Eran casi las diez de la noche, y aquel día era otro ejemplo de la agenda despiadada de Reed. Había ido a Chicago por una reunión. Claramente, había pasado todo el día allí. Claramente, había tenido cosas más importantes que hacer que arropar a Lucas cuando se fuera a dormir.

Quizás fuera culpa suya. Tal vez ella no fuera lo suficientemente interesante como para que él volviese a casa a su lado. Tal vez debería haber conseguido un trabajo hacía años y haberse transformado en una esposa más interesante para él.

Pero, ¿cómo iba a saber si ella era interesante o no si apenas aparecía para conversar?

Reed agarró la botella de vino y levantó las cejas al ver que estaba vacía.

– ¿Queréis que abra otra? -preguntó.

Hanna se puso de pie.

– Yo tengo que marcharme, y dejaros…

– Quédate -le dijo Reed-. Evidentemente, tú estás de mi parte. Parece que habéis empezado sin mí, pero me encantaría unirme a la fiesta.

Hanna miró a Elizabeth como sin comprender. Esta se encogió de hombros. Reed y ella no tenían planes de estar solos. Y era casi mejor que estuviera Hanna, para que no se hiciera una situación tan incómoda entre ambos hasta la hora de dormir.

– Trae otra botella de vino -le dijo Elizabeth.

Reed sonrió sinceramente y ella sintió que aquella sonrisa la debilitaba. Sería mejor no emborracharse si se quedaba con él.

Reed fue a buscar el vino y luego volvió con una botella abierta.

– Es un Château Saint Gaston del ochenta y dos -dijo con satisfacción Reed.

Elizabeth pestañeó.

– ¿Acabas de abrir una botella de vino que cuesta diez mil dólares? -preguntó Hanna con un carraspeo.

Reed fingió mirar la etiqueta.

– Creo que sí -contestó Reed, y sirvió tres copas de vino.

– Propongo un brindis -dijo, aún de pie.

– Por favor, no lo hagas… -dijo Elizabeth.

Ella no sabía qué tenía él en mente, pero desconfiaba.

– Un brindis -dijo Reed con voz más suave-. Por mi hermosa e inteligente esposa.

– Reed… -le rogó Elizabeth.

– Hoy te he mentido -dijo Reed.

Eso no tenía nada de nuevo, pensó ella.

– No he estado en Chicago.

Ella se estremeció ante aquella creatividad.

– Me da igual. Salud -dijo ella. Levantó la copa para beber.

– Esta es una botella de vino de diez mil dólares. Merece cierto respeto… -comentó él.

Elizabeth dejó escapar un profundo suspiro.

– He estado en California -continuó.

Elizabeth esperó.

– Irónicamente, por consejo de mi querido padre, fui a ver a los Vance.

Ella se quedó helada.

– No… -dijo ella.

– Y mientras estaba allí me di cuenta de que tú, querida Elizabeth, tienes razón, y que yo estoy totalmente equivocado -se sentó en el reposabrazos del sofá donde estaba ella-. Te prometo que no te mentiré nunca más.

Elizabeth buscó sus ojos. La miraban con calidez y cariño, pero ella no sabía qué decir.

– Gracias -pronunció finalmente.

Él sonrió y luego levantó la copa y tomó un sorbo de vino.

Elizabeth hizo lo mismo, aunque no podía probar nada.

– Te amo -dijo Reed.

– ¡Eh! Realmente creo que… -Hanna se puso de pie.

– Bebe el vino -le ordenó Reed-. Es posible que te necesite más tarde.

Hanna se sentó nuevamente.

– ¿Por dónde iba? -preguntó él.

– ¿Estás borracho? -preguntó Elizabeth, tratando de entender aquel comportamiento.

No parecía Reed.

– Oh, sí, ahora recuerdo. Los Vance no van a impugnar el testamento.

– ¿Qué? -Elizabeth tenía miedo de haber oído mal.

Él asintió para confirmarlo y luego repitió:

– Los Vance no van a pelear por la custodia de Lucas. Y no, no estoy borracho.

Elizabeth sintió una punzada de optimismo.

– ¿Cómo…? -empezó a preguntar.

– Con habilidad, inteligencia y ganas. Además de un jet privado muy rápido.

– Deja de dar vueltas -le pidió Elizabeth.

Aquélla era una conversación sería.

– Oh, creo que voy a dar unas vueltas más -Reed bebió otro sorbo de vino. Y agregó-: Vale cada céntimo.

– Sigue, Reed.

– Gracias. Y ahora, ¿quieres ayudarme a convencerla de que vale la pena que se quede conmigo?

– Vale la pena que te quedes con él -dijo Hanna.

– Traidora -murmuró Elizabeth.

Pero hasta ella se estaba quedando sin excusas para abandonarlo. Era verdad que le había mentido sobre Chicago, pero lo había hecho por Lucas, y por ella.

– Elizabeth me dijo que eras estupendo en la cama -dijo Hanna.

– ¡Hanna! -exclamó Elizabeth horrorizada.

– Bueno, ésa es sólo una de mis virtudes -dijo Reed.

Hanna sonrió.

– Y una cosa más -se puso serio-. Estaré en casa todas las noches de ahora en adelante. O trabajaré a tiempo parcial. O venderé mis empresas. O podemos mudarnos a Biarritz si es necesario.

– ¿Qué estás diciendo? -preguntó Elizabeth.

– Estoy diciendo que estoy dispuesto a hacer todo el esfuerzo que haga falta en mi matrimonio, como lo he puesto en mis negocios.

Elizabeth se quedó sin habla. Sintió una opresión en el pecho. Miró a Reed.

– ¿Estás hablando en serio? -preguntó.

– Me parece que la palabra que estás buscando es «sí» -dijo Hanna codeando a Elizabeth.

Capítulo Doce

Elizabeth y Reed estaban yendo a la habitación de Lucas cuando éste se movió.

Reed entró en la habitación y lo acunó hasta que el niño volvió a dormirse, mientras Elizabeth iba a su dormitorio.

Reed se quedaba. Iban a tratar de solucionar sus problemas. Él había decidido que valía la pena luchar por su amor, y si había algo que su esposo podía hacer era lograr cualquier objetivo que se propusiera.

Aunque habían dormido cientos de veces en su cama, ella sabía que aquella noche sería diferente. Era el principio de un nuevo matrimonio, una nueva familia.

Elizabeth abrió el cajón de arriba de su cómoda y vio la caja de la colección de monedas. Lentamente abrió la tapa, sacó la moneda de la libertad de diez dólares y la sopesó en la palma.

– Cara -susurró-, lo hago.

Cruz, también lo haría. Aquella vez no necesitaba tirar la moneda.

La metió en su sitio y sacó la bata roja de seda que se había puesto la noche de bodas. Era apropiado, porque aquél era un nuevo comienzo.

Se quitó la ropa, pero cuando iba a ponerse la bata sus ojos vieron otra tela en el cajón. Era amarillo limón, y azul y violeta brillantes. Eran los pañuelos que habían comprado en Francia.

Elizabeth hizo una pausa. Dejó la bata a un lado y tocó la textura de los pañuelos. Luego sonrió. Aquélla no era su luna de miel. Era un comienzo diferente, una relación diferente, una relación basada en la autenticidad en lugar de en la fantasía.

Se ató el pañuelo amarillo encima de los pechos como si fuera un biquini. Luego se ató el azul y el violeta envolviendo sus caderas, dejando una pierna medio descubierta y parte de la cadera, al descubierto.

Se peinó, se puso perfume y luego esperó de pie, en medio de la habitación.

Reed entró y la miró de arriba abajo.

– ¿Nos vamos a Tahiti? -preguntó.

– Creo que vamos al nirvana -respondió ella.

Reed sonrió y la rodeó con su brazo, tirando de ella hacia él. Con la otra mano le acarició el trasero.

– Te quiero -pronunció él.

Y la besó.

Ella echó atrás la cabeza y abrió la boca para sentir su lengua en un impulso de pasión y deseo que no podía contener.

Ella le quitó la chaqueta y dejó que ésta cayera al suelo. Luego le desabrochó los botones mientras él la mordía suavemente en el hombro. Su mano se deslizó por el improvisado pareo, y jugó con su piel.

Agarró su pecho y lo acarició con el pulgar.

– Me encantan estos pañuelos -dijo él.

– Son muy versátiles -respondió ella.

Él se rió suavemente.

– Nada va a impedir que hagamos el amor. Me da igual lo que diga la ciencia, esto está bien.

Ella asintió y gimió cuando él deslizó un dedo dentro de ella.

– ¿Voy demasiado deprisa?

– No -ella agarró su cinturón.

Él se quitó la ropa y tiró de ella hacia la cama en medio de besos, caricias y seda.

Cuando ella estuvo desnuda, él le estiró los brazos por encima de la cabeza y le acarició la piel que iba desde sus muñecas hasta los dedos de los pies y a la inversa.

Ella se estremeció al sentir aquella sensación, soltó sus manos y acarició los músculos de Reed desde sus hombros hacia su pecho.

Él se puso encima de ella y se colocó entre sus piernas. Tomó uno de sus pezones con la boca. Ella se movió al estremecerse. Luego él tomó el otro, y luego se movió hacia su boca, besándola profundamente durante un rato largo.

Él se echó atrás y la miró a los ojos mientras se adentraba en ella lentamente. Ella sintió la presión, luego el calor y la plenitud, y entonces él paró.

Se miraron un momento.

Reed flexionó las caderas. Ella echó la cabeza atrás exponiendo su cuello a los besos de él. Entrelazó sus dedos al cabello de Reed, y él murmuró su nombre una y otra vez mientras se detenía el tiempo y él la llevaba más alto, más allá de la luna y las estrellas, hasta que el universo entero explotó alrededor de ellos.


Elizabeth se despertó con los gorjeos de Lucas en su habitación. El brazo de Reed estaba encima de su vientre, sujetándola firmemente contra su cuerpo.

– Buenos días, hermosa -susurró él contra su pelo.

– Buenos días, guapo -dijo ella.

Él le dio una serie de besos tiernos en la nuca.

– Hay un bebé que se está despertando -le advirtió ella, a pesar de su deseo.

– ¿No puedes resistirte a mí?

– No quiero resistirme a ti.

– Oh, eso es lo que quería oír.

– Pero tengo que ir a buscar a Lucas.

– Iré yo a levantarlo. Tú dúchate si quieres.

Elizabeth miró el reloj.

– Se te hará tarde para ir a trabajar.

Él se encogió de hombros.

– Se me hará tarde para ir a trabajar, ¿y? ¿A quién le importa?

Ella se puso boca arriba para mirarlo.

– Reed, no tienes que demostrar…

– ¿Qué van a hacer? ¿Despedirme?

– Sólo te digo…

– Ve a darte un baño -repitió Reed-. ¿Qué come Lucas en el desayuno?

– Cereales -ella lo miró-. ¿Realmente vas a…?

– ¿Qué crees que dije anoche?

– Que vendrías a casa más temprano por las noches.

– ¿Y el resto?

¿Se refería a trabajar a tiempo parcial, vender sus empresas o mudarse a Francia?

– Pensé que era un discurso muy bueno.

– Hablé en serio, Elizabeth.

– De acuerdo -asintió ella, dándose cuenta de que él hablaba en serio-. Voy a tomar un baño con espuma.

– Me alegro por ti.

Ella lo rodeó con sus brazos y lo estrechó.

Se oyó la vocecita de Lucas, Reed apartó las mantas y ella se dirigió al cuarto de baño.

Mientras se llenaba la bañera, se cepilló los dientes y se peinó.

Llovía y la lluvia golpeaba el cristal de la ventana del cuarto de baño. Se alegraba de que terminase octubre. Noviembre sería mejor. Tal vez fuera buena idea que se fueran a Tahiti.

Probó el agua con la punta del pie. El vapor le dio una sensación de vértigo y se sintió mareada de repente. Se agarró al toallero para estabilizarse y cuando se sintió bien se metió en la bañera.

Llevaban sólo tres semanas con Lucas, pero ella se daba cuenta de cuánto apreciaba tener un rato para sí. Se imaginó a Lucas sentado en la trona y a Reed calentándole los cereales. Sonrió. Los esperaban meses de felicidad.

Meses.

Su ciclo menstrual había pasado.

Su ciclo se había atrasado… Y ella se había sentido mareada antes de meterse en la bañera. También había estado algo mareada hacía tres días en el ático. Contó con los dedos.

No podía ser. No podía ser. Se habían perdido sus días de ovulación. Habían ido contra los consejos del médico.

Y no obstante…

Sus manos temblaron mientras salía de la bañera. Abrió el armario del baño y buscó entre el champú y otras cosas la prueba del embarazo.

Miró la fecha de caducidad. Estaba vigente. Luego siguió las instrucciones y se puso a esperar.

Cuando pasó el tiempo, se acercó. Dos lineas. Elizabeth pestañeó.

Había dos líneas. Estaba embarazada. Lucas iba a tener un hermanito o hermanita. Reed y ella iban a tener un bebé.

Se sentó en el borde de la bañera. Le temblaban las piernas y sintió frío en todo el cuerpo. Cuando se le pasó se envolvió con los brazos y pensó que tenía un bebé en su interior. Un pequeño dentro de ella.

Un resplandor la iluminó.

Se puso de pie, se envolvió con el albornoz y fue a darle la noticia a Reed.

– Hierro, calcio, vitamina A y fibra -estaba leyendo en voz alta él la caja de los cereales.

– Tiene buena pinta. Hasta yo me lo comería -dijo Hanna.