verdad el color de sus ojos, una extraña mezcla de verde y dorado.

– Eres muy bonita -murmuró mientras posaba la boca sobre la de ella.

Fue un contacto eléctrico, muy intenso, mucho más que el beso fugaz que se habían dado en el bar. Rafe sintió una llamarada de calor por todo el cuerpo, el corazón se le aceleró, la sangre se le subió a la cabeza. Por lo general, besar a las mujeres era más bien una obligación, un requisito que tenía que cumplir para poder llevársela a la cama. Pero besar a Keely, tan profundamente, era lo único que ocupaba la cabeza de Rafe en esos momentos. Y estaba disfrutando.

Emitió un gemido ligero antes de poner las manos en sus mejillas, mientras pasaba la lengua entre los labios de Keely. Sabía dulce, a fresas. Y quería más. Solo un poquito más. Cuando abrió la boca, Rafe aceptó la tácita invitación y la saboreó como habría hecho con un buen Burdeos.

Después, cuando Keely introdujo las manos bajo su chaqueta y deslizó los dedos por el pecho, Rafe comprendió que había estado engañándose. No se quedaría satisfecho nada más que besándola. Quería tocarla, explorar su cuerpo, aprender más de aquella mujer intrigante. Era como si hubiese descubierto un tesoro escondido y quisiera apoderarse de él antes de que alguien más se diera cuenta de lo que había encontrado.

Muy a su pesar. Rafe le agarró las manos, las separó sin dejar de sostenerlas y la miró a la cara:

– Debería irme -dijo antes de robarle otro beso veloz.

– Deberías, sí -Keely se puso de puntillas y volvió a probar su boca.

Luego entrelazó las manos tras la nuca de Rafe, le acarició el pelo. Le gustó comprobar que Keely lo deseaba tanto como él a ella. La apretó contra la puerta de la habitación hasta sentir su cuerpo: los muslos, las caderas, los pechos, esas curvas cálidas y tentadoras. ¡Era una locura! ¿Por qué no la seducía sin más? Nunca se había privado de satisfacer sus deseos. ¿Por qué iba a empezar de pronto? Rafe Kendrick conseguía lo que quería y no volvía la vista atrás.

No pudo evitarlo. Bajó la mano y le agarró un muslo, lo subió hacia arriba por su cadera. La falda se le subió y Rafe metió la mano debajo, la agarró por detrás y la apretó todavía más. La hizo sentir su erección contra las bragas de encaje. Cuando Keely se frotó contra él, el fuego se avivó. Si no estuvieran de pie en un lugar público, ya le habría quitado las bragas y estaría dentro de ella. Pero dejaría que fuese ella la que llevara el ritmo. Y si Keely hacía amago de poner fin a aquel acto de seducción, haría lo posible por retirarse.

Metió los dedos bajo el elástico y le tiró de las bragas, ansioso por tocar la piel de debajo, dispuesto casi a hacerle el amor en pleno pasillo. Keely exhaló un leve suspiro bajo los labios de Rafe, echó la cabeza hacia atrás y él aprovechó para escorarse, encontró un punto erógeno en la base de su cuello. Chupó con suavidad, como si paladearla pudiera saciar su apetito de algún modo.

De pronto notó que se ponía tensa y su cerebro registró el sonido del timbre del ascensor. Le bajó la falda corriendo y dio un paso atrás, pero no se molestó en retirar el brazo de su cintura. Keely apoyó la frente en su pecho y Rafe miró a la pareja que los pasó de largo por el pasillo. Les sonrió, asintió con la cabeza y cuando desaparecieron dentro de una habitación, Keely rió con suavidad.

Rafe supuso que se había terminado. Como agua helada contra fuego rugiente, la interrupción los había devuelto a la realidad. Keely se dio la vuelta, dándole la espalda, sacó la tarjeta con la que se abría la puerta y la empujó. Cuando entró, Rafe esperó. Si entraba con ella, sabía lo que ocurriría.

Keely se giró hacia él y, cuando ya esperaba que le daría las buenas noches, lo agarró por las solapas de la chaqueta y lo arrastró dentro de la habitación. Luego cerró de un portazo. El golpe resonó en el silencio, como señalando el momento exacto en que habían eliminado el riesgo de sufrir nuevas interrupciones. Y, como siguiendo una señal para empezar, empezaron.

Le temblaban los dedos mientras trabajaba con los botones y cremalleras de Keely. No estaba siguiendo ningún método de seducción, pero no le importaba. No estaba jugando. Aquello era pura lujuria. Nada más descubrir la piel tentadora de Keely, se paró a explorar, primero su hombro, luego su cadera, su tripa. Ella hizo lo mismo. No se molestaron en desnudarse del todo, solo abrieron o bajaron lo que les estorbaba.

– Eres preciosa -murmuró contra el monte de sus pechos-. Y sabes de maravilla -añadió, sorprendido por conservar la capacidad de formar una frase coherente. La cabeza había cedido el control a los instintos y estaba deseando sentirse dentro de ella. Sabía cómo hacer que una mujer se retorciera de placer, anhelándolo, y quería que Keely lo necesitase tanto que no le quedara más remedio que rendirse.

Con suavidad, la condujo hacia la cama, enorme, y una vez allí se dejaron caer en un amasijo de extremidades y prendas a medio quitar. Solo entonces ralentizó el ritmo y disfrutó del proceso de despojarla de la blusa. Al principio la notó indecisa. Pero, a diferencia de otras mujeres con las que había estado, Rafe supo que no se estaba haciendo la tímida. Solo estaba siendo Keely McClain.