Por eso se tenían que ocupar de ello cuanto antes.
Tenía que encontrar una solución antes de que la prensa o cualquier otra persona metiera la nariz. Incluida Elizabeth. Sobre todo Elizabeth.
Su especialista decía que a menudo la infertilidad estaba relacionada con el estrés, y ella ya estaba suficientemente estresada por querer quedarse embarazada, por no mencionar la organización de la fiesta de su quinto aniversario de casados, como para agregarle más preocupaciones.
Lo que menos falta le hacía era preocuparse por un posible caso en los juzgados.
– Tengo que ir al apartamento de Collin un rato -le dijo Reed a Elizabeth.
– ¿Un rato? -ella pareció sorprendida.
– Sí, pero es una cuestión rutinaria -contestó Reed.
Esperaba no tardar mucho.
– Claro -dijo ella asintiendo.
– ¿Por qué no te ocupas del menú del catering mientras estoy fuera?
Habían invitado a trescientos invitados a la fiesta. Había muchos detalles que necesitaban la atención de Elizabeth.
– Claro… -contestó ella-. Me ocuparé de los postres…
El comentario sarcástico no era típico de Elizabeth, y Reed sabía que debía preguntarle qué pasaba.
Pero no quería meterse en ello, porque podría llevarlo a abrazarla, a besarla y a echar sus buenas intenciones por la borda. La tentación era demasiado fuerte.
– Te veré dentro de una hora -le dijo él sensualmente.
Le dio un casto beso en la frente.
Le acarició el pelo y se estremeció todo entero. Ella le agarró la muñeca un momento. Y aquello fue suficiente para que Reed dudara de su decisión de marcharse.
Pero tenía que irse. Le había prometido que haría todo lo posible por darle un hijo.
Y lo haría.
Sin mirarla, caminó hacia la puerta. Salió al pasillo y fue a su despacho. Collin estaba al lado del escritorio, con expresión incierta.
– Vamos -dijo Reed poniéndose la chaqueta de su traje y yendo hacia la entrada del ático.
Collin no hizo ninguna pregunta. La discreción era lo que más le gustaba a Reed de Collin.
– Tengo la carta del Organismo regulador del mercado de valores -le confirmó Collin cuando la puerta se cerró detrás de ellos.
Se dirigieron al ático de Gage Lattimer. El amigo y vecino de Collin y Reed, Gage, había sido nombrado también en la carta del Organismo regulador como parte de la investigación.
– ¿Tienes el sobre también? -preguntó Reed.
No quería que Elizabeth pudiera encontrarse con ningún resto de la prueba.
– Todo -dijo Collin deteniéndose frente a la gran puerta de roble del apartamento de Gage-. Y he cerrado tu buscador de páginas web.
– Gracias -asintió Reed.
Esperaron en silencio.
La puerta finalmente se abrió. Pero no fue Gage el que estaba frente a ellos, sino una alta y atractiva morena que parecía a la defensiva y que tenía aspecto de culpabilidad.
– ¿Está disponible Gage? -preguntó Reed, con la esperanza de no estar interrumpiendo algo. Aunque la mujer estaba totalmente vestida.
– El señor Lattimer no está en casa en este momento.
¿Era ése un acento británico?
– ¿Y usted es…? -preguntó Collin.
– Jane Elliot. La nueva ama de llaves del señor Lattimer.
Reed vio el desorden del piso por encima de su hombro.
La mujer cerró un poco la puerta, impidiendo que Reed mirase.
– ¿Me dice por favor quién lo busca?
– Reed Wellington.
Collin le dio una tarjeta de negocios a la mujer y le dijo:
– ¿Puede decirle que me llame cuanto antes?
– Por supuesto -contestó la mujer asintiendo.
Luego entró nuevamente en el piso y cerró la puerta.
– Espero que Gage no le esté pagando mucho, porque necesitará dinero -murmuró Reed cuando se dieron la vuelta para llamar al ascensor.
– Yo le pagaría lo que me pidiese -dijo Collin.
Reed no pudo evitar sonreír mientras apretaba el botón para llamar al ascensor. Luego volvió a pensar en el problema que los preocupaba.
– Entonces, ¿qué diablos crees que pasa con esto? -preguntó cuando se abrieron las puertas.
– Creo que tal vez deberías haber pagado el chantaje.
Reed dio un paso hacia atrás.
Como era un hombre rico, a menudo era el blanco de amenazas y pedidos financieros. Pero un chantaje particularmente extraño había llegado hacía dos semanas.
– ¿Diez millones de dólares? -le preguntó a Collin-. ¿Estás loco?
– Las dos cosas podrían estar relacionadas.
– La carta del chantaje ponía «El mundo conocerá el sucio secreto del modo en que los Wellington hacen su dinero». No decía nada sobre una investigación del Organismo regulador.
Reed no habría pagado en ningún caso. Pero se lo habría tomado más seriamente si la amenaza hubiera sido más específica.
– La transmisión fraudulenta de información confidencial en el comercio es un secreto sucio.
– También es una invención ridícula.
Cuando al principio Reed había leído la carta del chantaje, no le había dado importancia. Había muchos locos sueltos. Luego se había preguntado si alguno de sus proveedores en el extranjero podría estar involucrado en una práctica que no fuera ética. Pero los había controlado a todos. Y no había encontrado nada que pudiera justificar el «sucio secreto» de la riqueza de los Wellington.
Él no tenía ningún secreto sucio. Era absurdo sugerir que él estaba involucrado en el tráfico de información confidencial. E imposible de demostrar, puesto que él no lo había hecho. Ni siquiera era lógico. La mayoría de la riqueza suya, de su padre y de sus antecesores, se derivaba del buen hacer de sus empresas. Reed no hacía casi negocios en el mercado de valores. Y lo poco que hacía era como diversión, a ver qué tal se le daba.
¿Dónde estaba el desafío en el engaño? Él no necesitaba el dinero. Y el engaño no sería nada divertido. Entonces, ¿cómo iba a involucrarse en el tráfico de información confidencial?
– Tienen algo -dijo Collin cuando se paró el ascensor en el segundo piso-. El Organismo regulador no hace una investigación sobre especulaciones.
– Entonces, ¿a quién llamamos? -preguntó Reed.
Además de ser vicepresidente, Collin era un buen abogado.
Collin metió la llave y abrió la puerta de su apartamento.
– Al Organismo regulador del mercado de valores, para empezar.
Reed miró su reloj. Las nueve y cuarto.
– ¿Conoces a alguien a quien podamos recurrir?
– Sí -Collin tiró el maletín encima de la mesa del apartamento, propiedad de Wellington International-. Conozco a un hombre -agarró un teléfono inalámbrico-. ¿Te apetece servirte un whisky?
– De acuerdo.
La llamada fue breve.
Cuando terminó, Collin aceptó un vaso de whisky y se sentó en un sillón.
– Nos mandarán un informe completo por la mañana, pero es algo que tiene que ver con Tecnologías Ellias.
Reed reconoció el nombre de la empresa.
– Ese fue un negocio de Gage. Él pensó que iban a tener éxito, así que ambos invertimos.
Pero no podía creer que Gage Lattimer, su amigo y vecino, hubiera recomendado unas acciones basadas en el tráfico de información confidencial.
Luego Reed volvió a pensar en el tema, pensando en voz alta.
– Subieron rápido. Sobre todo cuando aquel sistema de navegación…
Una luz se le encendió a Reed en la cabeza de repente.
– ¿Qué? -preguntó Collin.
– Kendrick.
– ¿El senador?
Reed asintió.
– Maldita sea. ¿Cuánto quieres apostar a que él estaba en el comité de aprobación?
– No en el que adjudicó el contrato de navegaciones.
– Sí… -Reed tomó un sorbo de whisky-. Ese.
Collin juró entre dientes.
Reed sentía lo mismo. No había hecho nada malo, pero si Kendrick estaba en el comité de aprobación, daría esa impresión.
– Yo compro acciones en Ellias -pensó Reed en voz alta-. Kendrick, quien, como todo el mundo sabe, es un defensor de mi compañía Envirocore.com, aprueba un lucrativo contrato a favor de Ellias. Las acciones de Ellias suben. Yo hago unos cuantos cientos de miles de dólares. Y, de pronto, el Organismo regulador está involucrado.
– Te has olvidado de un paso -dijo Collin.
– De la persona que hizo el chantaje -replicó Reed.
Si la persona que había hecho el chantaje era el que había alertado al Organismo regulador, entonces Reed no se lo había tomado lo suficientemente en serio.
La persona que había hecho el chantaje obviamente tenía información sobre la cartera de acciones de Reed. También sabía que Reed era el dueño de Envirocore.com. Y sabía que Kendrick estaba en el comité de aprobación del contrato del sistema de navegación del Senado. Además, el extorsionador sabía cómo juntarlo todo para hacer daño a Reed.
Aquello no era ninguna tontería.
Collin miró el cuadro que tenía en frente.
– Nadie en su sano juicio va a pensar que tú has infringido la ley por unos pocos miles de dólares -dijo Collin.
– ¿Estás bromeando? Mucha gente disfrutaría viendo caer a un rico de toda la vida de su pedestal.
– ¿Puedes demostrar que eres inocente?
– ¿Probar que una llamada telefónica, una reunión o un correo electrónico no tuvo lugar? No sé cómo puedo hacer eso.
– ¿Llamaste a la policía cuando te enviaron la carta con el chantaje?
– No. Archivé la carta con todo lo demás.
Había sido un error, evidentemente.
– ¿Quieres llamarlos esta noche?
Reed asintió.
– Será mejor salir al ruedo.
Capítulo Dos
La fiesta en el Grande Hotel Bergere estaba en todo su apogeo el sábado por la noche. A los invitados se les había servido una cena de gourmet en la Sala de cristal, y ahora se estaban moviendo por el edificio de columnas de mármol hacia el salón de baile para tomar cócteles y bailar.
Elizabeth había visto a Collin acercarse, así que rápidamente ella se había ido al aseo.
Sabía que algún día tendría que encontrárselo y mirarlo a la cara, pero estaba postergando el momento todo lo que podía. No quería pensar en lo que se le había visto con aquella bata roja.
Salió del aseo después de refrescarse, peinarse y retocarse el maquillaje y aceptó una copa de champán de un camarero muy elegante. Luego se concentró en una serie de objetos a subasta que había en el camino al salón de baile principal. Quería darles a Collin y a Reed el tiempo suficiente para que terminasen la conversación.
Hanna la miró.
– ¿Y? ¿Cómo fue la cosa anoche?
Elizabeth bajó la cabeza para mirar un objeto que se subastaba. Era una gargantilla de rubíes y diamantes. Y lo máximo que habían ofrecido hasta entonces eran diez mil dólares. Ella agregó mil dólares.
– Es bonita. Si la consigues, ¿me la vas a dejar alguna vez? -dijo Hanna señalando las joyas con la cabeza.
– Claro…
Hanna agarró a Elizabeth del brazo y la apartó de la gente.
– Entonces, ¿lo hiciste o no?
Elizabeth asintió.
– ¿Qué sucedió?
– Se me fastidió.
– No entiendo. ¿Estaba dormido o algo así?
– Me puse una bata roja muy atrevida -Elizabeth omitió la parte de la moneda, porque no quería que Hanna supiera que no se fiaba de su opinión-. Luego lo sorprendí en su despacho.
– ¿Y? -preguntó Hanna.
– Y Collin estaba allí también.
Hanna se puso la mano en la boca para ocultar su sonrisa.
– ¡No te rías! -le advirtió Elizabeth-. Me quedé mortificada.
– ¿Estabas… indecente?
Elizabeth intentó recuperar la dignidad diciendo:
– No había desnudez evidente.
– ¿Te vio el trasero? -preguntó Hanna.
– No vio mi trasero. Era una bata. Era sexy, ¡pero cubría todo lo que hay que cubrir!
– Entonces, ¿cuál es el problema?
– Que intenté seducir a mi marido, y él se marchó a una reunión con Collin -Elizabeth buscó a Reed con la mirada y lo encontró conversando con Collin.
– Oh… -dijo Hanna comprendiendo.
– Sí. Oh. Al parecer, no soy irresistible como esperaba.
Hanna preguntó:
– ¿Qué dijo exactamente Reed?
Elizabeth respondió con tono brusco, aunque sabía que nada de aquello era culpa de Hanna.
– ¿Tengo que contarte todos los detalles?
– Por supuesto. Si no, ¿cómo vamos a aprender de ello?
– De acuerdo. Dijo «Tengo una reunión con Collin. Volveré dentro de una hora. Deberías ocuparte del menú de la fiesta de aniversario» -ella estaba empezando a odiar ese menú.
– Oh -susurró Hanna.
Elizabeth miró el salón principal.
– Vayamos al bar.
– Sí -respondió Hanna.
– Hay momentos en la vida en los que una mujer, definitivamente, necesita tomar un par de copas.
Miraron hacia el salón de baile principal. Elizabeth quería darse prisa y desaparecer, pero se vio obligada a caminar cuidadosamente con su vestido de fiesta plateado.
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