La luz del día se filtró entre las cortinas de la habitación.
Ella se sintió confusa. Generalmente la despertaba Lucas a las siete de la mañana. Miró el reloj de la mesilla, y descubrió que eran casi las diez.
¿Qué pasaba con Lucas?
Saltó de la cama y corrió por el pasillo hacia el dormitorio del niño.
Sintió pánico al ver que Lucas no estaba allí. Pero de pronto lo oyó, el gorjeo del bebé y la voz de Reed.
– El truco es asegurarte de que la base es sólida. Eso quiere decir que los ladrillos rojos van primero.
Lucas gorjeó en aparente acuerdo, totalmente concentrado en el juego.
Elizabeth caminó por el pasillo. Se quedó en la entrada un momento mirando la torre de colores antes de que Reed la viese.
– Buenos días -dijo él, manteniendo su atención en Lucas y los ladrillos.
– Podría haber… -empezó a decir ella.
– Estabas cansada. No hay problema. No pensaba ir a la oficina hoy.
Elizabeth pestañeó, tratando de registrar sus palabras.
– He invitado a cenar a mis padres.
Ella sintió pánico.
– ¿Que has hecho qué? -preguntó.
¿Antón y Jacqueline en su casa? ¿En medio de aquello? Ella miró alrededor de la habitación desordenada.
– He invitado a cenar a mis padres -repitió él.
– ¿Por qué? Rena no está hoy. ¿Has pedido el servicio de un catering? -Elizabeth corrió a la cocina.
¿Estaba planchado el mantel bordado? ¿Tenían velas nuevas?
– Les he dicho que pediríamos una pizza
Elizabeth se quedó helada y lo miró.
– ¿Es eso una broma? -preguntó Elizabeth.
No estaba de humor.
– No es una broma. Quieren conocer a Lucas.
– ¿Piensas invitar a Anton y a Jacqueline a comer pizza?
Ellos eran los reyes de la sociedad de Nueva York.
– Se lo he advertido.
– No puedes hacer esto. Yo me voy a sentir mal. Van a pensar que soy la peor anfitriona del mundo. A ellos no les gusto ya…
No le importaba, puesto que ya no serían sus suegros.
– Te preocupas mucho -dijo Reed poniéndose de pie.
– No. No me preocupo lo suficiente.
– Pediré algo más para acompañar la pizza.
– De ninguna manera. Yo iré a Pinetta a comprar unos filetes. ¿Todavía tenemos aquel vino tan bueno en la bodega?
¿Dónde estaba su cartera?
Reed le agarró el brazo para detenerla.
– Estás en camisón -le dijo.
Elizabeth lo miró. Tomó aliento y dijo:
– Me cambiaré primero… por supuesto.
– No vas a cambiarte. Quiero decir, no vas a ir corriendo a comprar filetes. Les he dicho que habría pizza y les daremos pizza.
– ¿Por qué me haces esto? ¿Tanto me odias?
¿La estaba castigando por dejarlo?
Él la soltó inmediatamente.
– Yo no te odio, Elizabeth. Estás ocupada. Estás agotada. Y estás disgustada. He elegido este momento para oponerme a mi padre. Si quiere venir a visitar a Lucas sin avisar con tiempo, puede hacerlo, pero no habrá nada más que pizza y cerveza.
– ¿Entonces se trata de tu padre y de ti? ¿No quieres castigarme?
– ¿Yo? ¿Castigarte?
– Por dejarte -dijo ella.
Reed la miró mientras Lucas agarraba ladrillos.
– Yo jamás haría algo que te hiciera daño. Tú eres mi esposa, y te protegeré hasta que tú me obligues a dejar de hacerlo. ¿Lo comprendes?
Elizabeth sintió ganas de llorar nuevamente.
– Sí. Podemos darles pizza.
Reed se daba cuenta de que Elizabeth estaba nerviosa.
El había dejado que pidiera un centro de mesa con flores y pusiera un mantel. Y admitía que era gracioso ver a su madre morder una porción de pizza con cubiertos de plata. Su madre había dicho que la comida estaba deliciosa, y Elizabeth no la había creído.
Y ella siguió nerviosa después de la cena, cuando su madre se había sentado en el suelo con su traje de lino para jugar con Lucas. Elizabeth había corrido a su lado cuando Lucas le había agarrado la blusa de seda con intención de llevársela a la boca. Jacqueline había quitado serenamente las manitas del niño y le había dado un juguete, que Lucas rápidamente se había metido en la boca. Jacqueline se había reído, pero Elizabeth no se había relajado.
Reed le dio a su padre una segunda copa de cerveza alemana y se sentó en la otra silla.
– Tu madre y yo hemos estado hablando -empezó a decir Anton poniendo la copa en la mesa que había entre padre e hijo.
Reed se preparó.
– Yo estuve fuera de lugar el otro día -su padre miró a Lucas, Jacqueline y Elizabeth que estaban en el suelo.
– ¿Cómo?
– Sobre Lucas -dijo Anton-. Estuvo mal decir que no deberías adoptarlo.
Reed no podía creerlo.
– Como te he dicho, tu madre y yo hemos estado hablando.
¿La madre de Reed? ¿Su madre había hecho que su padre cambiase de parecer? Reed miró a su madre con más respeto.
Anton levantó la copa de la mesa y sorbió.
– El bebé hace feliz a tu madre.
– Lucas -insistió Reed.
– Lucas -repitió Anton.
– Lucas hace feliz a Elizabeth también -dijo Reed.
A lo mejor tenía que aprender del niño, pensó.
– Deberías ir a California -dijo Anton.
Reed volvió su atención a su padre después de mirar a Lucas.
– ¿A hacer qué?
– Para hablar con los Vance. Ellos quieren algo. Averigua qué es.
– Quieren a Lucas -dijo Reed.
Anton agitó la cabeza.
– Dicen que quieren a Lucas. Pero averigua lo que quieren realmente.
– ¿No estarás pensando que es un chantaje?
No podía ser. Los Vance no usarían a Lucas para conseguir dinero. Obviamente, lo amaban.
– Tu madre dice que los bebés son maravillosos. Pero también dice que una vez que has criado a los tuyos, quieres nietos. No quieres volver a empezar… -Anton hizo una pausa-. Los Vance quieren algo -asintió hacia Elizabeth y Lucas-. Esta es su familia. Ve a averiguar cuánto quieren para arreglar el problema.
Reed pensó un momento.
– Madre te da muchos consejos…
Anton lo miró, censurándolo. Luego la expresión de su padre se ablandó y dijo:
– Sí, bueno. Así es. El jet está en el aeropuerto. Me he tomado la libertad de borrar tus actividades de tu agenda de mañana.
En pocos segundos Reed descubrió que los Vance no querían dinero. Amaban a Lucas, y sólo querían lo mejor para su nieto. Después de media hora de desesperarse tratando de hacerles entrar en razón, Reed decidió poner todas sus cartas sobre la mesa.
Les habló de la infertilidad de Elizabeth y él, de la angustia que había causado en su matrimonio, del profundo amor de Elizabeth por su hermano y de su apasionado deseo de cumplir los deseos de Brandon y Heather.
No habló de su dinero, pero tampoco lo ignoró. Les dijo que Lucas viviría en los mejores lugares de Nueva York. Cuando creciera tendría acceso a los mejores colegios privados, a la cultura, a viajes, a miles de experiencias que enriquecerían su vida.
Entonces, al final, admitió los problemas por los que estaban pasando Elizabeth y él en su matrimonio. Pero les aseguró que él iba a hacer todo lo que tuviera a su alcance para mantener su familia intacta.
Mientras decía aquellas palabras, sintió que era verdad, que iba a luchar con uñas y dientes por Elizabeth. Él la amaba. Y encontraría la forma de recuperarla.
Margante Vance fue la primera que mostró una grieta. Admitió su temor a que Reed alejara a Lucas de ellos. A diferencia de Reed, ellos no eran ricos, y California estaba muy lejos de Nueva York. Ellos no querían ser padres, pero deseaban desesperadamente ser abuelos. Querían ser parte de la vida de Lucas, verlo crecer.
Reed inmediatamente les había ofrecido su avión, una docena de hoteles de Manhattan en los que tenía participación, la habitación de invitados de la casa de sus padres en Long Island, y se ofreció a enviar a Elizabeth y a Lucas a California tan frecuentemente como le fuera posible. Les dijo que no había nada que deseara más que saber que la casa de los Vance era un segundo hogar para Lucas cuando Elizabeth y él necesitasen estar fuera.
Al final, los Vance habían aceptado, entusiasmados, no impugnar el testamento. Reed les había prometido una visita para el fin de semana. Pero sabía que debía hablar con Elizabeth primero.
En su vuelo de regreso, se sintió más y más deseoso de hablar con Elizabeth.
Pero en el aeropuerto de Nueva York, lo esperaban Selina y Collin.
Ambos se acercaron a él cuando fue hacia su limusina.
– Marchaos -dijo.
Era la primera vez que estaba decidido a que Elizabeth estuviera en primer lugar.
– Tenemos que hablar contigo -dijo Collin.
– No me importa.
Se iba a ir a casa, y nada ni nadie iba a detenerlo. Pagaría los malditos diez millones de dólares si tenía que hacerlo para conseguirlo.
– Es importante -dijo Selina.
– Mi vida también -replicó Reed.
– Se trata de tu vida -intervino Collin.
– Tenemos información -agregó Selina.
– Yo tengo un matrimonio que salvar -respondió él divisando a su chófer.
Este corrió hacia él con un paraguas y agarró el maletín de Reed.
– Podemos decírtelo en el coche -sugirió Collin.
Reed suspiró.
– Vamos a ir directamente al ático. No voy a ir a la oficina, ni a la comisaría. Y no nos detendremos para nada que no sean los semáforos -miró al chófer-. Y hasta ésos serán opcionales…
– Sí, señor -contestó el hombre con una sonrisa picara.
Reed volvió a mirar a Selina y a Collin.
– Entrad -dijo con tono de irritación.
– Es importante -repitió Selina mientras se sentaban, con un tono de disculpa.
– Siempre es importante -dijo Reed-. Ese es el problema en mi vida. Si decidiera entre Elizabeth y las cosas que no son importantes, no tendría problema, ¿no? -no esperó una respuesta-. Pero todos los días, casi cada hora, hay algo vitalmente importante que ocupa mi tiempo y mi atención. Me paso las noches con vosotros y con Gage y Trent, porque corro el riesgo de ir a la cárcel, porque un extorsionador podría quitarme dinero… Incluso podría morir alguien… Pero, ¿sabéis qué? Eso se va terminar a partir de este momento. Ahora mismo voy ir a mi casa con Elizabeth.
Selina miró a Collin y dijo:
– ¿Quieres decírselo tú o se lo digo yo?
Collin hizo un gesto a Selina para que hablase.
– Se trata de la conexión de Pysanski.
– No me digas. Se ha empeorado el asunto, ¿no?
– He pasado los dos últimos días en Washington -dijo Selina-. Y descubrí que todas las compras de Hammond y Pysanski estaban hechas en las cuarenta y ocho horas siguientes a que se hiciera la lista provisional del comité sobre el proyecto en cuestión.
– ¿Cuántas empresas había en la lista? -preguntó Reed.
¿Habían comprado Hammond y Pysanski las empresas que aparecían en la lista especulando?
– Generalmente, de tres a cinco -dijo Selina-. Pero parece que la decisión no oficial coincidió con la lista provisional. Porque invirtieron en la empresa adecuada todas las veces.
– Entonces, Kendrick es culpable -dijo Reed.
– Al principio, yo también pensé que era Kendrick. Pero luego encontré esto. -Sacó un papel de su maletín-. Uno de los ayudantes del senador, Qive Neville… Aparecían diez mil dólares depositados en su cuenta el día después a la compra de valores de Hammond y Pysanski.
– ¿Sería un retribución? -preguntó Reed.
Selina asintió.
– Pero Gage y tú comprasteis vuestras acciones antes que Hammond y Pysanski -dijo ella-. Antes de la lista provisional -sonrió Selina.
– Entonces, ¿se ha acabado? -preguntó Reed.
Collin le golpeó el hombro.
– Se ha acabado -le dijo.
La limusina paró frente al número 721 de Park Avenue.
Reed le devolvió el papel del banco a Selina.
– Bien hecho, equipo. Espero que no os toméis mal esto. Pero adiós -Reed salió del coche.
– ¿Sabes? Hay otra opción -dijo Hanna.
– No, no la hay -respondió Elizabeth.
No había forma de salvar su matrimonio. Lo único que le quedaba era salvarse a sí misma. Reed no iba a cambiar nunca. Por eso tomaba una medida tan drástica.
Hanna dejó la copa de vino en la mesa baja y dijo:
– Puedes decirle que te has equivocado, que lo amas, y que quieres salvar tu matrimonio.
– Sí -se oyó una voz masculina.
Elizabeth casi tiró la copa que tenía en su regazo. Hanna abrió los ojos como platos y miró hacia el vestíbulo.
– Puedes hacer eso -dijo Reed dejando las llaves.
– Reed… -dijo Hanna tragando saliva.
– Hola, Hanna.
– Lo siento tanto… -dijo, incómoda-. Yo estaba… Estábamos…
Reed negó con la cabeza.
– No lo sientas. Si pensara que puedes convencerla, me marcharía y te dejaría que siguieras.
– Ella no me convencerá -dijo Elizabeth, decidida.
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